Vivimos momentos de intensa oferta musical: el público despliega sus instintos hedonistas y los promotores temen por su lugar en el mercado. La situación la ha resumido bien Jose Morán, director del festival Paraíso, que se celebró el pasado fin de semana en el campus de la Universidad Complutense de Madrid: “Ha sido un año complicado desde el principio. Ahora parece que todo queda lejos, pero cuando el festival se empezó a pensar todavía teníamos restricciones en España. Era imposible saber con lo que nos íbamos a encontrar en junio. Hemos empezado con cinco meses de retraso y eso ha supuesto mucho trabajo en todas las áreas. El ritmo de venta de entradas se ha resentido. Hay muchos eventos nuevos y eso hace que el público retrase su compra. Sin embargo, todos alcanzan sus objetivos”, resume. La situación es de incertidumbre, aunque la euforia del público ha conseguido -de momento- que todo salga rentable.
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El periodista musical Nacho Serrano plantea una pregunta pertinente: “¿Alguien sabe de algún festival español donde el vaso de cerveza cueste menos de seis euros?”. Esta es la queja principal de los asistentes, raramente recogida en en la prensa cultural. Le contesta Pedro Lópeh, especialista en flamenco, que cita su propio festival de pequeño formato: “La Fiebre del Cante, dos euros el tercio”. Se trata de un encuentro nuevo, que se celebró en un albergue de El Espiel (Córdoba). Duró dos días y reunió a nombres jóvenes y otros de prestigio, para un público reducido de aficionados. “Llamadlo ‘rave’, si queréis. O fiebre del sábado flamenco”, explica Lópeh. Frente a los macroespecios con precios al límite de los bolsillos, es inevitable que crezcan estas iniciativas de autoorganización, como ocurrió a finales de los ochenta con las ‘raves’, fiestas electrónicas ilegales en Inglaterra, que llegaron a reunir a decenas de miles de personas. Allí se refugiaron los musiqueros que no podían pagar el alto precio de las entradas ni por supuesto las cervezas pequeñas a seis euros.
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El festival Paraíso, que se celebra en el campus de la Complutense, ha dado una lección de sensatez esta año: en vez de crecer en aforo para recuperar los beneficios perdidos durante la pandemia, ha limitado su aforo a 8.500 personas, una opción intermedia. Lo dirige uno de los fundadores del festival de Benicàssim, cita pionera que arrancó en 1995 con un nivel de público similar (7.500) al que fija hoy Paraíso. Lo mejor de la cita es el recinto: cómodo, fresco y con tres escenarios a los que se llega fácilmente.
Los asistentes al Primavera Sound de Barcelona alucinaron este año con las decenas de ‘guiris’ medio zombis o inconscientes que se encontraban en la calle por las mañanas, mientras que aquí todo el mundo está en su sitio y cuesta adivinar quién va colocado (la media de edad debe ser diez o quince años más alta que en un festival normal). Otra gran ventaja del festival Paraíso: tampoco hay colas en las barras, donde destaca la abundancia de camareros eficaces. “Es la primera vez que veo en un festival más gente dentro de la barra que fuera”, comenta una chica en el Escenario Jardín. Solo se puede felicitar a la organización, aunque las cervezas pequeñas también cuesten seis euros.
Otra sesión vibrante fue la de Jan Swan, que mezcló elementos en principio incompatibles: pulso festivo, himnos hip-hop como 'Fuck The Police' de los raperos gangsta N.W.A y momentos de flauta travesera tocada en directo
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Las pegas al Paraíso se pueden poner en la programación, especialmente en el escenario grande. El festival se vende como una apuesta de vanguardia, cuando eso es algo imposible, ya que hace años que la electrónica ofrece pocas novedades reseñables. Los nombres elegidos fallan especialmente en el escenario grande: “No se puede cerrar un viernes con Roman Flugel y Ivan Smagghe, que era la programación del after del Festival de Benicassim a mediados de los dosmiles”, protesta un fiestero veterano, recordando la discoteca Freezer, donde terminaban la noche los ‘fibers’ más incansables. Después de ver el set completo de los dos, se puede decir que simplemente cumplieron, con menos gracia que eficacia, ofreciendo lo de siempre. “Hay demasiado nombre de relleno para un festival mediano y demasiado DJ que pincha constantemente en Madrid”, protesta otra persona.
