Hablar de poética del color refiriéndonos a Pedro Cano resulta paradójico. Al menos, en lo que respecta a Siete, la exposición que el artista murciano presenta en el centro cultural Casa de Vacas, del Retiro de Madrid, hasta el 22 de octubre. ¿Por qué digo que es contradictorio hablar, antes de color que de poética, al referirme a la obra de Cano? Sencillamente porque son el blanco y el negro quienes entablan la batalla por apoderarse de sus cuadros.
Al recorrer la sala, se impone una consagración de la trastienda, de lo oculto, en las figuras envalentonadas hacía el espectador. Una duda que importa interrogantes buscando ahondar en lo esencial del ser humano. Si me planteo alejarme de la sutileza expresiva respecto a la obra de Pedro Cano, lo resumiré en que interpela. Grosso modo, te seduce trágicamente. Pero, ¿por qué?
La exposición, dividida en siete trípticos, no sigue una narrativa concreta. Cada tridente encarna un concepto. El trabajo, condición sine qua non en la búsqueda de eso que Aristóteles llamaba eudaimonia, siempre y cuando no acarree grandes esfuerzos físicos. Las bicicletas, guiño personal del autor al neorrealismo italiano; a Sica, Visconti y Rossellini. El juego, seguramente el más bello de los inventos humanos, con el que Cano lanza un guiño a Sorolla, pero desde su negrura (sin ser esta sinónimo de tristeza). El interior, visto como el abrazo de una soledad que resulta compañera, y que da calor incluso al cuerpo desnudo de una mujer. La espera, ese intervalo necesario al que cada vez nos es más difícil rendirnos. El salto, interpretado desde sombras opacas que se enfrentan a la cucaña mortal de una gran alambrada, sobre la que se tambalean miles de inmigrantes quienes, huyendo de la miseria, arriesgan con revolcarse en una mayor tras la zancada. Y, por último, el cargo, mejor dicho, la gran carga, la desesperada salvación de un cuerpo inerme de fuerza que atisba una esperanza de sobrevivir, atascado en los hombros solidarios de un héroe dispuesto a anteponer la vida ajena, frente a la propia.
Siete oculta, no obstante, un secreto… su artista. Pedro Cano podría, vista su obra, ser un tipo decantado por lo huraño y lo hosco. Alguien que despacha vibraciones tan densas como el carboncillo de los dibujos dispuestos a modo de entrante en el pasillo que da a la sala, donde se exhibe el plato principal. Pero no. Cano resulta ser un hombre cercano. Parlanchín. Si en algo debemos destacar la densidad, es en el magma firme de su generosidad o en la entrañable pirotecnia de anécdotas e ideas que despacha. Cano es de los que, sin tener por qué, te pregunta ¿cómo te va? ¿Qué es de tu vida? ¿Qué es lo que te inspira? Cosa que, efectivamente, lleva a cabo durante nuestra breve conversación.
Su voz es melindrosa y calmada. Para tener ochenta años, está hecho un pipiolo. Cuando le pregunto por esta exposición, Pedro salta con emoción sosegada: “Han venido ya 30.000 personas a verla. Es una cifra muy considerable y estoy encantado, la verdad. Sobre todo porque no he expuesto mucho en Madrid, y de la última vez hace ya bastantes años”. Porque a Pedro la capital, al menos la española, no lo ha interpelado, siendo hijo adoptivo como es de Italia desde que recibió una beca cuando tenía apenas veinte años.
“Italia me lo ha dado todo. De hecho, ahora mismo se está montando una exposición en la que yo aporto 16 obras sobre Las ciudades Invisibles de Italo Calvino”, Pedro, emocionado, saca el móvil para enseñarme el montaje, que poco tiene que ver con lo que viste las paredes de la sala de exposición madrileña. “Yo siempre pinto con colores, en esta exposición he reunido una obra basada en el blanco y negro, también con intención de que haya cierta armonía. Esto de los trípticos nació hará 6 años en un periodo muy difícil ya que mi hermano estaba muriendo, y de ahí se desprende esa oscuridad. Pero también hay obra muy poética, como pueden ser las bicicletas o el interior”.
'Hoy ya nadie pinta. Nadie sabe pintar. Y usted pinta', le dijo Italo Calvino, admirador de su obra
Efectivamente, la obra de Cano desprende una poética emocional. Un verso hecho pintura en este caso que, insiste, no es igual siempre. Como con esas obras de Calvino, de las que me cuenta su origen. “De casualidad, una noche en una de mis exposiciones en Roma, apareció Calvino. Y yo me quedé extremadamente sorprendido, porque no lo había invitado. Fui a hablar con él y resulta que estaba allí porque la había visto anunciada. Me dijo, ‘es que hoy ya nadie pinta. Nadie sabe pintar. Y usted pinta’. Fue muy emocionante. Luego se mezcló entre el gentío y lo perdí. Y ese año justo murió y yo me iba a Estados Unidos, así que no lo pude ver más. Pero a mi vuelta, vino a verme su viuda, que me compró 4 cuadros porque, según ella, Calvino hablaba mucho de mi obra. Y también me regaló una edición de Las ciudades invisibles, que acabé pintando en su totalidad a petición suya. 16 de las cuales están en la exposición que te he dicho antes”.
Cano parece haber vivido en el centro de la serendipia. Dice dividir su año en tres periodos. Uno en Roma, otro en Murcia y otro viajando, y parece que de cada uno saca lo mejor y las más inusuales compañías. Como cuando cuenta que se atrevió a interpelar a Fellini por la calle una vez. De cara al gran maestro del cine, le pregunto si el padre de La dolce vita lo inspira y, ya de paso, qué más lo hace. “Lo peor es estar vinculado con modas”, me asegura. “Lo importante es la potencia del dibujo, como lo era la potencia de Fellini. Porque, además, si hablamos de referencias pictóricas tengo muchísimas. Pero yo diría que me inspira más la plasticidad del cine. El cine ruso en especial. Como Mijalkov, al que, por cierto, llegué a conocer. También en la pintura del renacimiento me gusta mucho lo que hay debajo de los cuadros. Las pinturas bajo los cuadros. Las sinopias. Un pintor que siempre me ha fascinado es Piero della Francesca. Aunque también adoro la composición de Mondrian. Yo siempre digo que la pintura, desde las Cuevas de Altamira a Pollock, si es buena es buena, da igual el estilo. Lo importante es que sea bella y tenga buena factura”.
Dada su madurez, y vista mi juventud, me decido a interpelar al artista sobre las nuevas generaciones y qué sensación le suscitan. “Por un lado tengo esperanza, sé que hay jóvenes extremadamente válidos. Por otro, un cierto temor. Mira, ayer estuve viendo aquí una proyección de una película documental, y vi a la gente joven incapaz de no sacar el teléfono para conectarse con el exterior. Eran sólo 2 horas. Las nuevas generaciones están perdiendo el don de la atención. Nosotros tenemos aquí un Google en la cabeza y se nos está borrando poco a poco”.
Esquivando, para acabar, con tanta distopía, Pedro Cano me pregunta si conozco la capital italiana. Le digo, lastimosamente, que no, aunque el neorrealismo italiano me alucine y mi película predilecta sea La Gran Belleza. “Oh”, responde risueño y generosamente ansioso. “Tienes que ir… Todavía es una ciudad que no se ha intoxicado del todo con la modernidad. Roma es como una mujer mayor que todavía se siente atractiva. Es maravillosa. Hay que verla”.
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