La censura tiene un poder de contagio. Los aficionados a la ocultación se transmiten la paranoia: agigantan las opacidades y los silencios con cada vez más frecuencia. La pasión por silenciar es antigua. A ella le dedicó J.M Coetzee un volumen de 12 ensayos que estudian el mismo fenómeno a lo largo de la historia. Casi todos demuestran cuán de actualidad está la censura.
Las pantallas de plasma con las que Mariano Rajoy se dirigía a los medios para evitar preguntas han encontrado en las ruedas de prensa de Moncloa una versión mejorada ya no de la incomparecencia, que también, sino de la propaganda. Eso que llaman relato, una versión matizada y llena de amputaciones que nada tienen que ver con la realidad que aluden.
En este asunto del coronavirus podemos darnos por engañados desde la víspera. Sobre la posible expansión de la infección, Fernando Simón, el epidemiólogo contagiado, dijo primero que se trataba de algo lejano y aislado. Esas cosas que pasan en China, ya saben. No desaconsejó acudir a la marcha del 8M, como tampoco alertó de la inconveniencia de cualquier otra reunión. Creerle ya no es una opción.
Esconder y omitir entrañan un cierto paternalismo que instala a los ciudadanos en una infancia perpetua. Es poner a media España a chuparse el dedo, para luego encerrarla, de sopetón, en una cuarentena que llegó tarde y mal, al menos si se considera que ya Italia anunciaba lo peor. Pero España no pareció verse reflejada en un espejo que debía de tener empañado.
Más de 300 periodistas reclamaron su derecho a algo tan elemental como la duda
Día tras día, el secretario de Estado de Comunicación, Miguel Ángel Oliver, elige una decena de preguntas de las que envían casi trescientos periodistas durante las ruedas de prensa de los responsables en la gestión de la crisis. Casi siempre son del mismo tipo. El repertorio va desde las interrogantes amables y la recitación de obviedades de medios afines, hasta algunas supuestamente incisivas que añaden para disimular. Las repreguntas no están admitidas.
Esta semana, más de 300 periodistas de distintos medios de comunicación expresaron su malestar por la dinámica de las comparecencias monclovitas. Lo hicieron en un comunicado que llevaba por título La libertad de preguntar, donde reclamaban su derecho a algo tan elemental como la duda. Sus demandas obtuvieron por respuesta un apáñense ustedes, para que fueran los propios periodistas quienes gestionaran el turno de palabra.
Las preguntas de los periodistas suelen resonar en los oídos del público, inoculan la duda y le sacan a los españoles el dedo de la boca. Las preguntas abren paso a la evidencia, a los hechos que hacen tambalear a las medias verdades. Ellas en sí mismas resultan incómodas e impertinentes, inconvenientes incluso, para quienes afrontan el doble trabajo de gestionar una crisis que los sobrepasa y presentarlo luego en una glosa ineficaz de resucitar a ninguno de los 10.000 que ya suma están pandemia.
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