No hace falta viajar a los espacios futuristas del aeropuerto de Houston. Si hoy en día sufrimos una dolencia un poco larga y complicada que nos obligue a pasar unos días ingresados en un hospital, incluso dentro de una cultura relativamente humanista como la española, una de las cosas que más llamarán la atención y más molestias pueden crear es que en esos laberínticos pasillos puede muy bien no haber literalmente nadie. Ninguna persona de carne y hueso se hará cargo de nuestro cuerpo sensible, de su sufrimiento, su incertidumbre y su enfermedad. Aparte de la amabilidad excepcional de algún personal subalterno, probablemente ningún médico nos acompañará a lo largo del proceso.
Estaremos en manos de la supuesta objetividad de algoritmos inteligentes, pruebas y más pruebas, imágenes y protocolos, mientras somos atendidos por un amplio y cambiante equipo de desconocidos que, amparados en su uniforme y su mascarilla, se ahorran la implicación personal y el calor propio.
Lo cual significa, a poco enrevesado que sea nuestro sufrimiento, que estamos entregados a la nube abstracta de unos datos informáticos cuyo supuesto carácter objetivo solo entiende un experto que no conocemos ni habla una lengua exactamente inteligible. Aparte del debate sobre la inversión en la sanidad pública, la desaparición de la figura del médico es solo uno de los signos de una desaparición humanista más amplia que deja para los íntimos, o unos caros servicios privados, la atención humana.
La masificación tecnológica de la medicina produce un enorme desamparo en los pacientes
No se trata solo de deshumanización, sino también de una voluntad gradual de desrealización. Necesitaríamos una inteligencia muy primaria para desentrañar esta gigantesca operación de desarraigo. No solo del lugar de origen, sino desarraigo también de cualquier posible alma natal en unos cuerpos cada día más "hechizados", como en tránsito hacia un limbo ingrávido. En eso estamos, en un exilio cada vez más integrado en las interioridades. La masificación tecnológica de la medicina produce un enorme desamparo en los pacientes. Igual que la agricultura intensiva, produce también el abandono digitalizado de los campos, una soledad antropológica asimismo intensiva. Una primavera silenciosa sigue necesariamente al hiperactivo invierno tardo-industrial.
Y eso parece ser exactamente lo que se quiere, que en nuestros escenarios de bienestar diseñado no pueda ocurrir nada ni haya nadie. De ahí que entendamos el acontecimiento del encuentro, o bien como un espectáculo, o bien como un accidente fatal. Y también que el género de terror, bajo la ilusión de una nube de cobertura, gane cada día más adeptos. Prometiendo quizá que aún podría ocurrir algo entre nosotros, al menos funesto.
Traspasada por una voluntad de control numérico, nuestra cultura actual parecer odiar a la humanidad en lo que esta tiene de atrasada, de rostro, de una exterioridad terrenal no susceptible de control ni de seguridad. Vivir es sentir un universo en el cuerpo, una sensación de fortaleza, cansancio, temor, rutina o energía que incluye a muchos otros. Un ciudadano al que se le ha prohibido implícitamente cualquier certeza sensible sobre su corporalidad, está a la vez exiliado del alma común.
Esta es la paradoja. Para que el bienestar funcione, un ideal laico en el que hoy hemos depositado el ansia de salvación de las anteriores religiones, es preciso cerrar todas las salidas naturales, convirtiendo la vida carnal del individuo en un campo minado de riesgos. La alta definición de la imagen y lo numérico se corresponde con la baja definición de lo primario, una presencia real en la cual podíamos sentir la forma de ser del otro.
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