Cultura

Podemos (no) ha muerto: hay que enterrarlo

Podemos nunca se ha entendido con el pueblo y su rencor hacia el mismo nos ha regalado momentos antológicos que pronosticaban su irremediable debacle

En Doli, doli, doli, documental que narra la huelga de hambre y el encierro masivo de trabajadoras en la fábrica de conservas ODOSA (A Illa de Arousa, Pontevedra) en 1989, dos mujeres rememoran, veinte años después, como sus compañeras Chelito y Rosalía murieron intoxicadas al entrar a limpiar un depósito de aceite. Tensionando los ojos, casi como si quisiese calcinar las pupilas que registraron aquel episodio, una de ellas relata como dio su pañoleta al médico para que este le limpiara las bocas manchadas de fuel a las difuntas, y cómo al enterarse, el capataz la increpó preguntándole sarcásticamente que por qué no le había dado las bragas. En otra secuencia grabada con cámara casera durante el encierro, una empleada de mediana edad denuncia que lleva toda la vida trabajando en negro sin saberlo, sin derecho a permiso de maternidad ni a bajas, y que compañeras suyas de más edad se quedarán en la calle sin retribución ni pensión al no haber cotizado nunca. Esta misma mujer, enfurecida, asegura que los propietarios de la fábrica “se llevaron todo el dinero” y que sus hijos “estudiaron a cuenta de nuestro sudor, tienen carreras gracias a nuestro sudor, [al tenernos] encerradas aquí desde que somos unas muchachas hasta que nos hacemos viejas”. En otra muestra de rabia una trabajadora denuncia que en la fábrica “a quien se maltrata es a nosotras, nunca se maltrata a los hombres”, y que les prohíben incluso ir a mear, mientras que otra compañera relata que las trabajadoras de la conserva no solo están teniendo problemas con la empresa, sino con sus maridos que le piden que dejen por momentos la huelga para volver a casa a limpiar, cocinar y cuidar a los niños. 

Escenas de revolución obrera y feminista como estas forman parte de las innúmeras huelgas de trabajadores y manifestaciones populares que tuvieron lugar en los años ochenta en España para intentar paliar los destructivos efectos de la reconversión industrial que ocasionó nuestro glorioso ingreso en la Unión Europea. Hay que tener claro, por eso, que si estamos ahora celebrando los funerales de Podemos es porque sus líderes han cancelado a sabiendas este plebeyo pasado de politización y organización ciudadana, sustituyéndolo por reclamaciones como el derecho a llegar solas y borrachas a casa, y llegando a creer, en su elitista adolescencia, que han sido los primeros españoles en experimentar orgasmos y en tener conciencia política.

El origen de esta catástrofe antropológica e ideológica está en el 15M y en su apuesta por sustituir reclamaciones políticas concretas por la indignación general para que esta acabase siendo capitalizada por chacales del statu quo disfrazados de ovejas. El 15-M supuso la imposición de la antipolítica identitaria (“lo que yo siento, aquello que me indigna ahora”) sobre cualquier realidad objetiva de desigualdad o expolio ciudadano. Inspirado en Nunca Máis, el 15-M ha sido el mayor timo que el llamado Régimen del 78 ha servido en bandeja a la ciudadanía, un instrumento que ha cumplido con éxito la doble función de asegurar durante una década la paz social, haciendo creer a las mayorías que se estaban rebelando contra el establishment y consiguiendo que el poder siguiese en las mismas casas justo cuando este se veía amenazado. 

En otras palabras, Podemos no solo ha atentado sistemáticamente contra la memoria reciente y la sabiduría política de la mayoría trabajadora de este país, sino que se ha constituido como una plataforma reaccionaria que ha intentado impedir a los hijos de esas clases bajas el acceso a la política justo cuando estos podían legitimarse meritocráticamente mediante una democratización de la educación superior en gran parte exitosa. Los integrantes más destacados de Podemos, incluyendo escisiones o desertores tardíos al estilo de Ramón Espinar (quien obtuvo como estudiante anticapitalista un piso de protección oficial y lo vendió a los dos meses ganando 30.000 €) no provienen de los sectores más desfavorecidos de nuestro país, tampoco de las clases medias, sino de las élites políticas, instaladas por sus eximias posiciones en Madrid. (En su día expliqué la endogámica naturaleza de estas sagas que incluyen a los Savater, Escolar, Gabilondo o Pardo de Vera en un texto que me fue casi imposible publicar por señalar que en un país de 47 millones de habitantes el poder político y mediático tenía que ser más democrático).

El 15 M supuso la imposición de la antipolítica identitaria sobre cualquier realidad objetiva de desigualdad o expolio ciudadano.

¿Ha muerto Podemos? Sería más exacto decir que, criogenizándose, ha pasado a mejor vida una vez que ha conseguido aquello que ansiaba: esto es, confundir a la población al haberse dividido en facciones y posiciones independientes para naturalizar por medio de la falsa meritocracia de la política (“hemos llegado a diputados”, dirán, “nos lo hemos currado”) la ocupación de por vida de posiciones de poder en todos los ámbitos privilegiados de la sociedad. Más que un muerto, Podemos, que no son sus afiliados, sino sus dirigentes nacionales presentes y pasados, es un conjunto de zombis que aspiran a seguir gobernándonos durante cuarenta años desde los frentes más políticos de la sociedad, es decir, aquellos que no requieren de las urnas pero sí del permiso de los poderosos para ocuparlos por “méritos propios”. Es muy posible que aquellos cuerpos que han sido utilizados como munición y que no tienen el origen dorado que debieran (“Pam” o, incluso, Montero, la hija del mozo de mudanzas que en el Madrid maoísta liberal de Esperanza Aguirre hizo una fortuna) caigan en el olvido y acaben maldiciendo a sus compañeros, pero los Errejón, Verstrynge, Iglesias o Bustinduy seguirán siendo nuestros amos. 

