El otro día discutí con un amigo sobre un grupo de música que a mí me gusta y que a él, en cambio, no. Yo argüía que sus letras son evocadoras y sus melodías pulcras, y que eso es todo lo que cabe pedirle a una banda de pop, indie o qué sé yo. Él, más docto que yo en estos asuntos, objetaba que su compositor no es original, que sus influencias son demasiado evidentes y sus canciones muy homogéneas, nada innovadoras.
Aunque no coincida con este buen amigo, reconozco que su opinión participa de un gusto, de una predilección contemporánea y que es en consecuencia representativa. Hoy, el lector lo sabe perfectamente, se aprecia la originalidad. Antes los actos eran buenos o malos según su conformidad con la naturaleza humana; en estos tiempos, su bondad, maldad o mediocridad depende de cuán originales sean. Ocurre igual con el arte. Lo importante es que la obra de uno sea rompedora, ¡que rompa con lo establecido!, y que a su autor le haya salido de dentro, ¡que le haya brotado! El artista perfecto es el que renuncia a los modelos, el que no sucumbe a la tentación de la mímesis, el que se cisca en las costumbres y hace lo que le pide el cuerpo. El artista perfecto es original y el artista original no crea, el artista original vomita. Vomita su ser para que todos lo olisqueemos meneando el rabo.
Yo, hombre inactual en ocasiones satisfecho de serlo, niego la mayor y concibo la originalidad como una pretensión probablemente vana y a ciencia cierta inalcanzable. Después de Platón y de Agustín de Hipona, de Aristóteles y de Tomás de Aquino, de Cervantes y de Shakespeare, de Botticelli y de Velázquez, después de Cristo, original, lo que se dice original, es harto difícil serlo. Uno puede aspirar a ser, como mucho, una miaja original, original a medias, original a duras penas, ¡originalito! Más le vale, pues, asumir que lo que siente lo han sentido millones de personas antes que él, que nada de lo que le ocurre es exactamente singular y que esa idea que juzgaba originalísima está más trillada que la barra del bar de San Martín de Ubierna, decadente localidad de la provincia de Burgos.
Originalidad estéril
Por otra parte, me resisto a creer que ese fogonazo, chispa, fugaz destello de originalidad sea bueno en sí mismo; tiendo a pensar que es bueno en ocasiones y malo en muchísimas otras. Cuentan que cuando un conocido escritor cuyo nombre no desvelaré lee algo que no le gusta y se ve forzado por las circunstancias a compartir su juicio con el autor del bodrio, se limita a decirle: "Es muy original. Enhorabuena". Yo, poco original, emulo al escritor y relativizo lo que el esnobismo intelectualoide maximiza. La originalidad no garantiza el arte y de vez en cuando lo impide: no me atrevería a negar la originalidad del retrete de Duchamp ―es rompedor hasta la náusea―, pero sí negaré su belleza ante cualquiera que la afirme; no osaría cuestionar la singularidad de los murales de Banksy ―únicos en su especie, cierto―, pero sí cuestionaré, aun a riesgo de ofender a algunos de mis escasísimos lectores, su valor artístico.
La originalidad, como la felicidad, es una de esas cosas que se encuentran a condición de que no se busquen
Además, la originalidad buena ―esa humilde originalidad que, lejos de desdeñar la costumbre, se relaciona creativamente con ella, ésa que no brilla sino que ilumina, ésa que más que producir impacto engendra belleza ― está de algún modo emparentada con la felicidad, participa de una misma lógica: uno (se) la encuentra a condición de que no la busque. Tiene menos de objetivo que de consecuencia; no es un fin que se persigue, sino un efecto que sobreviene. Quien pretende ser original termina siendo simplemente ridículo. Ignoro el motivo, pero he ahí una norma universal, una verdad absoluta: la originalidad es artificial, sobreactuada, siempre excesiva cuando se persigue y admirable, equilibrada, ¡bella!, cuando adviene.
Lo mejor sería, según creo, olvidar la condenada originalidad y a sus predicadores; aprovechar impúdicamente los recursos que nos brinda la tradición y emular a nuestros ídolos, imitarlos sin rubor alguno. Si uno tiene talento, esa humilde originalidad de la que he hablado advendrá por añadidura. Si no lo tiene, la originalidad no advendrá, cierto, pero al menos uno se habrá ahorrado el bochorno del ridículo.
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