No soy tanto un lector como un relector. En los últimos tiempos he leído menos que releído, y de algún modo puede decirse que sólo leo para poder después releer. Me someto al tormento de leer un libro de primeras con la esperanza de que suene la flauta y resulte, eureka, que el libro en cuestión es digno de releerse. Soy un lector instrumental al menos en esto: considero que la lectura carece de sentido por sí misma, que sólo lo tiene a la luz de la relectura, ese noble fin al que debe servir y al que casi nunca sirve.
Por supuesto, habrá quien objete que si uno fundamentalmente relee y sólo en ocasiones lee, descubrirá pocas cosas nuevas y expirará habiendo leído menos grandes obras de las deseables. Yo le responderé, primero, que, por mucho que lea, por vertiginoso que sea su ritmo de lectura, se morirá en cualquier caso habiendo leído menos grandes obras de las que debería haber leído y, segundo, que, tratándose de una gran obra, es preferible leerla bien, hasta el fondo, exprimiendo todo su jugo, que leerla deprisa y corriendo para después leer con idéntica premura otra gran obra y así sucesivamente. Releer es la condición para comprender cualquier clásico. La relectura es el tributo que todos los grandes libros exigen y que nosotros no podemos negarles.
Además, cuando un relee, o cuando uno lee para después releer, se vuelve más exigente, lo que implica también que perderá menos el tiempo. No se detendrá en la última novela de Pérez-Reverte, que relegible, lo que se dice relegible, no es y se tomará la licencia de perdonar el bodrio de Iván Redondo pues sospecha atinadamente que, si ya leerlo es una tortura, releerlo será todo un martirio. A su muerte el relector no habrá leído tantas obras como el lector, desde luego, pero sí habrá leído muchas más grandes obras que él por el sencillo motivo de que no habrá despilfarrado el escasísimo tiempo que se le ha concedido. Ya saben ustedes que no hemos venido al mundo a leer en general, ¡de ninguna manera!, sino a leer bien lo que merece la pena leerse.
El doble filo de la relectura
No obstante, mentiría si afirmase que la relectura es sólo luminosa. También tiene una dimensión oscura que inviste al relector de un je ne sais quoi como masoquista. Cuando uno relee se apercibe de sus limitaciones, cultiva la virtud de la humildad del modo más cruel pero efectivo posible: siendo humillado. Repara en el sarcasmo de su memoria, que, traviesa, recuerda lo que debería haber olvidado y olvida, ay, lo que él se propuso firmemente recordar. ¿En cuál de los desvanes de mi alma se escondía aquella reflexión de Chesterton sobre los cuentos de hadas que tanto me gustó y ahora releo? ¿Sepultado bajo qué escombros estaba el párrafo en el que C.S. Lewis distinguía el amor de necesidad y el de donación? Releer un libro es exponerse a recordar que uno olvida casi todo. De hecho, dada nuestra condición olvidadiza, releer es casi siempre leer de primeras, y por eso uno sospecha que, para releer verdaderamente, antes tiene que haber leído seis o siete veces.
Releerse tiene algo de memento mori, de abrasador recordatorio de nuestra fragilidad
Pero la angustia se multiplica cuando uno no relee cualquier cosa, sino que se relee a sí mismo. Este quehacer anega el ánimo de cualquiera, incluso el del escritor más seguro de sí. José María Contreras Espuny, autor de Niños apocalípticos, suele decir que prefiere no releerse porque, cuando lo hace, no puede evitar exterminar comas, masacrar adjetivos y manosear las frases que ya antes había magreado hasta la náusea. Yo doblo la apuesta y confieso que lo que no puedo evitar es, primero, la perturbadora certeza de que mis textos pretéritos son malos, ¡muy malos!, y, segundo, un flirteo sensual con la idea de quemarlos todos, de borrar de Internet su lodoso rastro como el criminal borra las huellas que lo delatan.
Pero esto no es lo peor, qué va. Mucho peor es que, reconociendo la precariedad de mis viejos artículos, intuya también que es una precariedad sutil, velada, parcial y siempre inalcanzable para el escritor que soy hoy, ese escritor que es sólo capaz de producir una precariedad rotunda, evidente, taxativa, inequívoca. Siendo malos, malísimos, los textos de antes eran infinitamente mejores que los de ahora, por lo que releerlos me sume en una nostalgia mitad extraña, mitad condenable: bien está añorar lo bueno, pero añorar lo menos malo… ¡Eso no tiene perdón de Dios!
Alguien se preguntará, llegados a este punto, por qué releer(se) si es tan humillante hacerlo. Comprendo la duda, a mí mismo me asalta casi a diario, pero es que es justo ahí, en su condición de memento mori, de abrasador recordatorio de nuestra fragilidad, donde está toda la gracia de este angustioso quehacer caído en desgracia.
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