El otro día, durante una comida familiar, hablamos sobre bañeras, un tema bastante más sugerente que las tropelías de Pedro Sánchez, todo hay que decirlo. Uno de los comensales lamentó que ya apenas queden bañeras en las casas porque nada le gusta más a él que darse un buen baño de agua caliente y espuma sobreabundante. Yo me sumé feliz a su nostalgia y mi madre, que suele ser idealista, pero que en esta ocasión optó por un descarnado realismo, nos respondió a ambos que ya no quedan bañeras porque la gente no tiene ni tiempo ni espacio para ellas. "Y está bien que así sea", añadió. "¡Qué actividad más inútil es bañarse!".
Me ausenté durante unos minutos de la conversación. Las palabras de mi madre me habían sumido en pensamientos más o menos vagos, erráticos, como todos los míos. Su descripción de la realidad, en cambio, había sido precisa, certera, casi científica. La gente no tiene bañeras porque las duchas son, sin duda, más eficientes. ¿Cómo tener una bañera cuando vivimos en zulos en los que a duras penas hay espacio para una cama? Las bañeras son incompatibles con el progreso inmobiliario que nos hemos dado, consistente en pisos pequeños y precios muy altos. Tener una implicaría renunciar a muebles, electrodomésticos, cachivaches que, al contrario que a ella, sí consideramos indispensables para la vida cotidiana.
Luego está el asunto del tiempo, con el que el hombre contemporáneo mantiene la relación que, ejem, todos conocemos. ¿Cómo darse un baño si nos faltan horas para cumplir con esa sucesión de compromisos banales, pero impostergables a la que llamamos cotidianidad? ¿Cómo meternos en la bañera cuando tenemos que ir al supermercado, sacar al perro, escribir varios wasaps, poner la lavadora, tender la ropa, preparar la cena, dejarnos caer por el gimnasio…?
Mientras rumiaba todo esto, algo, quizá un remedo paródico y chusco del daimon socrático, me decía que las bañeras bien justifican una revolución. "¡Bañeras para todos!", podría ser su lema. En el Paraíso, antes del pecado, Adán y Eva seguro que se daban baños. En un mundo ideal, liberado de las injerencias diabólicas, como Dios manda, habría ciertamente bañeras. Chesterton dijo que prendería fuego a la civilización moderna con el pelo rojo de una muchacha; yo le elevo la apuesta y afirmo que habría que inundarla hasta la devastación con el agua de la bañera de una familia aleatoria.
Bañeras o barbarie
Las bañeras tienen algo simbólico, evocador. Nos remiten a un mundo más humano que el que hoy habitamos. Un mundo de hogares amplios, espaciosos, en los que no sólo hay sitio para lo estrictamente necesario, sino también, y sobre todo, para lo estrictamente innecesario. Un mundo menos frenético, más tranquilo, en el que no gozamos del tiempo justo para cumplir nuestras obligaciones, derrapando, jadeantes, con la lengua fuera y el sudor deslizándose sobre nuestras mejillas, sino del suficiente para malgastarlo en cualquier actividad improductiva y en consecuencia digna como un baño de agua caliente con el cigarrillo en una mano y el libro en la otra.
Casi todas las cosas buenas, esas cosas por las que compensa vencer la tentación siempre acechante del suicidio, son abiertamente inútiles
Alguien podría objetar que no hay cosa más inútil que una bañera y que, por tanto, mejor buscar otro motivo para apelar a la revolución: el jornal de los trabajadores o la sanidad universal, algo así. Yo, por mi parte, le respondería que es precisamente por haber arrinconado las actividades inútiles, por haberlas convertido en la prebenda de un puñado de privilegiados, por lo que este mundo no merece más que una revolución devastadora. Casi todas las cosas buenas, esas cosas por las que compensa vencer la tentación siempre acechante del suicidio, son abiertamente inútiles. No se conoce aún imbécil con titulaciones enmarcadas que haya probado la utilidad de recitar un poema, la de contemplar el cielo estrellado durante una noche estival, la de amar a una mujer hasta la muerte y más allá de ella. El sentido de la vida, nos enseñan los sabios, se halla oculto tras las fronteras del reino de lo improductivo, lejos del ámbito de la utilidad y sus esclavitudes.
Antaño ―lo saben los lectores mejor que yo― la revolución se emprendía para cosas muy serias como instaurar el sufragio femenino o conseguir la justicia social. Hoy, conquistadas ya tales cimas, nos queda sublevarnos para reclamar algo más humilde en apariencia, pero más importante, por básico, en verdad: el sagrado derecho que uno tiene a derrochar su tiempo dándose un baño.
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