Si la ficción debe acompañar a la buena ciudadanía, sin dañar sus convicciones y sirviendo un suplemento de emociones envasadas, esto no es ficción. Ha sido vivido y desde su aspereza rehace la vida, pero sólo después de amenazarla. Clarea en el exterior, un día más. Con un incesante debate moral que no juzga, Gómez-Zurdo nos adentra en una selva tras otra, allí donde no hay sombra sin signo ni bendición sin tiniebla. "Esto es lo que me distrae y me perturba finalmente, que no siento nada, que obedezco a una voz extinguida". Entramos entonces en una tristeza cargada con esa dignidad que tiene un espesor que respira, sin librarse de nada ni dejarlo fuera. Arnaldo Elías vive en cada momento el horror y la gracia, en medio de una galería de ecos que giran. Hay algo del incesante monólogo interior de Joyce y Rulfo, difícil, tortuoso, pero preciso y con consistencia real. La jungla vegetal se enlaza con la de los cuerpos y las palabras. Arnaldo tiene dentro algo así como el cuerpo de Cristo, donde todo se junta: "Bebo y no me cuezo, ya ando cocido de nacimiento". El mal y el bien, la dulzura y la ira, el llanto, el amor, la tortura. También la obligación moral de pensar cada minuto como si fuera el último. Esto resulta más bien estresante, pero nos prepara para cualquier cosa que venga.
Si hubiera libros todavía peligrosos, este sería uno de ellos. Enseguida remueve las entrañas. No porque haya violencia, que hoy está en todas partes y con efectos especiales. Lo impresionante en estas páginas es una violencia indescriptiblemente humana, la de una humanidad monstruosa que también está en la dulzura, en los gestos de piedad. Vivimos en el cuerpo de un hombre que no para de darle vueltas a la intensidad de su presente, tanto si está amando como platicando o matando. Una ética que separe el bien del mal no es la especialidad de este escritor que hoy nos sorprende. Tampoco cuando Arnaldo juega con la alimaña que es su teniente, inmediato superior en la unidad militar encargada de limpiar aldeas recónditas en Guatemala. Probidad y sevicia se juntan como serpientes entrelazadas. Esto es lo agotador.
¿Por qué tanto Dios? Sólo pueden permitirse el lujo de no creer en Algo o en Alguien quien no vive en las trincheras
Se puede hacer una lectura erudita y cultural de estas cuatrocientas páginas, pero es difícil que Arnaldo no sea en nuestras cabezas un ángel temible, a la vez que un demonio que llora. Más el laberinto inextricable de los bosques, los jaguares y los hombres. Todavía más temibles que las bestias, porque a veces los hombres tienen buenas intenciones. Lo peor de la novela de Zurdo, también lo mejor, es que nunca llegas a un lugar seguro de ficción en el que puedas conciliar un sueño que aleje las sombras. Tampoco tranquiliza que la penumbra sea ocasionalmente mansa, te quiera querer.
El limbo donde todos los senderos se bifurcan. Y esos hijos de un dios menor que saben por igual del amanecer y de las matanzas. Arnaldo mira al frente y, de todo ese mundo de cuya eternidad ha sido excluido, reconoce un rostro y piensa: "He de vomitar en soledad. No pueden verme hacerlo, me respetan". Este hombre posee una memoria animal que rememora cada cosa, como si la cronología apenas existiera y la muerte estuviera dentro, viva, de este lado. Él vive en un tiempo que surge dentro de los hábitos y las convenciones, de ahí que todos le respeten o le teman. Mientras tanto, sigue muy solo. Ayer es hoy y hoy es todos los días, sin poder apartar nada por bueno ni por malo. ¿Un hombre bueno metido en malas veredas? ¿Un mal hombre en vía de arrepentimiento y resurrección? Qué mas da en esta historia, que sigue llena de vida y de muerte. Avanzamos lentamente en ella, mientras cada escena mueve las vísceras. "Le miro a los ojos y siento ganas de llorar por su suerte, por haberme conocido".
Tal vez el paraíso es así de abrupto. Si la palabra cabal se repite como un sueño, un deseo difícil de mantener en este orbe boscoso, es porque en medio del infierno persiste algo bueno. Curiosamente, en Serpientes de fuego la gente aún se sonroja. Y llora, como si tuviera alma. En medio de tal viveza nos sentimos a años luz de este decorado de zombis y derechos humanos que nos rodea. "Los huesos ya no duelen. Kilómetros de rutas verdes o quemadas, ríos que bajan con prisa, nerviosos, colinas repentinas como en los sueños, cielos abultados, enojados siempre, de difícil trato". Al fondo, un viejo rencor en el protagonista. Este universo parece nuestro, pero es de otros. "Nos lo roban todo los que vienen de lejos... Lentamente, sin alma, sin culpa". En absoluto trasunto del narrador de esta historia, Arnaldo no puede dejar de sentir nostalgia de la inocencia que algún día tuvieron los que viven de la selva, incluso entre balaseras cainitas.
"Mujeres entregándose muertas a los vencedores del amanecer. No eran seres humanos, eran pertenencias". Quien busque sólo incorrección, complementaria de nuestra seguridad, mejor que no se acerque a estas páginas. No hay en ellas un regusto por el horror, pues el espanto vive entrecortado con momentos de amor santo. Como en la selva, cada cosa es enorme y densa: "¿Sabes? Es que vivimos como dormidos... nos falta siempre algo de cordura. Llegamos a eso sólo en ocasiones, a causa de un susto grande". Entonces el cuerpo sufriente le dice a la mente que busque. El autor ha pensado mucho, se ha estrujado las tripas. Quizá la novela de Gómez-Zurdo es para tenerla ahí y beberla a pequeños sorbos. Sí, temiéndola, dejarla descansar en una estantería y probarla solo de vez en cuando. "Dios nos mantiene unidos a todos los seres con lazos invisibles pero indestructibles", leemos. ¿Por qué tanto Dios? Tal vez es la palabra que une todos los polos, también lo inhumano con lo más piadoso. Sólo pueden permitirse el lujo de no creer en Algo o en Alguien quien no vive en las trincheras. Para los demás, ni siquiera hace falta creer en Él, pues es suficientemente increíble la intensidad de lo vivido. La divinidad ya está en los fantasmas de lo más nimio, como ocurre en Foster Wallace.
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