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Dicho esto, acudimos a algunas sesiones memorables, sobre todo la de cierre de del británico Ben UFO, famoso por su estilo fiestero y elegante. Nos tiene botando de 3:30 a 5:30 de la madrugada con ritmos negros en formato minimalista, pero rebosantes de energía. UFO se presenta en el escenario con vaqueros, camiseta negra y corte de pelo normalísimo, toda una excentricidad en el actual mundo de la electrónica, dominado por los estilismos ‘fashion’ y la búsqueda de looks singulares, que te hagan reconocible en la jungla de las redes sociales. Parece querer decir: yo no vendo imagen ni el poder del chic, solo la mejor música posible, capaz de tenerte feliz un sábado por la noche. Justamente eso es lo que disfrutamos, aunque ni se soltó del todo ni desplegó sus recursos más arriesgados (no salió del 4/4 ni abrió el abanico sonoro tanto como en otras ocasiones). Seguramente vio a un público más 'festivalero' que realmente metido en el 'underground' electrónico.
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Otra sesión vibrante fue la de Jan Swam, que mezcló elementos en principio incompatibles: electrónica febril, himnos hip-hop como “Fuck The Police” de los raperos gangsta NWA y momentos de flauta travesera tocada en directo (normalmente el instrumento más irritante que puede aparecer en el escenario de un festival). Mantuvo alto el voltaje durante dos horas, ante un público menguante que le fue abandonando en busca de propuestas más convencionales (el riesgo artístico tienen estas cosas: muchas veces no conectas a la primera). Debajo del apodo está Savino, respetado discjockey del colectivo madrileño Chineurs y responsable del nuevo sello Organic Signs. Paraíso fue su estreno como Jan Swam y realmente superó las expectativas, demostrado que tiene algo sustancial que aportar.
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Si Paraíso quiere convertirse en un festival de alta calidad, cercano al Dekmantel de Ámsterdam, al Atonal de Berlín, o incluso a nuestros LEV y Mira, necesita abandonar el falso paradigma de vanguardia que se ha impuesto en España durante décadas, impulsado por revistas como Rockdelux, programas como Siglo XXI de Radio 3 e incluso festival prestigiosos y hoy decadentes como el Sónar de Barcelona. El festival de Jose Morán está haciendo muchas cosas bien, pero le falta dar el salto de calidad en la música. Funcionan mejor en los dos escenarios pequeños que en el grande y es un acierto romper los prejuicios con el reguetón invitado a una artista como Flaca. Una pena que su actuación coincidiera con Ben UFO porque intuyo que muchos asistentes querían disfrutar las dos sesiones y se aburrieron en otros tramos del festival. En todo caso, su apuesta por mimar al público en vez de hacer caja le ha ganado el respeto que otros festivales han perdido maltratando al público en 2022.
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Terminamos con una cita en el Botánico: la unanimidad de las críticas positivas del concierto de Patti Smith resulta sorprendente (con algún titular pasado de rosca, como el del diario catalán Ara: “Los escupitajos de Patti Smith siguen siendo sagrados”). En realidad, fue un recital previsible, mecánico y plagado de lugares comunes. Parece un repaso a todos los tópicos de la contracultura: recita un poema de Ginsberg, hacen una versión templada de los Stooges y dos de Bob Dylan. “Sentid vuestra libertad y vuestro poder creativo”, proclama la artista, que a ratos parece una ‘coach’ hippie de autoayuda. El sonido falla en su clásico “Free Money” y ella la canta amortiguada, dejando claro que no va a parar porque haya problemas técnicos. Las gradas están llenas de burguesía bohemia, justo a mi lado una señora con la cara rebosante de bótox y un llamativo bolso de Loewe. En algún momento habrá que admitir que la Patti Smith de 2022 ya no apela en absoluto a las aspiraciones de la gente excluida, sino que solo alimenta la necesidad de los pijos progresistas de pensar que siguen siendo rebeldes sociales.
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