Cultura

Rosalía y el problema de la izquierda española con la música popular

El País, Fernando León, Pablo Iglesias y otros tótems de la izquierda tienen serias dificultades para comprender la cultura pop posterior al hip-hop

El paso de la gira Motomami por Madrid provocó una intensa polémica cultural. El periodista Fernando de Neira, firma habitual de la sección de Cultura de El País, fue quien más duramente cuestionó a Rosalía, alegando que su show era simple “karaoke televisado” y que ella se quedaba en “selfi andante”. También la criticó por no cumplir los estándares oficiales de feminismo: su cuerpo de baile estaba compuesto íntegramente por hombres, sin respetar las cuotas de género. ¿Cómo es posible que alguien incurra en semejante desafío a la corrección política? El hilo en Twitter de Neira constituye mucho más que una anécdota, más bien confirma las serias dificultades de la izquierda cultural española para comprender qué está pasando en la escena musical global después de la irrupción del hip-hop y de los muchos estilos derivados de la cultura de los sound systems jamaicanos (que basan más su propuesta en la tecnología que en las bandas de músicos).

Tampoco estamos hablando solo de Rosalía: el periodista carga especialmente contra la sala Fabrik de Humanes (Madrid), uno de los grandes templos del techno en nuestro país. Por comparación con la cantante, califica la oferta del club como “sarao poligonero” y “por tanto, el horror al cuadrado”. Aquí hay que dejar claro que utilizar el objetivo “poligonero” es incurrir en un clasismo rampante: no se trata de una descalificación musical, sino de una estigmatización basada en la pertenencia a una clase social inferior (los polígonos industriales albergan discotecas baratas donde se divierten los jóvenes de clase trabajadora). El nivel artístico de la programación de Fabrik está por encima de toda duda: por allí han pasado los mejores artistas de la electrónica, entre ellos Jeff Mills, Dave Clarke, Aphex Twin, Laurent Garnier, Robert Hood, Frankie Knuckles y Óscar Mulero (por citar solo siete de los cientos que llenan sus cabinas regularmente).

Es bastante sencillo sospechar que Neira no ha dedicado tiempo a estudiar el trabajo de estos titanes de la música electrónica, o al menos no ha dejado constancia escrita, mientras se deshacía en elogios ante propuestas tan estéticamente previsibles como Marlango, Interpol y Calexico, todas entre el puretismo hípster y la retromanía que denunciaba Simon Reynolds (reciclar ideas ajenas para expresar sensaciones propias es algo aceptable, pero también lo es basar tu propuesta en el uso de la tecnología, como hacen los artistas de techno y trap). Los criterios de valoración de Neira, con los que El País no parece tener ningún problema, son totalmente legítimos pero también reveladores de sus posiciones artísticas y políticas. Recuerdan poderosamente al arranque del ensayo Chavs: la demonización de la clase obrera (2011), donde el periodista Owen Jones se asusta durante una cena con amigos ‘progres’, implacables con el machismo y el racismo pero que exhiben un clasismo impúdico contra los jóvenes obreros británicos (los chavs del título son nuestros chonis). Neira ya había utilizado antes de forma despectiva el adjetivo "chandalero", por ejemplo en esta reseña de C. Tangana de 2017, como si el talento de un músico dependiense de la forma en que se viste.

Más allá de Rosalía

Este conflicto cultural, por desgracia, no tiene solo que ver con Neira ni con el grupo Prisa. En un arranque de honestidad, el director de cine Fernando León reconocía en un viejo número de la edición española de Rolling Stone que él nunca había comprendido la música electrónica (una admisión que le honra). Este verano León presenta en el festival de cine de San Sebastián un minucioso documental sobre Joaquín Sabina y parece que la mayoría de izquierda española se haya quedado en este como último artista que realmente les apela, con su militancia bohemia y su mirada “de vuelta de todo”. Cada uno puede disfrutar la música que quiera, pero no se puede juzgar aquello que no se conoce, como ha decidido hacer León muy dignamente. Si no entiendes la electrónica, tu obligación es callarte y no pontificar.

El deterioro del discurso cultural de la izquierda española es una de las claves para comprender su creciente irrelevancia política

Podemos es otro ejemplo de este tipo de disfunciones. Es sabido en ambientes musicales que Iñigo Errejón es fan del rapero Costa, incluso que tiene una relación cercana a él, pero el político siempre ha evitado explicitarlo para no mancharse con las acusaciones de machismo que muchas activistas de género han vertido sobre sus rimas. No se puede construir un discurso cultural sólido si se renuncia a tus enfoques para evitar problemas de imagen. Por otro lado, la izquierda podemita nunca ha sabido tejer relaciones naturales con estilos posteriores al hip-hop. Más Madrid coquetea con el reguetón, siempre que este sea políticamente correcto (el mejor reguetón no lo es). Respecto a Pablo Iglesias, basta ver los fragmentos que circulan por Twitter de La base -su proyecto de podcast- para espantarse ante esa especie de jazz-groovy-funk que domina la banda sonora y que para la mayoría de amantes de la música negra es ya un tópico pureta tirando a insoportable. No se puede conquistar un país si no se sintonza con su cultura popular, como deberían saber quienes presumen de ser expertos en Gramsci.

¿Recuerdan aquella época en que la copla sufría problemas de legitimidad porque amplios sectores de la izquierda la consideraban franquista? Se trata de otra polémica reveladora de una alta incultura musical, aunque entonces al menos se alzaban voces como la Manuel Vázquez-Montalbán para denunciar aquel disparate (Julio Anguita también fue un coplero comprometido). La izquierda cultural tiene serias dificultades para apreciar cualquier corriente de la música popular que no encaje de manera literal con us programa político, además de una prolongada incapacidad para leer la cultura de abajo en 2022: pocos géneros encajan mejor con el igualitarismo que el hip-hop de barrio -alérgico a la política-, el techno trallero y en general cualquier cosa que se escuche en los polígonos, ya que son formas de democracia musical basadas en el abaratamiento de la tecnología, que dieron directamente voz a los de abajo (parece que algunos estén incómodos con esto).

¿Qué hace la derecha mientras tanto? Por supuesto, también habrá quien desprecie a Rosalía y Tangana desde pedestales clasistas, pero la relación con la música de fiesta es mucho más natural y desacomplejada. Basta recordar la imagen de Soraya Sáenz de Santamaría pinchando en una mesa Pioneer en la plaza de Colón, mientras a su lado ondeaba una bandera rojigualda. Divertirse no es un pecado político y pocas estampas resultan más ridículas que la de un señor de más de cincuenta años regañando a los jóvenes desde una poltrona en El País por su manera de pasarlo bien (curiosamente hablamos del periódico que mejor comprendió la batalla pop en los años ochenta). El deterioro del discurso cultural de la izquierda española es una de las claves para entender su creciente irrelevancia política.

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