Un grupo de milicianos rodea a una familia dispuestos a matar a todos sus integrantes. Antes de blandir el machete o disparar el fusil tienen pensado violar y torturar a todas las mujeres y niñas del grupo ante los ojos de sus padres, maridos y hermanos. La imaginativa crueldad que asola el país ha dejado pechos cortados, penetraciones con estacas o botellas de vidrio rotas, brazos y piernas seccionadas… Pero antes de arrancar la matanza los verdugos deben asegurarse si las personas que ahora les suplican una muerte rápida son tutsis, o si por el contrario pertenecen a su propia “raza”.
El gráfico de la población de Ruanda desde 1960 muestra una línea ligeramente ascendente en paralelo a otros países de su entorno como Burundi, Kenia o Etiopía. Pero llega el fatídico año 1994 y la raya cae en picado: de los 7,9 millones de habitantes de 1993 a los 5,6 de 1995. Esa abrupta ruptura son los 800.000 asesinados y más de dos millones de exiliados provocados por el intento del exterminio de la minoría tutsi en el país, por parte de extremistas hutu.
Volviendo a la escena del comienzo, la sinrazón de la violencia racial producía escenas esperpénticamente dramáticas como la de los verdugos exigiendo a sus inminentes víctimas los documentos identificativos que confirmaran su grupo étnico para proceder al asesinato, ya a simple vista les resultaba imposible distinguirlo. A diferencia de otros etnicidios u oleadas racistas como la del apartheid sudafricano, que justo concluía en estas fechas, la distinción física entre hutus y tutsis no era algo evidente. Ambos hablaban el mismo idioma, son cristianos, y las supuestas diferencias físicas describían a los tutsis como más espigados frente a unos hutus más menudos. Tradicionalmente y desde un punto de vista occidental se había interpretado el origen de estos grupos como el de los tutsis como pastores que llegaron del norte y conquistaron a los pueblos agrícolas hutus.
Antes de la llegada de los europeos, varios reinos se habían formado en el territorio ruandés y se consideraba que la mayoría de familias reales eran tutsis. Sin embargo, esta categoría no se podía sostener desde un punto de vista genético por los continuos matrimonios entre los distintos “grupos”, y la distinción era más bien un marcador social. Los más ricos se identificaban como tutsi, aunque la mayoría de los tutsis no regentaban ningún poder, y muchos de los hutus que prosperaban económicamente comenzaban a considerar hutus. “Lo más probable es que un conjunto de corrientes migratorias se cruzara y se superpusiera, y, cuando determinados clanes reclamaron el poder, desarrollaron sus mitos fundacionales y sus relatos históricos, a fin de justificar su poder. La palabra más parecida para describir lo que significaba Tutsi en la Ruanda preeuropea es «aristocracia»”, señala Frederick Cooper, en Historia de África desde 1940, una imprescindible síntesis para el que desee conocer la historia reciente africana.
Es decir, hasta el siglo XX, esta distinción no había generado el odio que veremos en los noventa. “En vez de una historia de conflicto derivado de las diferencias, las diferencias sociales eran producto de una historia”. Fue durante la época colonial cuando se agravaron y enquistaron dichas diferencias.
Los hutus llegan al poder
A los alemanes les tocó a finales del XIX este pedazo de territorio en el reparto de la tarta colonial, pero les fue arrebatado tras la derrota en la Primera Guerra Mundial, cuando la actual Ruanda pasó a manos belgas. Las autoridades coloniales asumieron y agravaron esta distinción, entendieron que los tutsis eran la aristocracia local, se apoyaron en ellos en la administración y excluyeron a los hutus de los puestos de responsabilidad. Además, obligaron a toda la población a llevar documentos de identidad que les clasificara en uno de los grupos.
Pero la descolonización volteó la situación y la mayoría hutu llegó al poder, acabando con la monarquía tutsi y consiguiendo una amplísima mayoría en las elecciones de 1961. Tanto los colonos belgas como la Iglesia, fundamentales en la anterior preeminencia tutsi, apoyaron ahora el nuevo status gobernante de los hutus. “Los pogromos y las elecciones desalojaron a los líderes tutsis de la escena política y originaron la primera oleada de exiliados tutsis. A pesar de que la mayoría de los sacerdotes católicos eran tutsis, la jerarquía de la Iglesia se alió con el nuevo gobierno y guardó silencio sobre su chovinismo hutu”, indica Cooper.
Comienza el genocidio
La ola genocida se desató después del asesinato del presidente de Ruanda Juvénal Habyarimana y su homologo de Burundi, Cyprien Ntaryamira, el 6 de abril de 1994 cuando el avión en el que viajaban fue derribado. El presidente era un hutu moderado que regresaba a la capital procedente de los acuerdos de Arusha (Tanzania), donde trataba de encontrar una pacificación entre hutus y tutsis después de décadas de enfrentamientos sangrientos que ya habían dejado miles de muertos y refugiados. En los ochenta y noventa se habían producido varios intentos de invasión de Ruanda por parte del Frente Patriótico Ruandés (FPR) históricamente vinculado con los tutsis en el exilio. Las conversaciones de paz para concluir la guerra civil habían acordado la integración de miembros del FPR en el Gobierno, y la devolución de tierras a antiguos propietarios tutsis, algo inasumible para las facciones hutus más radicales que alentaron las matanzas desde el momento en el que se conoció el magnicidio.
Primero en la capital y posteriormente por todo el país, Ejército, policía y milicianos salieron a la caza de tutsis, exterminando también a hutus moderados que trataron de evitar las matanzas. Un cuarto de millón de mujeres fueron violadas y acabaron en el exilio unos dos millones de personas. El 15 de julio el FPR se apoderó de la capital forzando la marcha del gobierno hutu del país y estableciéndose en el poder hasta la actualidad, integrando a políticos hutu.
La comunidad internacional tardó en reaccionar, Estados Unidos todavía tenía muy presente sus muertos de la batalla de Mogadiscio con el derribo de varios de sus helicópteros. Aunque Francia fue la potencia más criticada por haber sido uno de los países con más intereses en la zona, haber apoyado durante años al gobierno hutu, y por haberse apresurado a sacar sus tropas de la zona cuando se desató la furia. Hasta el mes de junio, Francia no lanzó Operación Turquesa, una intervención militar bajo el mandato de la ONU que ayudó a detener las matanzas.
Un informe de 2021 señaló las "abrumadoras responsabilidades" de Francia en el genocidio y en el presidente del momento, François Mitterrand, criticando "la entrega de considerables cantidades de armas y municiones al régimen de Habyarimana, así como la amplia participación de los militares franceses en el entrenamiento de las Fuerzas Armadas ruandesas del gobierno".
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