Los ha habido sentimentales, como el Vargas Llosa de 2010. Inexpresivos y fríos, como el que leyó Alexiévich en 2015. Incluso invisibles, como el que jamás escuchamos de Dylan en 2017. Lo que hasta ahora no había ocurrido, al menos no con tan manifiesto sopor, había sido un discurso de aceptación del Nobel tan falto de coraje, imaginación y carácter como el que leyó Kazuo Ishiguro esta semana en Estocolmo. Un cojín habría parecido más vivo.
En un recorrido abreviado de la historia tras la caída del museo del Muro de Berlín, Ishiguro ejecutó un alegato escolar, previsible y aburrido con el que pretendía explicar, ay no me digas, las desigualdades de un mundo que devino en ultraderecha y nacionalismos tribales. Un mundo de ocasiones perdidas, de redención inalcanzable y del que Ishiguro habla como si de un extraterrestre o, peor aún, como si de un militante del 15M se tratara.
Hasta ahí, habría sido un triste discurso, incluso insignificante. Y si tal cosa ocurre no es porque haya obviado los temas importantes sino porque los iluminó sin gracia ni agudeza. Salió algo del mismo color de su obra: algo que sin estar mal, tampoco alcanza la contundencia. Que su generación fuera la de las ocasiones perdidas –a juzgar por la lógica de su argumento- da qué pensar, especialmente sobre su premio. A su manera, Ishiguro da la razón a quienes pensabna que, de esa quinta, Martin Amis merecía el Nobel de Literatura mucho más que él.
Parecía nacido ayer Ishiguro. Alguien nacido en Nagasaki, en 1954 y que creció en la Inglaterra de los sesenta tendría derecho, estaría obligado incluso, a la ironía. Alguna tendría que habérsele pegado de sus años en Kent y East Anglia, o al menos por el efecto ósmosis de la generación Granta de la que forma parte con McEwan, Martin Amis o Barnes. Quien lee y relee el discurso, una y otra vez, no sabe si Ishiguro nació ayer o si nació cansado, desprovisto de todo músculo, para dar en la diana de los asuntos importantes,