Cultura

No tengas nada y serás infeliz

No es de extrañar que la época de los alquileres, del car-sharing y del co-living, que la época del consumo vertiginoso y de la obsolescencia programada, sea también la época de Tinder

Hace más de una década, cuando estalló la burbuja inmobiliaria y se destaparon los abusos de los bancos, muchos aprovecharon la coyuntura para clamar contra la abundancia de propietarios de viviendas y para elogiar a Alemania, donde predominan los arrendatarios. Hoy, transcurridos algunos años, ya no se critica la propiedad de viviendas, sino la propiedad en general. Quienes alababan entonces el modelo alemán promueven ahora distintas formas de desposesión ―el car-sharing, el co-living, el co-working―, así como las élites reunidas anualmente en Davos aseguran que en 2030 no tendremos nada y seremos, sin embargo, o, por tanto, muy felices

El caso del coche es representativo. Poseer uno tiene un punto engorroso, casi esclavizante. Su propietario, que debe pagar las revisiones periódicas, las facturas del seguro, las ITVs, las reparaciones previas a las ITVs, la gasolina, los cambios de neumáticos, los impuestos de circulación y etcétera, acaba con la sensación de que ya no hay jerarquías sino caos y de que es él quien sirve al coche y no el coche quien le sirve a él. Prosperan en consecuencia soluciones como el renting y el lising, que a priori quitan algunos problemas, o el car-sharing, que a priori los quita todos porque restaura el recto orden de las cosas: uno utiliza el coche cuando verdaderamente lo necesita y luego se despreocupa. 

Caben muchas objeciones, sin embargo, a esta idolatría de los alquileres. En El estado servil, Hilaire Belloc afirma que una persona que no es propietaria es menos libre, qué duda cabe, que una que sí lo es. Muchos filósofos, por su parte, aseguran que el hombre sólo evoluciona a condición de que haya algo estable, la propiedad, que cimiente su evolución.

Predominio de los alquileres

Yo me adhiero a todo esto y añado a continuación algo que rara vez se añade. El predominio de los alquileres, por horas o días o meses o años, nos sume a quienes lo padecemos en una ficción de disponibilidad. Hace del mundo real una réplica a gran escala del mundo virtual, donde todo está disponible, aguardando nuestro clic. Cuando uno alquila un objeto lo utiliza y se desentiende. Cuando lo posee, en cambio, no se limita a usarlo, a disponer de él, sino también a cuidarlo. El cuidado se convierte de alguna forma en la condición del uso. Uno sólo podrá conducir su coche si lo lleva asiduamente al taller. Sólo podrá escuchar música si protege sus vinilos de la amenaza del polvo. Sólo podrá tumbarse en su jardín si lo convierte con su esfuerzo en un lugar habitable.

Acostumbrados a mantener con las cosas relaciones de estricto consumo, terminamos también consumiéndonos unos a otros

El lector podrá objetar que qué más da, que al fin y al cabo son sólo cosas y que da igual si las utilizamos y las cuidamos o si simplemente las utilizamos. Yo responderé, primero, que nuestra relación con los objetos condiciona también nuestra relación con los hombres. No es de extrañar que la época de los alquileres, del car-sharing y del co-living, que la época del consumo vertiginoso y de la obsolescencia programada, sea también la época de Tinder, del sexo de una noche, de las amistades de usar y tirar y de la eutanasia para viejos salivantes. Acostumbrados a mantener con las cosas relaciones de estricto consumo, terminamos también consumiéndonos unos a otros, exprimiéndonos para luego desecharnos como a colillas que ya han cumplido su función.

Y responderé, segundo, que la posesión eleva al objeto. Cuando las alquilamos, las cosas son tan sólo cosas, valiosas por lo que nos dan. Cuando las poseemos, en cambio, adquieren una importancia distinta. Ya no tienen valor únicamente por lo que nos reportan; lo tienen sobre todo por lo que son para nosotros. Como dice Byung Chul-Han en No-cosas, trascienden el ámbito de la funcionalidad para asentarse en el del ser. Cuando es tuyo, el coche ya no es sólo una máquina que te permite desplazarte de un lugar a otro a una velocidad estimable, sino también el testigo silente de una multitud de acontecimientos importantes: besos, rupturas, conversaciones jubilosas, llamadas de auxilio. Cuando es tuyo, el abrigo ya no es sólo una prenda útil para resguardarse del frío, sino la prueba material, tangible, de que tu abuelo, de quien lo heredaste, ha sobrevivido a la muerte. 

La revolución, estoy convencido, no exige hoy de nosotros grandes programas políticos ni soflamas incendiarias, sino pequeños, humildes actos. Seguir luciendo el abrigo de gala que heredaste, aunque esté raído, demodé y puedas comprar otro a buen precio en Wallapop. Conservar tu viejo coche, el que ha albergado los instantes de amor y los de desamor también, aun cuando lo lógico ya es renunciar a él y entregarse el car-sharing. Reclamar un hogar propio mientras los voceros anuncian el advenimiento del co-living. Espetarles a los que ya mandan y aun así quieren mandar un poco más que sólo quien tiene algo puede ser feliz.  

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