Cultura

Obi-Wan Kenobi y la lucha contra lo absurdo

Si algún día todo se va al garete no podemos olvidar una vez más que combatir el absurdo es el único sentido que nos queda

Obi-Wan Kenobi
Obi-Wan Kenobi / Susana Crespo.

Siento cierta atracción por los personajes en decadencia. La gente perfecta es demasiado aburrida. Me gustan sus claroscuros; sus pliegues y, sobre todo, esas miradas que albergan el poso de una vida. Por eso me gusta ‘Obi-Wan Kenobi’, la serie en la que el caballero jedi, con patas de gallo y un desencanto vital apabullante fruto de la extinción definitiva de su orden y el salto al lado oscuro de Anakin Skywalker, se encarga de proteger a los pequeños Luke y Leia.

Kenobi sigue una vida ordinaria y rutinaria que puede ser la de cualquiera de nosotros. Cada día va a trabajar como parte de una cadena de montaje típica de las fábricas. Al terminar, guarda un trozo de carne para su animal de transporte –una especie de camello alienígena-, cobra lo que le corresponde –una miseria-, monta en un viejo autobús galáctico con el resto de compañeros del curro –no podría circular por Madrid dado el reguero de humo que deja a su paso- que les deja en un pueblo de Tatooine, allí va al lugar donde guarda al camello mutante en el que se monta para ir despacito a su guarida, un agujero en la montaña con lo básico para vivir.

Por la tarde sale a vigilar a Luke, no vaya a ser que haya caído en el lado oscuro como su padre. Al caer el sol, ya en su cueva, se prepara una comida precocinada en un hornillo de lo más básico. Y así, Ben Kenobi, como se hace llamar ahora, pasa un día y otro día y otro día… Atrás quedaron los tiempos de aventuras intergalácticas, de combatir con el sable láser, de acompañar a Qui-Gon Jinn al borde exterior de la galaxia, atrás quedó Yoda, el Consejo Jedi y todo para lo que había peleado en su vida.

Su decadencia recuerda a la de Lobezno en la película ‘Logan’, donde pierde sus superpoderes y se acerca inexorablemente a la muerte. Son personajes con matices a los que siempre hay que escuchar, como a los ancianos que esperan en el banco de algún parque la llegada de lo inevitable.

En el fondo, todos estos personajes albergan una chispa de esperanza, de que vale la pena luchar. Lo que ocurre es que la ocultan bajo una armadura de cinismo que les permita sobrellevar el día a día. Es el espíritu de Albert Camus por excelencia: luchar contra el absurdo siempre tiene sentido.

Estos días Madrid es perfectamente un barrio de Tatooine. El sol calienta como en el infierno. El aire pesa, como tus andares en pleno agosto sin más compañía que tu sombra en una capital desierta. Y mientras, entre tanta soledad, el oído se agudiza.

Y encuentras a Valentina, que perdió la cabeza con la vejez y siempre que te ve te recuerda que fue azafata de Iberia, que era muy mona y que ha volado por todo el mundo. O a Pilar, que sigue vistiendo de luto, sin superar la muerte de su marido. O a Johnny, ese camarero que tan bien te ha atendido siempre pero al que le descubres un temblor en las manos que resulta ser el síndrome de abstinencia del alcohólico. O a Pepe, que estuvo en la cárcel y que se pasa el día tomando vinos y contando batallas del trullo.

Y te encuentras a ti mismo observándolo todo, como un Ben Kenobi en la sombra. Tendiéndoles la mano porque algún día tú puedes ser uno de ellos. Y no querrás que te miren raro, o que te dé la espalda la sociedad como un apestado. Como un niño al que marginaron y borraron la sonrisa de forma prematura.

Por eso hay que volver a escuchar la historia de la azafata de Iberia, o la del tío que dice haber compartido talego con no sé qué delincuente famosísimo de los 90. Por eso hay que tratar bien siempre a Johnny o saludar con efusividad a Pilar, y hasta darle el abrazo que mitigue su soledad.

Ahora somos jóvenes, nos va bien, y podremos coger pronto el Halcón Milenario y marcharnos a Naboo de vacaciones. Pero si algún día todo se va al garete no podemos olvidar una vez más que combatir el absurdo es el único sentido que nos queda.

Que la fuerza te acompañe.

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