Hace ya algunos años, el escritor y dibujante afroamericano Aaron McGruder estrenó The Boondocks, una tira cómica que acabó convertida en serie de animación. Apenas conocida en España, narra la infancia de Huey y Riley Freeman, dos niños negros que se trasladan a vivir con su abuelo a un área predominantemente blanca de la costa este de Estados Unidos.Uno de los gags recurrentes de la serie es la omnipresencia en las pantallas de la emisora B.E.T. (“Black Evil Television”), trasunto poco sutil de la “Black Entertainment Television” –lo que acabó costándole una demanda a McGruder–.
La B.E.T. se caracteriza por acribillar las 24 horas del día a su público objetivo con escenas de tiroteos, consumo de drogas y sexo más o menos explícito. Esta programación ejerce gran influencia sobre el menor de los hermanos, Riley, devoto de la moda bling-bling (la versión ultramarina del movimiento cani que asoló Andalucía en los primeros 2000) y, en general, sobre todos los personajes de color de la serie (a excepción de Huey, narrador omnisciente).
The Boondocks es una crítica social a través de la mirada de un niño de nueve años, admirador de Malcolm X y de tendencias anarquizantes. Se sirve de un humor ácido hasta extremos quizá solo tolerables hoy día en una serie de dibujos animados. Una de sus dianas es, precisamente, la “cultura negra” que todos los medios –no solo la B.E.T.– llevan décadas promocionando (más o menos desde el triunfo de los Derechos Civiles en la década de los 60, e intensificado a partir de los 80).
“Gasolina” o “Despacito” parecen obra de Rachmaninoff al lado de los gritos de guerra trápicos
Lo llamativo de esta cultura es su falta de conexión con la idiosincrasia tradicional de las comunidades negras de EEUU, más allá del uso intensivo del AAVE (“African American Vernacular English”). Por el contrario, se reduce a una exaltación de lo “thug” y lo “gangsta”; es decir, de la delincuencia, la droga y la violencia. También promueve las familias monoparentales, que se han convertido en la norma entre los afroamericanos (con la consecuente desestructuración familiar que hoy padece este colectivo). Esta superestructura creada por los mass media es, a ojos de Huey, una estrategia para mantener a las comunidades negras en una espiral sin salida de crimen y marginalidad.
En los tiempos que corren asistimos a una ofensiva similar a la denunciada por The Boondocks, solo que con un nuevo objetivo. Se trata de los “latinos”, el grupo demográfico que más crece en Estados Unidos. Las televisiones y el Big Tech llevan años tocándole las palmas a una tropa de delincuentes convictos, a quienes en sus vidas antes de la fama hubiera costado distinguir de “Poison” o “La Quica”, de Narcos. Esta recua de desorejaos ha invadido las pantallas de nuestros smartphones, con versos que hieren el corazón –algo así como los violines otoñales de Verlaine, pero diferente: “baby, hoy la noche es de nosotros / Y ese totito en mi boca está chicloso” (sic). Esta nueva forma de abuso psicológico responde al nombre de “trap” –o, más específicamente, “trap latino” (término elocuente: “trap” es “trampa” en inglés –v.g. de cazar ratones–). Tiene una frontera porosa con el reguetón, aunque clásicos de este último como “Gasolina” o “Despacito” parecen obra de Rachmaninoff al lado de los gritos de guerra trápicos - “¡uah!”; “¡brrr, brrr!”- que los chavales de hoy repiten entre convulsiones. El trap es, por así decir, el reguetón en estado de putrílago; el feísmo reunido en Trento y reafirmándose en todos sus dogmas con más fuerza que nunca.
Esta nouvelle vague ha logrado mimetizarse con lo “latino” en el inconsciente de medio mundo, en una de las sinécdoques más crueles de la Historia (no añadiré “de la música”). A quienes de niños vimos la obra maestra de Disney “Los Tres Caballeros” (1944) nos cuesta encontrar relación entre la cacofonía trápica y el baile del jarabe pateño, o la voz de Aurora Miranda anunciando quindins de yayá por las calles de Salvador de Bahía. No la vemos porque no la hay: sencillamente, no es posible que una sociedad evolucione de forma natural en unos pocos años hacia formas tan deshumanizadas. Menos todavía en un continente cuya forma longitudinal dificulta el contacto entre poblaciones (cuando Pizarro conoció a los incas, estos no tenían noticia de que el imperio azteca había caído a manos de Cortés unos años antes).
"El trap nada tiene de popular ni de espontáneo. Es un patógeno, un cuerpo extraño"
Igual que el mundo gangsta denunciado por McGruder, el trap nada tiene de popular ni de espontáneo. Es un patógeno, un cuerpo extraño tras el cual se advierte la mano del mundialismo (o del “neoliberalismo”, para quien le guste más), como sucede con la comida basura, las revoluciones de colores o los días internacionales de [inserte futilidad]. No es casual que esta moda haya comenzado en Puerto Rico, base de operaciones del Tío Sam desde que Teddy Roosevelt empezara a predicar la doctrina Monroe a cañonazos. Las “guerras bananeras” del viejo Ted han sido sustituidas por versos mucho más destructivos (“baby apaga el celular que te quiero disfrutar, brrr. No le vayas a contestar, no, yeah. Y ese traje se ve bien con tus nalgas apretadas, pero es hora de quitarlo…”).
Podríamos reírnos a carcajadas de esta repentina fiebre por lo absurdo-sórdido-ridículo (recuerda vagamente a la “plaga de la danza” que golpeó a Estrasburgo el año después del cisma luterano). Podríamos, si no fuese porque sus consecuencias no tienen ninguna gracia. Un reciente estudio del Cognitive Brain Research Unit de la Universidad de Helsinki ha demostrado la relación entre este género musical (aceptemos pulpo) y el deterioro cognitivo, la falta de autoestima y los trastornos mentales. Los más afectados son, con diferencia, los adolescentes. No solo por los daños que el trap causa al cerebro (en algunos casos ya observables), sino también por la consagración de los “traperos” profesionales como referentes de éxito: veinteañeros permanentemente rodeados de hembras voluptuosas en rituales de apareamiento y que lanzan billetes al público en sus conciertos. Por supuesto, este tren de vida resulta inalcanzable para la práctica totalidad de la población (con lo que los traperos cumplen el requisito indispensable para ser elevados a la categoría de ídolos por los voceros de la posmodernidad). No hace falta señalar cómo esto favorece la aparición a largo plazo de trastornos depresivos entre las filas de sus seguidores.
Asistimos al (pen)último punto de la agenda de las élites que tanto gustan de jugar a las políticas identitarias con las “minorías” mientras se aseguran de mantenerlas en la más absoluta servidumbre. No hay duda de que el trap contribuirá a surtir de riders a Glovo y de precariado a Amazon (los riders de Madrid, por cierto, tienen por banda sonora oficial a Bad Bunny). Es un error creer que este mal afecta exclusivamente a la comunidad sudamericana: las nuevas remesas de carne de cañón para las multinacionales incluyen a la juventud de España, el país más orgullosamente descarbonizado del mundo, y en el que Anuel AA copa las listas de Spotify. En el siglo pasado, Ramiro de Maeztu y Manuel García Morente teorizaron acerca del concepto de “Hispanidad”. Quizá hoy en día no exista mejor definición de la Hispanidad que “el conjunto de pueblos que tienen la necesidad histórica de enviar el trap al basurero”.