Las fuerzas contraterroristas de Estados Unidos son superhombres solidarios según las películas y, en efecto, han logrado grandes hazañas en la vida real: dieron caza y muerte a Bin Laden y, hace solamente dos semanas también lo hicieron con el califa del Estado Islámico, que había heredado de Bin Laden el puesto de enemigo número uno de la civilización. Detrás de esta arma letal del poder norteamericano está el coronel Charles Beckwith, un gran soldado que sin embargo ha pasado a la historia por un gran desastre. Él fue quien organizó el rescate de los rehenes de la embajada americana en Teherán, de cuyo asalto por los estudiantes isamistas se cumplen ahora 40 años. Su fracaso le costó la presidencia a Jimmy Carter.
Charlie Beckwith (1929-1994) quiso ser un soldado de elite desde el principio de su carrera militar. Comenzó como oficial de paracaidistas y en 1960, en los albores de la Guerra de Vietnam, se incorporó a las fuerzas especiales americanas que operaban en el Sudeste Asiático. En 1962 consiguió algo poco corriente, que lo traspasaran al ejército británico que combatía a la insurgencia comunista en Malasia, un conflicto similar, pero menos importante y conocido, que el de Vietnam, y con un final distinto, porque los comunistas fueron derrotados.
Los ingleses debieron ver algo en aquel tipo grandote con acento sureño (nació en Atlanta), que de joven dudó entre hacerse jugador profesional rugby o militar, y le dieron un mando en el SAS, la elite de la fuerzas británicas, la quintaesencia de la guerra no convencional. En el SAS –un regimiento que opera en grupos de cuatro hombres, autosuficientes para sobrevivir en cualquier medio- Beckwith se sintió como pez en el agua, encontró allí algo que no había en el ejército americano, el concepto moderno de asymmetrical warfare, el arte de la guerra asimétrica, la doctrina para enfrentarse a enemigos desconocidos u ocultos como guerrilleros y terroristas.
Pero en la selva de Malasia había enemigos peores que la guerrilla: enfermedades terribles frente a las que no tiene defensas el hombre blanco. Charlie contrajo la leptospirosis, una especie de ictericia de una virulencia tan fuerte que los médicos le dieron por muerto. Y si por un milagro no muriese, le quedarían terribles secuelas, tendría graves afecciones renales y hepáticas de por vida.
En uno de esos encuentros le alcanzó una bala de ametralladora de grueso calibre que le causó una herida mortal de necesidad
Ni una cosa, ni otra. Charlie sobrevivió a la leptospirosis y al poco tiempo estaba combatiendo de nuevo en Vietnam en un puesto de máximo riesgo y exigencia física, los boinas verdes. Desde su regreso al ejército americano comenzó a reclamar la creación de algo equivalente al SAS británico, pero no le hicieron caso. Sin embargo, como jefe de los boinas verdes introdujo nuevos conceptos en el entrenamiento y organización del cuerpo que lo revolucionaron, haciéndolo más eficaz. Todo esto a la vez que intervenía en el combate al frente de sus hombres.
En uno de esos encuentros le alcanzó una bala de ametralladora de grueso calibre que le causó una herida mortal de necesidad. Los sanitarios que lo recogieron en el campo de batalla le pusieron la etiqueta de “caso perdido”, que implica ser el último en ser atendido. Los médicos lo habían vuelto a matar, pero él tampoco estuvo de acuerdo. Dos años después, en 1968, en el punto álgido de la Guerra de Vietnam, volvió al frente para mandar un batallón de paracaidistas.
La Delta Force
En los 70 algo cambió en el mundo. La Resistencia Palestina que combatía a Israel llevó su lucha al escenario internacional: comenzaron los secuestros de aviones y se produjo el secuestro múltiple de la olimpiada de Múnich, que terminó en un baño de sangre de israelíes y palestinos. El Gobierno de Washington reconoció entonces la necesidad de crear lo que reclamaba Beckwith, un SAS americano, un cuerpo especializado en enfrentarse a terroristas y secuestradores. Le dieron carta blanca a Charlie que en 1977 creó la Delta Force, bautizándola con el nombre de su antigua fraternidad universitaria, aunque inevitablemente la llamaron “los Ángeles de Charlie”.
En noviembre de 1979 se produjo el asalto de la embajada americana en Teherán por los “Discípulos del Imán”, los estudiantes islamistas que capturaron a 53 rehenes. Tras unos meses de indecisiones, el presidente Jimmy Carter, que era un pacifista convencido, se vio obligado a recurrir a la fuerza. Había que liberar a los americanos cautivos en una operación de comandos, y naturalmente se lo encargaron a Charlie Beckwith. Era el hombre indicado para realizar una misión de esa naturaleza, pero no para planearla, porque era un magnífico comandante en el campo de batalla y un buen organizador, pero no un estratega.
Cualquier militar de Estado mayor sabe que cuanto más compleja es una operación, cuantos más elementos intervienen, más posibilidades hay de que fracase. La operación de Beckwith, llamada en clave “Garras de Águila”, parecía buscar precisamente la complicación, intervenían el ejército, la marina, la aviación y los marines, Turquía, Israel, Egipto, Omán y Bahrein. Nada más que el plan para llegar a Teherán era ya un dislate, los deltas tenían que viajar primero en aviones Hércules hasta un lugar del desierto iraní a 300 kilómetros de Teherán, luego en helicóptero hasta 100 kilómetros de la capital, y finalmente en camiones que tenían que conseguir cuatro agentes americanos recién llegados a Irán como turistas europeos. Tres medios de transporte distintos supone tres veces más ocasiones de accidente.
Abandonados en el desierto para que fuesen pasto de la propaganda iraní quedaron seis helicópteros, un avión y, lo que es peor, ocho cadáveres de americanos, traicionando el principio de las fuerzas de elite
Para hacer más difícil la operación, los americanos no tenían ni un espía en Irán, la única fuente de información de Beckwith era ver todos los días la televisión iraní. Todo fue mal desde el principio: la base en el desierto resultó ser un sitio de paso donde llegaban continuamente civiles, tres de los ocho helicópteros se averiaron porque no se había tenido en cuenta el factor polvo, que en un desierto de Oriente Medio es letal para los rotores. Jimmy Carter dio orden de abortar la operación, y en el momento de despegar chocaron un helicóptero y un avión.
Abandonados en el desierto para que fuesen pasto de la propaganda iraní quedaron seis helicópteros, un avión y, lo que es peor, ocho cadáveres de americanos, traicionando el principio de las fuerzas de elite, no abandonar jamás los cadáveres de los compañeros. Tan humillante fracaso le costó la presidencia a Jimmy Carter y la carrera militar a Beckwith.
El hombre que había creado la herramienta antiterrorista de Estados Unidos, esa capaz de matar a Bin Laden y al jefe del Estado Islámico, deprimido por su fracaso, presentó la baja en el ejército. Charlie Beckwith, quizá el mejor soldado americano desde la II Guerra Mundial, no pudo llegar a general. Apareció una mañana muerto en su cama. La policía dijo que había fallecido por causas naturales, pero solamente tenía 65 años. Claro que ya debería haber muerto anteriormente por dos veces.
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