Cuando era joven, más joven todavía de lo que hoy soy, la noche era el único momento del día en que pasaban cosas. Haber pasado la adolescencia en Palencia es estar suscrito a la mitología callejera más arraigada, a las peleas entre skinheads y punkis, a los líos de faldas entre barrios de macarras, y a intentar ser alguien en base a dos premisas cavernícolas: salir con la más guapa y pegar buenas hostias. Esta realidad traté de plasmarla en mi primera y mala novela: Cresta, cazadora de cuero y la ausencia de ti.
El otro día, este cuerpo serrano volvió a poner un pie en los garitos de la noche palentina. Agendamos la noche otro amigo y yo, nostálgicos de tiempos pretéritos. Llevaba, al menos, 6 o 7 años sin salir de fiesta por la ciudad que me alumbró. Palencia, tan hostil como necesaria para lo que he llegado a ser. La última vez que caminé por la noche palentina tendría unos 23 o 24 años, menos decisión en mis pasos, una barba poco imponente y el radar del qué dirán funcionando a pleno rendimiento.
Las ciudades de provincias son muy propicias para ello. El ecosistema social es pequeño, como el de un pueblo, pero lo suficientemente amplio para no llegar a agobiarte. La noche comenzó en un bar llamado ‘El Portal’, tan antiguo que hasta mis padres iban por allí en sus tiempos mozos. Ahora es un bar para gente de 30 para arriba donde te ponen unas gominolas con cada whisky.
Nuestra odisea continuó en la zona vieja de bares, un lugar que los palentinos han llamado siempre La Zona. Como si el corazón de la ciudad se concentrase entre aquellos antros y discotecas que venden alcohol a menores. En la misma calle por la que tantas veces anduve seguía habiendo ambiente y grupos sociales muy determinados (frikis, pijos, macarras…). Dentro de los bares, los grupos de chicos y chicas forman una suerte de tribu, una muralla impenetrable para los ajenos a ella.
La gente en los bares no habla entre sí
Quizá por eso, me fijé en un gesto tan habitual y que en mis tiempos mozos pasaba desapercibido. La gente en los bares no habla entre sí, pero mantiene el ojo avizor, rastreando la discoteca de una punta a la otra en busca de una cara conocida, de un contacto visual, de algo que permita la interacción social, solo permitida entre conocidos. Al contrario que en Madrid o en otras ciudades del sur, hace falta un visado antes de entablar conversación y eso solo te lo da el conocer previamente a la persona que hará de puente con desconocidos.
En aquella excursión nostálgica vi rostros que llevaba años sin ver, compañeros de kárate, examigas de mi exnovia, viejos enemigos… Todos eran mayores, adultos, pero estaban en el mismo sitio y condición en el que los había dejado hace siete años. La noche agonizaba y me dispuse a volver a casa cigarro en mano.
En el camino, tres mozas palentinas que podrían haber sido perfectamente, de derecha a izquierda, Marilyn Monroe, Ava Gardner y Cara Delevingne se dirigieron a mí en tono amistoso. Por unos momentos me sentí Marlon Brando. La conversación fluyó entre risas y chanzas, y la más guapa de todas, blonde, me invitó a entrar con ellas en la discoteca ‘Quasar’, que en mis tiempos se llamaba ‘Morgana’.
Atravesar esas puertas fue como meterse de lleno en la máquina del tiempo. La discoteca no había cambiado nada por dentro, pero yo sí. En aquel tumulto de gente en el que me hallaba solo con tres desconocidas no había un ápice de las preocupaciones que me inundaban cuando otro yo se posó allí hace años. En mi interior solo había calma. Los agobios otrora inmutables, el qué dirán, el cómo me verán, el miedo a las provocaciones… Todo ello esfumado.
Y allí estaba yo, con 30 años, bailando con Monroe, Gardner y Delevingne, bebiendo ron con coca cola y pensando que aquello no estaba tan mal
Y allí estaba yo, con 30 años, bailando con Monroe, Gardner y Delevingne, bebiendo ron con coca cola y pensando que aquello no estaba tan mal, que Palencia no era hostil, que el hostil había sido yo durante tanto tiempo. Las copas ya no conseguían calmar la sequedad de mi boca, me dolían los pies y había fumado demasiado. Pero en mi corazón había una profunda sensación de bienestar, de misión cumplida, de círculo que se cierra.
Las luces del garito se encendieron, me despedí de las tres actrices con un profundo sentimiento de agradecimiento en mi corazón. Salí a la calle, prendí otro cigarro y entre calada y calada iba pensando que es bueno sentirse joven, pero agradezco ser más mayor.
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