Cultura

Gento

Cuando en Vozpópuli me propusieron escribir un artículo sobre mi tío abuelo Paco Gento, respondí que por supuesto, que encantado, que cómo no hacerlo, que escribiría un canto a una

Cuando en Vozpópuli me propusieron escribir un artículo sobre mi tío abuelo Paco Gento, respondí que por supuesto, que encantado, que cómo no hacerlo, que escribiría un canto a una vida, la suya, que merece ser cantada. Pero ahora, mientras escribo, mientras procuro manifestar su gloria entretejiendo frases, sospecho furtivamente que acaso me precipité diciendo que sí. Primero, porque yo no pasé con Paco tanto tiempo como me habría gustado: algún verano en Guarnizo, un puñado de comidas familiares y tres o cuatro homenajes de ésos que le rendía el club de sus amores, el Real Madrid, cuando aún vivía. Segundo, porque sé que las palabras ―y más las que pueda engendrar yo, tan ignorante― son limitadas, precarias, siempre insuficientes. ¿Cómo honrar toda una vida en un artículo de apenas dos páginas? ¿Cómo hacer justicia a un hombre tan grande como Paco con una sucesión de balbuceos?

De la vida de Paco, además, ya lo sabemos casi todo: que ganó seis Copas de Europa y el doble de Ligas; que corría tan rápido que podría haber ganado también los cien metros lisos; que era sencillo, humilde, cercano; que ingería cafés y otras bebidas en el Gonluis, el bar de al lado de su casa; y que el Real Madrid y la familia vertebraban su cotidianidad. Hughes abundó en su relevancia futbolística en un artículo que el lector no puede perderse, y Jabois lo hizo en su grandeza personal en otro artículo que tampoco. Siendo así las cosas, habiéndose escrito tanto y tan bien sobre Paco, ¿qué necesidad tengo yo de unirme a la fiesta con mis titubeos?

Necesidad, ninguna: la gloria de Paco pervivirá en la memoria de los españoles durante décadas, siglos e incluso también algún milenio, mientras que este texto, con suerte, será polvo dentro de apenas unas horas. Sin embargo, tal vez sí merezca la pena conocer la perspectiva de alguien que forma parte ―aun como oveja negra, como rara avis― de esa familia de deportistas, la familia Llorente Gento, de la que Paco es algo así como el patriarca; la perspectiva de alguien que ha tenido trato, aunque escaso y superficial, con el mito al que hoy lloran muchos españoles.

Gento y la vida discreta

Hace unos años, quizá una década, coincidí con Paco en Guarnizo, el pueblo de Cantabria en el que nació y tiene una calle, en el que veraneamos los Llorente Gento y en el que todavía viven Chelín y Belén, hermanas de la Galerna y tías abuelas mías. Por algún motivo que no acierto a recordar, un día lo acompañé a una carnicería de Astillero, el municipio contiguo, donde Paco quería comprar embutidos para el aperitivo. Durante el trayecto en coche me preguntó por mis estudios, por mis ligues, por mi relación con el fútbol ―siempre tormentosa, incluso más que los ligues― y por mis aspiraciones profesionales. Es curioso. En ningún momento tuve la sensación de estar junto a una leyenda del fútbol; en mi imaginación, las leyendas del fútbol no se molestan en hacer preguntas a los adolescentes, sino que esperan que los adolescentes, arrobados, se las hagan a ellos.

Le gustaba rodearse de niños porque lo miraban como él deseaba ser mirado: como un hombre común, uno especialmente dotado para cocinar tortilla española y para gastar bromas

Este vago recuerdo coincide con lo que todos dicen de Paco: vivía como un hombre normal, ajeno a sus logros futbolísticos, que él concebía más como una incomodidad que como un motivo de orgullo. Tengo para mí ―pero esto es sólo una opinión, no contrastada científicamente― que la Galerna del Cantábrico, el extremo izquierdo que sorprendía a todos con su aceleración y su frenada, habría preferido la vida discreta de un albañil, de un tendero, de un abogado laborista a la suya, y que del fútbol le gustaba, ¡y mucho!, el deporte en sí, pero no todo lo que lo circundaba ―la fama, el dinero, la sobrexposición―, eso no.

Juraría que nadie ha llegado a vincular el anhelo de una vida normal con el hecho de que a Paco le gustaran tanto los niños (se desvivía por sus nietas, Aitana y Candela, y antes se había desvivido por sus hijos y sobrinos), pero lo cierto es que tiene todo el sentido del mundo hacerlo. El crío es indiferente a los logros, por notables que estos sean: le da igual que hayas ganado seis Copas de Europa, que hayas publicado un superventas o que tus ahorros bancarios asciendan al millón; de valorar algo, sólo valorará que cuentes buenas historias, que seas gracioso y que te prestes a jugar con él. No ocurre así con los adultos, que admiran o desprecian en función de méritos, fama, dinero. A Paco le gustaba rodearse de niños porque lo miraban como él deseaba ser mirado: como un hombre común, uno especialmente dotado para cocinar tortilla española y para gastar bromas, cierto, pero esencialmente similar a ese que se levanta a las seis de la mañana para trabajar en una mina o a esos otros que se juntan para comer y echar después una partida de mus.

Conozco a muchos hombres normales que desean convertirse en leyendas, pero a muy pocos que, siendo leyendas, aspiren a vivir como hombres normales. Paco Gento formaba parte de esta peculiar élite y sólo por eso el mundo ahora, sin él, es un poco peor que antes, cuando todavía lo iluminaba con su sonrisa.

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