En menos de una semana llega la cena de Nochebuena y la celebración de Navidad. De un tiempo a esta parte algunos han incorporado una tradición más al calendario festivo: la de recordarnos que ellos felicitan las fiestas, no la Pascua Navideña. Otro tipo de gruñones de estos días lo constituyen quienes se centran en demasía en denunciar el carácter consumista y superficial en el que se puede llegar caer en esta época del año. ¿Qué hacemos con estas personas? ¡Quererlas, para eso son familia y amigos! Y, si les apetece y lo consideran oportuno, contarles cómo veo el asunto desde el punto de vista de mi fe católica.
A quienes nos comentan que la Navidad es una celebración carente de sentido, pues Dios no existe o argumentos similares, suelo preguntarles si, cuando están invitados a una boda, les espetan a los contrayentes: “Felicidades, pareja, aunque debéis saber que lo más seguro es que acabéis divorciándoos. Solo os casáis por presión social y por el instinto reproductivo al que la perpetuación de la especie os aboca. ¡Vivan los novios!”
El árbol de Navidad
Lo positivo de vivir en una sociedad libre y respetuosa es que cada uno puede exponer sus creencias y comentar a los demás por qué no comparten las suyas. Ahora bien, tengo que confesar que me resulta desconcertante el tipo de argumentos que suelen aportar para desmontar la fe de los creyentes, al menos los que se usan en estas fechas. Un clásico consiste en apelar al hecho de que el 25 de diciembre no sólo no es el día exacto del nacimiento de Jesús de Nazaret: la Iglesia escogió esa fecha para sustituir la celebración del solsticio de invierno, común a muchas culturas. La mayoría de creyentes somos conscientes de eso. A este fenómeno se le llama inculturación evangélica, y consiste en algo tan sencillo como aprovechar elementos de otras culturas para dar a conocer la Buena Nueva. En todo caso, creo que la culpa de que circulen estos prejuicios recae sobre todo en nosotros, pues no solemos hablar de nuestras creencias y cuáles son nuestros motivos para tenerlas.
Uno de mis ejemplos favoritos de inculturación es el árbol de Navidad. Se suele decir que esta tradición proviene de la adaptación del Árbol de la vida que formaba parte de la mitología nórdica y que se utilizaba como símbolo en las celebraciones del nacimiento del dios del sol y la fertilidad durante estos días del año. Con la llegada del cristianismo se lo sustituye por un abeto cargado de múltiples significados religiosos. La forma triangular nos habla de la Trinidad del Dios cristiano (un solo Dios, tres Personas divinas), y señala al Cielo, lugar hacia donde debemos dirigir nuestra mirada.
Representa la contraparte del Árbol del bien y del mal del Paraíso, a través del cual entró la soberbia y la egolatría en el corazón humano y, por tanto, todos los males que lo aquejan. Los adornos que actualmente ponemos en el árbol tuvieron su origen en las manzanas y velas que se colgaron del árbol de Navidad al inicio de la tradición: las manzanas representaban el fruto prohibido del que comieron Adán y Eva, y las velas simbolizaban la Luz del mundo que es Cristo, el Salvador:
“Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” Juan, 8:12
Los regalos
Además de quienes nos hablan de la inculturación como forma de aguarnos la fiesta, solemos encontrarnos también con quienes denuncian el peligro de reducir la Navidad a un mero ejercicio de superficialidad y consumismo rampantes.
No podemos negar que esto ocurre con bastante frecuencia, pero la solución -al menos para aquellos que sí quieren y deben celebrar porque son creyentes- no puede consistir en irse al lado opuesto y reducir la Pascua navideña a algo ascético, pues iría en contra de los mismos mandatos evangélicos. Es necesario que en Navidad nos hagamos regalos (aunque sean humildes y simbólicos), y que celebremos en torno a una mesa mientras comemos y bebemos (con moderación).
Día de Navidad
El 25 de diciembre celebramos que Dios nos ha entregado a su Hijo, que se ha hecho Hombre para salvarnos: ¿existe, acaso, un regalo más grande que este? Para recordarlo nos intercambiamos presentes. Con esta tradición recordamos también que el niño Dios recibió de los Reyes Magos oro, incienso y mirra. El oro reconocía su realeza, la de aquel cuyo Reino no es de este mundo, y por eso nace en una humilde cuadra entre animales.
