Entre el 13 de febrero y el 14 de marzo el Teatro Real ofrecerá ocho funciones de Siegfried, de Richard Wagner (1813-1883), tercera de las cuatro óperas que conforman el ciclo El anillo del Nibelungo, que se está presentando en cuatro temporadas sucesivas, con dirección musical de Pablo Heras-Casado y la puesta en escena de Robert Carsen y Patrick Kinmonth concebida para la Ópera de Colonia, donde la producción se ha repuesto en varias ocasiones, y que continúa en el coliseo madrileño siempre con un gran respaldo del público y de la crítica.
La representación de esta tercera entrega wagneriana tiene especial significación en un momento de pandemia, no sólo por la continuidad del ciclo, sino de la temporada. El Teatro Real fue el primer coliseo en abrir sus puertas y, a día de hoy, es de los teatros líricos más importantes del mundo el que mantiene sus compromisos, siempre que pueda garantizar las medidas de seguridad, tal y como aseguró esta semana Joan Matabosch, director artístico teatro madrileño, durante la presentación de Siegfried a la prensa, que ha realizado en compañía del director general del Teatro Real Ignacio García-Belenguer, Pablo Heras-Casado, Robert Carsen y el tenor Andreas Schager .
En su concepción de El anillo del nibelungo, Robert Carsen, junto con el escenógrafo y figurinista Patrick Kinmonth y el iluminador Manfred Voss, trasladan el universo mitológico wagneriano a un mundo también metafórico, pero más cercano a nuestra realidad, "confrontando al espectador con el poder destructivo del capitalismo voraz, cuando la ambición desmesurada de poder y de riqueza conduce inevitablemente a la destrucción de la humanidad, de las relaciones interpersonales y de los lazos familiares".
Debido a la larga duración de la ópera (cerca de 5 horas) y al toque de queda vigente, las funciones comenzarán a las 16.30
Para mantener la distancia de seguridad sanitaria entre sus integrantes, la Orquesta Titular del Teatro Real interpretará la partitura de Siegfried con los músicos ubicados en el foso (con extensiones laterales) y en ocho palcos a ambos lados del escenario: en el izquierdo estarán la percusión y seis arpas –que tocan juntas solamente en el tercer acto de la ópera–, y en el derecho, la tuba, trompetas y trombones, que en Siegfried tienen una presencia mucho más discreta que en las restantes óperas de El anillo. "El montaje de Siegfried en estos tiempos es heroico. Supone llevar a cabo una aventura. Las dificultades son oportunidades para sumergirse en el sonido de Wagner”, aseguró Heras-Casado durante la presentación a la prensa.
Ocho cantantes con destacadas voces wagnerianas protagonizarán Siegfried: los tenores Andreas Schager (Siegfried) y Andreas Conrad (Mime), los bajo-barítonos Tomasz Konieczny (El viandante / Wotan) y Martin Winkler (Alberich), las sopranos Ricarda Merbeth (Brünnhilde) y Leonor Bonilla (Voz del pájaro del bosque), la mezzosoprano Okka von der Damerau (Erda) y el bajo Jongmin Park (Fafner). Tomasz Konieczny volverá a encarnar a Wotan (aquí disfrazado de Viandante), después de su interpretación del papel en La valquiria, y Ricarda Merbeth repetirá como Brünnhilde, volviendo a terminar la ópera como encarnación del amor.
Siegfried en la Tetralogía
Cuando Richard Wagner comenzó su tetralogía El anillo del Nibelungo, tenía 33 años; tardó otros 26 en acabarla. En ella, el compositor se recrea en la leyenda del tesoro que reposa bajo las aguas del Rin. Dividida en cuatro óperas que componen una total, El anillo del nibelungo opone fuerzas de igual intensidad: la del poder humano y el de la naturaleza, expresados en una serie de episodios y personajes. Así como El oro del Rin, Wagner anticipa y despliega los personajes y temas del ciclo, La Valquiria los abate.
Si en la primera entrega Wotan, el más poderoso de todos los dioses, se dirigía hacia el Walhalla en medio de una blanca nevada, en La Valquiria cierra atravesando el fuego con el que rodea a Brünnhilde, su hija y valquiria preferida. Las luchas entre los miembros de su Olimpo con los gigantes y los enanos (Nibelungos), símbolo de las fuerzas del mundo, estallan con una fuerza musical prodigiosa, que no consigue una traducción escénica.
El castigo al que es sometida Brünnhilde, recae sobre ella por desobedecer a Wotan al tratar de salvar de la muerte a Sieglinde, cuyo amor incestuoso hace de contrapunto al poder y la ambición de un mundo en el que hasta la nieve se ensombrece. El mito de las valquirias abre a ventana a la tragedia de cómo el tesoro de los Nibelungos envilece a quienes lo poseen o lo persiguen. Su poder simbólico sintetiza esa lucha.
En La valquiria, Wotan, el dios que articula las cuatro óperas de la tetralogía, acaba fracasando estrepitosamente en su intento férreo de dominar el mundo. La liberación de ese gran cometido le produce una suerte de relajación que encaja con la categoría de scherzo muchas veces atribuida a la ópera Siegfried. El dios, disfrazado de Viandante cuando le conviene, indaga, reflexiona y maquina sobre el rumbo de la ‘humanidad’, velando ahora por el destino mesiánico de su nieto Siegfried.