No se trata de que no exista una “ley de hierro de las oligarquías” ni de que las élites del apellido desaparezcan, sino de que la deriva aristocrática de la izquierda (la derecha es mucho más ética, pues sus hijos suelen aprovecharse del privilegio explotando de manera más real el mérito) ha institucionalizado la plebefobia mediante políticas que se asientan únicamente en un mecanismo punitivista social que ha convertido a la población no privilegiada en delincuente, y que tacha a todo escribano que no tenga origen privilegiado de rojipardo, neorrancio o fascista.

Pablo Iglesias y el alma antipopular de Podemos

La historia de Podemos es tan triste como su nombre (una traducción literal del Yes, we can de Obama utilizada para introducir entre nosotros el cáncer de la antipolítica identitaria americana) y el de su eterno y empalagoso líder. Es importante señalar lo obvio: Pablo Iglesias no ha surgido de las calles sino de los testículos y ovarios de su padre y madre, quienes tras los protocolos del fornicio correspondiente decidieron que su hijo estaba destinado a inaugurar una era política al otorgarle un nombre que hiciese coincidir su identidad con la del histórico fundador del PSOE. No es un asunto baladí, pues es más probable ser agraciado dos días seguidos con el Euromillón a que le pongas un nombre así a tu inocente retoño y que este se convierta en aquello que has deseado. Es aún más complicado cuando tu querido hijo -esto es, Pablo Iglesias - carece, contra lo que ha asegurado el rebaño mediático, de instinto político y no parece interesado en tener mayor formación que la de cuatro lecturas de teoría política y algunas series de televisión. Cualquier ciudadano que gozase de su posición de mando se habría equivocado menos y mejor.

En tanto que productos prefabricados por las élites progresoides del régimen del 78, Iglesias y sus secuaces han sido perjudicados por la burbuja de cristal en la que se han criado, que los ha llevado a creer que las mayorías sociales españolas son las que aparecen retratadas en Sálvame. Sin comprender nada de ironías ni dobles sentidos, la élite de Podemos se ha puesto así a escenificar una farsa antisistema sin conocer a su “pueblo”. ¿Cómo entender, si no, que Pablo Iglesias presumiese en sus inicios políticos en una entrevista con Ana Rosa Quintana de venir de la clase baja por tener un piso (¡¡¡heredado!!!) en Vallecas? ¿Cómo interpretar que haya pedido una macro-hipoteca junto a su consorte sin haber llegado ninguno de los dos, según su propio relato, a mileuristas y disponiendo únicamente de sueldos temporales en el Congreso? ¿Pensaron quizás que su alto poder adquisitivo de ministra y vicepresidente se mantendría una vez que hubiesen dejado la política por arte mágico y ocultista de alguna gran puerta giratoria?

Podemos nunca se ha entendido con el pueblo y su rencor hacia el mismo nos ha regalado momentos antológicos que pronosticaban su irremediable debacle. Recordemos, por ejemplo, el ataque racista que Pablo Iglesias infligió a las clases trabajadoras cuando decidió poner como su número dos en la Comunidad de Madrid (es decir, como sustituto, en su escala de valores, de lo femenino y follable con provecho político) a Serigne Mbayé, portavoz del sindicato de manteros con el cual pretendía disciplinar (y enfrentar) a los habitantes de los barrios más pobres de Madrid. Quizás herido por la apatía plebeya, Iglesias siempre intentó hacerse con el cariño popular, aunque no encontró más que ataques como el de “rata chepuda”, que sobredimensionó para convertirse en el niño mimado de unas abuelas engañadas que también lo acabaron rechazando. Solo esta necesidad de calor de la plebe puede explicar que, imitando a la Lola Flores que le pedía una pesetita a cada español para pagar sus deudas a Hacienda, Iglesias haya solicitado recientemente que los ciudadanos de a pie nos rasquemos el bolsillo y le hagamos un donativo para que él pueda dirigir una televisión “libre de fascismos”.

Podemos parece haber muerto, y si es así, deberíamos enterrarlo cristianamente para que no resurja con afán diabólico entre nosotros. El peligro que su fantasma representa es enorme, pues los principales dirigentes de Podemos, insertos en una tradición nacional de ministros que más que políticos fueron homologadores de la realidad española a los intereses extranjeros, no solo se situaron en la vanguardia absoluta de esta tradición llamada hoy en día Agenda 2030, sino que han osado ser la primera fuerza política que ha calificado de bárbaro al pueblo y ha propuesto múltiples técnicas para su acoso y disciplinamiento. En un sentido muy similar a la “izquierda Santiago Carrillo y cierra España” de Yolanda Diaz, de la que nos ocuparemos en un próximo artículo, Podemos no ha recogido el desencanto ciudadano ante los nuevos procesos de expropiación a manos del capitalismo digital, sanitario o verde, sino que lo ha incrementado de manera pirómana y se lo ha entregado a ese partido literalmente monstruoso, escindido entre falangistas, paleoliberales y portavoces de Cristo Rey, llamado Vox.

Que descansen en paz, aunque sigan, más que probablemente, jodiéndonos la vida.

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