El incienso nos habla de su divinidad: ese recién nacido envuelto en pañales y totalmente indefenso es el Hijo de Dios, un Dios que se ha hecho completamente vulnerable por amor a nosotros, pues tal es una de las consecuencias del amor y de la entrega al otro.
De ahí el sentido del tercer regalo que recibe el Niño Dios, la mirra, símbolo de los profundos padecimientos que sufrirá como Redentor del mundo. Esto es lo que en última instancia celebramos en Navidad: Dios nos ha amado tanto que ha enviado a su propio Hijo al mundo, para hablarnos del amor eterno que nos tiene y que quedará demostrado en la Cruz, pues “no hay un amor más grande que el dar la vida por los amigos”, Juan 15: 13-17.
Los Santos Inocentes
Los Reyes Magos fueron, a su vez, quienes avisaron a María y a José de que Herodes había enviado a sus soldados a ejecutar a los menores de dos años, pues tuvo conocimiento del nacimiento del Mesías y no quería que este le usurpara en un futuro su poder. La Sagrada Familia consiguió, de esta manera, salvar a Jesús y huir a Egipto, pero muchos niños fueron asesinados en aquel entonces.
Éste es el motivo por el que el 28 de diciembre celebramos el Día de los Santos Inocentes. Por desgracia, sucesos así no han sido en absoluto esporádicos en la historia de la humanidad. El día 28 puede ser un buen día para tener presente la multitud de niños que sufren cada día por hambre, enfermedades, guerras, orfandad, abusos sexuales, etcétera.
La alegría de las fiestas
Ahora bien, si somos conscientes de este y del resto de males y desgracias que aquejan al mundo, ¿qué sentido tienen la celebración, los regalos y la comida? ¿Cómo estar alegres? ¿No resulta hipócrita? Como creyente me gusta reformular el planteamiento: ¿cómo no estar felices en Navidad, si celebramos que Dios ha enviado a su Hijo para salvarnos y ya ha vencido al pecado y a la muerte? Esto es lo que diferencia al católico del puritano, y es uno de los motivos por los cuales consideramos necesarias las celebraciones y la alegría. Los Simpson, quizá de forma inconsciente, supieron retratar bien este concepto:
Es una celebración, que corra el vino. El católico cree firmemente que Dios ha venido a salvar a todos y cada uno de nosotros, no solo a unos pocos escogidos. De hecho, etimológicamente “católico” significa “universal”. La salvación se produce porque Dios se hace carne, se hace hombre. Dios nos ha dotado de cuerpo y alma y Él no crea cosas malas, mucho menos se convierte en una de ellas. Renegar de la corporalidad es renegar de Dios mismo y sus decisiones.
El alcohol
El primer milagro evangélico se produce en el contexto de una celebración nupcial. La Virgen María repara en que se ha acabado el vino, y le pide a su Hijo que ponga remedio al problema. El Dios en el que creemos no sólo se se ha hecho hombre: su primer milagro oficial es convertir agua en vino para disfrutarlo en una boda, ¿vamos a ponernos más estupendos que Él y decidir que está mal comer y beber en la celebración de Su cumpleaños? No lo recomiendo, pues el mismo Jesucristo reprende a los fariseos que lo critican por este mismo planteamiento:
“En aquel tiempo, dijeron a Jesús los fariseos y los letrados:
Los discípulos de Juan ayunan a menudo y oran, y los de los fariseos también; en cambio, los tuyos, a comer y a beber".
Jesús les respondió:
"¿Queréis que ayunen los amigos del novio mientras el novio está con ellos? Llegará el día en que se lo lleven, y entonces ayunarán". (Lucas 5, 33-39)
Y, efectivamente, ayunaremos cuando llegue la Cuaresma y la Semana Santa, pues cada tiempo litúrgico tiene su significado y hay que vivirlo según lo que este nos indica. La Navidad nos recuerda que Dios nos ha enviado a todos un Salvador, es el segundo momento del año más alegre y jubiloso después de la Pascua de Resurección. Así pues, cantemos todos:
“Adeste fideles laeti triumphantes
Venite, venite in Bethlehem”
Acudid fieles, alegres, triunfantes,
Venid, venid a Belén
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