Wagner se detuvo durante doce años. Aparcó la Tetralogía. En ese tiempo compuso las óperas Tristán e Isolda y Los maestros cantores de Nuremberg
En los dos primeros actos de la ópera, Wagner se recrea recapitulando, de forma filosófica, especulativa, dialéctica, y muchas veces irónica, todo lo acaecido en El oro del Rin y La valquiria, mientras el joven Siegfried, llamado a ser el ‘Hombre Moderno’, va descubriendo el mundo como un niño salvaje, sin miedo, sin pasado y libre de ataduras atávicas, morales y afectivas.
Entre la partitura de estos dos actos casi íntegros –una genial y endiablada prosodia musical llena de evocaciones, predicciones y advertencias entrelazadas en un sinfín de leitmotiv– y la escritura del final del segundo acto y todo el tercero, hubo un interregno de doce años con importantes cambios en la biografía de Wagner y la creación de Tristán e Isolda y Los maestros cantores de Nuremberg.
Cuando retoma la composición de Siegfried, su lenguaje musical había experimentado una gran evolución y también su visión del devenir de la saga, enriquecida por ávidas lecturas filosóficas –de Bakunin a Schopenhauer–, vivencias políticas –en una Europa en plena revolución industrial y luchas nacionalistas– y también cambios radicales en su turbulenta vida amorosa.
Cuando retoma la composición de Siegfried, su lenguaje musical había experimentado una gran evolución y también su visión del devenir de la saga, enriquecida por ávidas lecturas filosóficas –de Bakunin a Schopenhauer–, vivencias políticas –en una Europa en plena revolución industrial y luchas nacionalistas– y también cambios radicales en su turbulenta vida amorosa.
En el tercer acto, paroxismo de El anillo, la música alcanza un alto voltaje orquestal y armónico, cuando el temerario, indómito e infantil Siegfried descubre el miedo y tiembla finalmente con el éxtasis del amor al contemplar a Brünhilde, liberándola de su castigo con un beso redentor. Con este final feliz y luminoso culmina el ascenso del héroe antes de su fatal desenlace en El ocaso de los dioses.
Carson y su puesta escena
El anillo del Nibelungo no se había escenificado en Teatro Real desde su reinauguración en 1997. La última versión del ciclo se representó entre 2001 y 2004 en una coproducción del Real con la Semperoper de Dresde. De ahí la importancia de esta recuperación programada por Joan Matabosch. La tetralogía pone de manifiesto cómo la música prevalece en el tiempo, incluso a pesar de una propuesta artística que en ocasiones puede llegar a emborronar su espíritu.
Es justo por ese motivo que el montaje de Carsen, arrancado de todo lo mitológico, descontextualiza el poder simbólico de la obra de Wagner. El defecto escénico, sin embargo, enriquece la música: la pobreza visual del montaje magnifica la melodía. A medida que el escenario languidece, la música se crece en el foso en el que Pablo Heras-Casado magnifica a un Wagner que no acepta escalas.
Wagner, escribió Baudelaire, pensaba de una manera doble, poética y musicalmente. Por eso aún resuena como un estruendo. Ciclópea, de una naturaleza prolongada al mismo tiempo que duradera, la Tetralogía de Wagner goza de una potencia orquestal que anticipa no la lucha por el poder y la ambición que intenta profetizar Carsen vistiendo a los dioses de soldados, sino la capacidad de concebir la ópera como la síntesis del arte total. Y eso es lo que obvia el montaje del canadiense.
No es la primera vez que ocurre, ya lo hizo con el Idomeneo, Rè di Creta, una ópera que Mozart escribió a los 25 años y cuyo trasfondo original, las luchas homéricas entre griegos y troyanos, Carsen trasladó a una isla del Mediterráneo. Es decir, transplantó las luchas y tensiones humanas y mitológicas a un enfrentamiento entre un ejército y bandas de deportados, refugiados y víctimas de guerra. Lo homérico con una subametralladora se estropea, desaparece. Pues lo mismo ha ocurrido con La Valquiria.
Wagner, un hombre moderno
La figura de Wagner tuvo una influencia manifiesta en la música de su tiempo y la que se produjo desde finales del XIX hasta hoy, pero su tetralogía todavía más, ya que sintetizaba la aspiración del compositor de concebir la ópera como la síntesis del arte total. El influjo de musical de Wagner tuvo su expresión más notoria en Mahler y Schoenberg, pero también sobre el pensamiento y la literatura: desde filósofos como Schopenhauer y Nietzsche, hasta escritores como Thomas Mann, quien dedicó al compositor un controvertido ensayo escrito en 1933, Sufrimientos y grandeza en Richard Wagner (Debate), un texto aplaudido por muchos y denostado por otros.
Escritores tan disímisiles, pero encuadernados en la modernidad, como como D' Anunzzio o Paul Verlaine quedaron eclipsados por la concepción wagneriana de lo moderno. También Proust abrazó su música. Las pulsiones estética -e identitarias- de Wagner tocaron las sensibilidades de personajes tan siniestros como Hitler,. Wagner está en la la bisagra de muchos territorios, hasta el punto de que Madrid y Barcelona se propusieron la creación de una teatro a semejanza del de Bayreuth, el festival wagneriano por antonomasia y en el que Pablo Heras Casado escuchó por primera vez El anillo del Nibelungo en la última butaca del gallinero del Festspielhaus cuando frisaba la veintena.
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