Cultura

Pinochet, Larraín y la paradoja de los pijos progresistas

La película ‘El conde’, de tono sarcástico, encierra intrincados conflictos de clase

Es complicado aburrirse viendo El conde, la ficción vampírica sobre Pinochet que Netflix estrenó hace unos días. No triunfa solo por su adictiva estética en blanco y negro, ni por su excelente elenco de actores, sino porque está dirigida por el chileno Pablo Larraín, uno de los cineastas más talentosos de nuestra época. La trama dibuja a la familia Pinochet después de la muerte del general, peleando como ratas por el dinero y el estatus perdido, mientras el patriarca y el mayordomo se centran en conflictos vitales de largo alcance, que por algo son vampiros (y, por tanto, inmortales). A pesar de que ciertos recursos puedan parecer demasiado poéticos, con riesgo de que algunos espectadores desconecten, se puede decir que la película funciona y a ratos fascina (recibió el premio de mejor guión en el Festival de Venecia).

Larraín no es un cineasta insistente con los mensajes que quiere colocar, pero en este caso -y con su estilo sutil- hay dos posturas que quedan claras. La primera es que ha tratado de dinamitar la figura de Pinochet de la manera que creía más eficaz: le presenta como un ladrón además de como a un carnicero militar. Puede haber cierto honor en liquidar a miles de comunistas en los años setenta, para salvar a la patria de aquel sistema político, al menos a los ojos de ciertos compatriotas; lo que cuesta perdonar es el saqueo del país para obtener beneficio personal.

La segunda sensación que transmite El conde es que el pinochetismo sobrevive, en parte, por la ausencia de una condena judicial que pusiese negro sobre blanco la responsabilidad del dictador, lo que situó al personaje en una especie de purgatorio moral. Solo ahora están llegando algunas islas de certeza, como las sentencias por el asesinato de Víctor Jara, que tardaron medio siglo en producirse.

En realidad, lo más interesante de esta cinta no tiene que ver solo con el contenido, sino con los debates mantenidos a posteriori. Por ejemplo, cuando un periodista del diario británico The Guardian pidió explicaciones a Larraín en el festival de Venecia por la filiación política de sus padres: uno llegó a presidente de la derechista Unión Demócrata Independiente, mientras otra sirvió en el gobierno del millonario derechista Sebastián Piñera. “Crecí en una familia de clase dominante, así que nunca estuve en riesgoPara mí la vida era fácil”, admite ante el periodista Xan Brooks. No era la primera vez que la prensa cuestionaba a Larraín por su origen social, ya que tres años antes lo había hecho el periodista Simon Willis en un duro perfil para la revista 1843, que publica la prestigiosa cabecera The Economist.

Pinochet y sus cuestionadores

Por un lado, se esta señalando un fenómeno curioso: los hijos de las élites derechistas, desde la comodidad de sus privilegios, son luego los más severos al juzgar el legado histórico de la generación de sus padres. No es algo exclusivo de Larraín: la exitosa película Argentina 85 recoge cómo el fiscal Strassera es acusado por un joven abogado de su propio equipo de haberse mantenido pasivo durante los años de la dictadura militar. Ahí también se ve la paradoja, ya que el acusador (como todo el equipo legal de Strassera) son hijos de las clases altas de Buenos Aires, socialmente cercanas a la junta. ¿Son estos cachorros una especie de héroes morales o personas que contribuyen a un proceso de purificación de las élites para permitir que las mismas familias sigan siempre ahí arriba? Larraín también deja ver su incomodidad con que estos cuestionamientos vengan de periodistas anglo, cuyos países han tenido papeles destacados en la colonización de su país. En El conde aparece una arrogante Margaret Thatcher hablando de los chilenos de manera despectiva, como un simple "país de campesinos".

La película de Larraín plantea problemas estimulantes dentro y fuera de la pantalla

Una situación parecida se vive en España con en el posfranquismo: el grupo Prisa, referente del campo progresista, nace en las entrañas de la dictadura para luego, poco a poco, conseguir legitimarse ante la opinión pública y mutar en inflexible cabecera antifranquista. El resultado es que algunos de sus directivos han disfrutado, sin arriesgarse ni despeinarse, de una posición privilegiada en ambas épocas. Lo mismo ocurre con el independentismo catalán, cuyos jóvenes líderes se presentan como feroces antifascistas cuando muchos de sus abuelos eran alcaldes catalanes en época de Franco (y el patrimonio que acumularon financia su privilegiada formación académica y su estabilidad económica). La capacidad de adaptación de las élites es bien conocida. En El conde, por ejemplo, se retrata duramente a los herederos de Pinochet por su incapacidad para trabajar, como diciendo que el problema no es su privilegio sino su falta de aportaciones al nuevo Chile (en contraste con los hijos de las élites que se reciclan en progresistas, por ejemplo Larraín). ¿Cuánto hay de simple ajuste de cuentas con los tuyos?

Larraín es un artista de primera división, así que muchas respuestas a este dilema pueden encontrarse en sus películas anteriores. Por ejemplo, en Neruda, donde perfila con claroscursos al poeta nacional de Chile. Una de las escenas más potentes se sitúa en la mansión del artista, cuando está relajado y conversa con una de sus criadas. Mostrando la alarmante ingenuidad de algunas personas sin formación, la chica plantea a su jefe una duda sobre el comunismo: “Señor, cuando triunfé la revolución y seamos iguales, ¿viviremos todos como usted o como yo?”

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