¿Qué se le puede decir al Messi de 2014 que perdió la final del Mundial a siete minutos de terminar la prórroga?, y ¿a Carlos Sainz padre que su Toyota le dio por pararse a medio kilómetro de la meta? La plata no consuela en el podio, pero estas derrotas son un chiste comparadas con la que vivió el británico Robert Falcon Scott hace poco más de un siglo, cuando vio ondear la bandera noruega al pisar la parte más sur del mundo. “Todas las penalidades, todos los sacrificios, todos los sufrimientos, ¿de qué han servido? Sólo han sido sueños que acaban de desvanecerse”, escribió en su diario el explorador.
Miles de años de humanidad en los que aquel terreno era suelo virgen, y Scott se topaba con una tienda de campaña instalada por Roald Amundsen 34 días antes. Fue un viaje horrible en el que todo lo que puede salir mal salió catastróficamente mal, desde la mala climatología a sus apuestas por caballos frente a los perros de tiro usados por el noruego, o los tractores de gasolina que se congelaron. Pero la derrota en la carrera por el polo iba a ser una minucia con lo que le esperaba inmediatamente después de dar la espalda a la bandera noruega. “Me temo que el viaje de regreso va a ser terriblemente agotador y monótono”, dejó escrito en su diario. Además de duro, el viaje de regreso se cobró la vida de la expedición. Se cree que Scott murió a finales de marzo, el epílogo de la mala suerte es que la tienda en la que los exploradores perdieron la vida estaban a 18 kilómetros del depósito de víveres que les hubiera salvado.
Las exploraciones son un terreno fértil para encumbrar a héroes y señalar perdedores. Su muerte y la prensa inglesa elevaron a Scott al primer grupo, pero otros tantos aventureros han pasado a la historia como auténticos descerebrados. El escritor francés Bruno Léandri recoge en Los fracasados de la aventura (Errata Naturae) una treintena de personajes que lo intentaron y fallaron estrepitosamente. Una historia de aventureros insensatos, pioneros ineptos, naturalistas incautos, exploradores cerriles, navegantes obtusos y pilotos temerarios.
El libro, escrito desde un negrísimo humor y la comprensión hacia estos desgraciados, se divide en cortos capítulos acompañados por geniales ilustraciones de David Sánchez. Las páginas demuestran que la puerta contigua al salón de la fama es la del sanatorio. Los malogrados protagonistas se aventuran en los cuatro elementos. La historia de las expediciones marítimas vuelve a ser una mina para hazañas inconmensurables y desastres estrepitosos.
Con afán evangelizador y no tanto de exploración, el estadounidense John Allen Chau, de 26 años, viajó en 2018 hasta la isla de Sentinel del Norte, en el Pacífico, para cristianizar a una tribu indígena aislada durante siglos y hostil a cualquier visitante. Qué podría salir mal... “¿Será el último bastión de Satán?”, se preguntaba el joven en su diario. A pesar de que los locales le insistieron en la peligrosidad de la misión, Chau pagó 350 dólares a unos pescadores para que le acercaran unos metros de la isla. En el primer intento, el misionero recibió una lluvia de flechas que le hizo regresar al barco, en el segundo , según los pescadores, fue asaeteado y su cuerpo arrastrado hasta la playa.
Mucho más amable y libre de sangre fue el descubrimiento del pecio del Titanic. Al más puro estilo Carlos Sainz, el oceanógrafo Jean-Louis Michel no se pudo colgar la medalla del descubrimiento del barco más famoso del mundo por unos metros. Una expedición franco-estadounidense tenían prevista peinar con un trineo submarino equipado con sónares y cámaras la zona en la que se creía que estaban los restos del transatlántico. La expedición tenía que barrer un cuadrado de una quincena de kilómetros de lado, primero lo haría Michel con la expedición francesa, y luego sería el turno de Robert Ballard, director del Laboratorio de Buceo Profundo del Instituto Oceanográfico Woods Hole de Massachusetts. La "X" del tesoro estaba situada justo al inicio del recorrido planeado, pero el viento, unas corrientes y tormentas hicieron que el barco francés no arrancara exactamente en el lugar inicial y dejó sin rastrear una minúscula porción de tierra en la que reposaba el Titanic, que enseguida fue encontrado por los americanos.
La obra reserva un espacio para científicos de primer nivel que se dejaron literalmente la piel por el avance científico. Desde el arqueólogo José Emperaire que murió sepultado por un deslizamiento de tierras en una excavación en Chile, a la pareja de vulcanólogos franceses Katia y Maurice Krafft que fueron engullidos por la lava del monte Unzen en Japón. Desde la barrera se podrá decir que se arrimaban demasiado al toro, pero esta temeridad dejó escenas y fotografías nunca antes vistas, propias de películas de ciencia ficción.
Si hasta la ciencia ha pecado de incauta, el mundo de la televisión y las redes sociales es el nuevo granero de personajes trágicos. Los Darwin, los galardones que cada año premian la muerte más absurda, llevan varios años clasificando finalistas despeñados por hacerse un selfi o por grabar el último reto viral. A un nivel mucho más profesional, el australiano Steve Irwin dio a conocer de primerísima mano la peligrosidad de, en apariencia, inofensivos peces rayas. Después de horas y horas de metraje peleándose con caimanes para mostrar a cámara los dientes y garras de estas bestias, y después de decenas de salvar decenas de intentos de estrangulamiento por parte de serpientes gigantes, el australiano falleció y quedó registrado en vídeo, por un aguijonazo que una de las rayas le asestó al corazón.
En calidad de afiliado, Vozpópuli obtiene ingresos por las compras que cumplen los requisitos. La inclusión de enlaces no influye en ningún caso en la independencia editorial de este periódico: sus redactores seleccionan y analizan los productos libremente, de acuerdo con su criterio y conocimiento especializado.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación