La oleada políticamente correcta que pide retirar la mascota de los Conguitos tiene más implicaciones de lo que parece. Sobre todo, porque se sabe dónde se comienza pero nunca dónde puede terminar. Hace semanas que la cosa se ha ido de las manos en Estados Unidos, hasta el punto de que la revista digital progresista The Atlantic publicó un artículo vinculando el juguete Mi Pequeño Pony con la subcultura neonazi del país. Se refieren a que en foros de debate digital hay seguidores que dibujan a los caballitos en el contexto de fantasías racistas. ¿Cambia esto en algo el placer de los millones de críos que han crecido felices peinando a estos caballitos? Solo en las mentes más retorcidas de la izquierda cultural anglosajona.
El polemista de derechas Jim Goad se divertía estos días planteando sus típicas preguntas extremas: ¿deberían de renunciar a su nombre el grupo The White Stripes, autores del célebre Seven Nation Army, para pasar a llamarse The Stripes? ¿Están obligados a los Beatles a pedir perdón por su álbum blanco y rebautizarlo como “álbum”? Al fin y al cabo, fueron algunas de sus letras las que inspiraron a Charles Manson sus teoría de que se acercaba una guerra racial en Estados Unidos en la que los blancos deberían defenderse, inspirando los asesinatos de agosto de 1969, donde una de las víctimas fue la actriz Sharon Tate. Evidentemente, Goad fuerza mucho las comparaciones, hasta el punto de mezclar conflictos diversos, pero acierta al señalar que los productos culturales no pueden ser automáticamente responsables de ningún delito que cometan las personas. Siempre hay que justificarlo.
La mascota de los Conguitos entronca con los 'minstrel shows', la tradición de teatro popular del XIX cuyo personaje Jim Crow sirvió para bautizar una legislación racista
El caso de Los Conguitos tiene fuertes raíces históricas, políticas y culturales. El arquetipo de un negro sonriente, semidesnudo y simplón enlaza con la tradición de los 'minstrel shows', teatro popular estadounidense que tuvo su apogeo en la segunda mitad del siglo XIX, donde los blancos parodiaban a los negros con extrema condescendencia (y donde los actores negros eran obligados a seguir esas mismas pautas racistas). De hecho, las leyes racistas Jim Crow del periodo de la Reconstrucción - entre 1876 y 1965- toman su nombre de un popular número de 'minstrel'. Esos estereotipos eran luego usados en la vida cotidiana para denigrar a los afroamericanos.
Sufrimiento infantil
En un eco cultural tardío de este tipo de prácticas, muchos niños de piel negra fueron humillados en los patios de colegios españoles mientras sus acosadores cantaban letras de anuncios comerciales. “A todos los peques de mi época nos han hecho la vida imposible llamándonos conguito o cantando la canción del Cola Cao. Me sorprende que en 1995 unos críos ya vieran lo burlesco en esos productos pero los adultos no se planteen ni reflexionarlo en 2020”, respondía en Twitter la actriz Asaari Bilang. “¿Inocentes caramelos? ¿Sabes cuántas veces acabe llorando por qué me decían que tenía que ir desnuda o en taparrabos como los putos conguitos? Los conguitos y la canción del Cola-Cao me amargaron la puta infancia”, aportaba la modelo Sofía Remi. A otros niños les discriminaron por ser gordos, llevar gafas o ser amanerados, pero la discriminación racial es algo sistemático y socialmente totalizador en su funcionamiento (además de que se puede sumar a las otras tres discriminaciones mencionadas).
Una de las distorsiones del debate es que la izquierda tuitera española, un colectivo que pocos soportan, está encantada con el carrusel de causas que les permiten exhibir su grandeza moral.
Lo peor de la polémica de Los Conguitos ha sido la respuesta de Lacasa, empresa productora, que se niega a retirar la emblemática mascota por su “carácter simpático”. Cualquiera que se haya interesado por los mecanismos del racismo cultural sabe que la simpatía de las representaciones no excluye de la discriminación. “En España, los africanos eran como muñecos. Estaba Antonio Machín, el boxeador Legrá y un futbolista del Atlético de Madrid. Se podían contar con los dedos de una mano. Se les presentaba de forma caricaturesca: fanfarrones, excéntricos, pertenecientes al mundo del espectáculo. La minoría étnica oficial son los gitanos y con ellos nos relacionamos de la misma manera”, lamenta el prestigioso artista gráfico Rogelio López Cuenca en 2016, cuando presentaba su exposición “Los bárbaros”. La simpatía, precisamente, puede ser un mecanismo perverso de condescendencia, por ejemplo esas series y películas habituales desde el franquismo donde los gitanos son personajes de toscos y previsibles, que para ser felices solo necesitan una guitarra y un rayo de sol. Por supuesto, Vox también ha participado en la polémica, con Monasterio y Espinosa de los Monteros han compartido fotos comiendo conguitos, aunque Bertrand Ndongo ha preferido reírse de las pretensiones "multiculti" de la marca recordando la variedad Conguitos Mix, que mezcla bolitas negras, blancas y marrones.
Conquitos multiraciales???? pic.twitter.com/1WEs3BDKrD
— Bertrand Ndongo (@bertrandmyd) June 27, 2020
Una de las distorsiones del debate es que la izquierda tuitera española, un colectivo que pocos soportan, está encantada con el carrusel de causas que les permiten exhibir su grandeza moral. Algunas temporadas es el feminismo, otras el cambio climático y en los últimos meses el racismo, tras el caso de violencia policial sobre George Floyd. El activismo digital de muchos no tiene que ver con el rechazo a la injusticia, sino con una especie del excitación política narcisista, la que hizo que el ensayista Juan Soto Ivars les bautizase como como “pajilleros de la indignación”. Desde la propia izquierda, el artista Putochinomaricón también retrata estas actitudes en su himno “Tú no eres activista”. Ojo al chispeante estribillo: “Tú no eres activista/ Solo sabes compartir/ En tu muro mil noticias/ que ni siquiera les diste clic”. Poco que añadir. Lo contrario del egoísmo no es el altruismo, sino el compromiso, pero la furia digital cotidiana no se traduce casi nunca en implicaciones a largo plazo para terminar con tal o cual injusticia.
Racismo pop no atendido
Hablando de racismo cultural, fueron muchos de estos “pajilleros de la indignación”, apoyados por la web ‘progre’ Huffington Post, quienes intentaron presionar a alcaldes y directivos de televisión para el boicot al artista colombiano Maluma, presuntamente por sus letras machistas. En realidad, demostraron una moral victoriana, preñada de racismo cultural, que se escandaliza ante las letras sexualmente explícitas de la música popular latina. Lo mismo puede decirse de que Pedro Sánchez propusiese como director de RTVE a Tomás Fernando Flores, conocido por la censura explícita e implícita de estilos negros como el hip-hop y el reguetón durante su mandato en Radio 3. Sería muy útil un estudio sociológico sobre cómo tratan los “pajilleros de la indignación” a negros, mujeres y pobres en su vida cotidiana. Es muy fácil poner un tuit incendiario, que no exige sacrificios en el mundo real. La furia digital contrasta con la debilidad de los movimientos sociales contra la discriminación. Por ejemplo: la mascota de Los Conguitos ha cosechado más rechazo en la izquierda digital que el hecho de que la extrema derecha alemana felicita al ministro Marlaska por la dureza de sus políticas migratorias.
Esta semana tuve dos conversaciones reveladoras respecto a este problema. Una fue con un politólogo de treinta años, inequívocamente de izquierda, que ha pasado por los campus de Estados Unidos. “Después de vivirlo de cerca, no me cabe duda de que dominar el manejo de los pronombres correctos para la comunidad trans es un símbolo de distinción equivalente a usar de manera correcta los dieciocho cubiertos de un restaurante de lujo. Además, tampoco es activismo en el entido estricto: si no entiendes algo del trato políticamente correcto a las personas trasnsexuales, son capaces de contestarte que no les corresponde a ellos cargar con el trabajo emocional de explicártelo”, lamentaba. También recuerdo una charla donde el periodista Guillermo Martínez me contó su sorpresa durante una estancia en Princenton, donde un profesor cordial le había llevado aparte y explicado los protocolos políticamente correctos a los que debería ceñirse sin quería evitar problemas en la universidad. "No sé si llamarlo fascismo, pero no vi mucho margen para libertad de expresión", recordaba.
La otra charla interesante fue con una joven camarera de mi barrio, a propósito de la reciente polémica sobre si es discriminatorio servir inconscientemente las bebidas alcohólicas a los hombres y los refrescos a las mujeres. “Mira, son muy pesados con estas cosas: yo ya tiro por la solución práctica de dejar las bebidas en el centro de la mesa y que ellos se las repartan”, me explicaba. No es lo mismo que las élites blancas organicen escenas culturales como los 'minstrels' que sentir que los empleados a tu servicio te estan discriminando. Al final, el activismo ‘chachi’ es cargar a los camareras explotadas con el trabajo extra de memorizar los pedidos de cada cliente individual en doce mesas, para evitar que se ofenda una académica de Pozuelo que ha pedido Mahou en vez de Fanta Limón. Muchas veces este tipo de reivindicaciones tienen más que ver con exhibir refinamiento cultural que con el sufrimiento de personas oprimidas.
Estoy tomando algo con mi pareja en una terraza de Valladolid. Hemos pedido una caña y un zumo de melocotón. Adivinad quién ha pedido la caña y a quién se la han puesto. Pequeñas diferencias. pic.twitter.com/Ms1cko3gm7
— Laura Álvarez (@LauraAlvarezz98) June 23, 2020
Responsabilidad corporativa
Lo mismo podemos decir de las empresas. Esta claro que tienen la obligación moral de evitar el racismo en sus campañas, pero la avalancha de adhesiones a Black Lives Matter suena muchas veces a mecanismo compensatorio para lavar actitudes racistas del pasado, que no están dispuestos a reconocer. Nutrexpa renuncia a la expresión "negrito" en la canción del Cola Cao pero en fecha tan reciente como 1998 invirtió mucho dinero en un anuncio para actualizarla donde la cantaban Rivaldo, Denilson y Roberto Carlos. L'Oréal anuncia que no incluirá la palabra “blanqueamiento” en sus productos, pero sigue negando la evidencia de que en 2008 blanqueaba la piel de Beyoncé en sus campañas para crear a las mujeres negras la falsa sensación de que debían tener la piel clara para resultar atractivas.
¿Conclusión de la polémica? Se puede estar en de acuerdo con revisar las actitudes racistas de personas y empresas y al mismo tiempo rechazar el postureo de las turbas linchadoras digitales, casi siempre blancas universitarias. Tampoco viene mal recordar que las estrellas negras siempre han sido capaces de dar respuestas potentes y articuladas al racismo cultural. Basta pensar en la tradición que representan James Brown, Fela Kuti, Miles Davis, Public Enemy, Spike Lee, Chimamanda Gnozi Adichie y Dave Chapelle, por citar unos pocos. En el caso español, cabe mencionar “Humor negro”, donde el rapero Frank T responde con contundencia al humor racista que ha sufrido en carne propia. Si dedican unos minutos a escucharla, rebrotarán en sus cabezas algunos de los chistes con los que muchos crecimos y que, por fortuna, han ido cayendo en desuso. El caso es que el racismo sigue siendo un problema social demasiado importante para dejarlo en manos de los devotos -o pajilleros- de la indignación digital.
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