Cultura

Sade, Ignacio de Loyola y Fourier: inventar y clasificar el placer

Hay quien ha pensado en Roland Barthes como un malvado posmoderno culpable —junto a sus compinches de la french theory— de toda la decadencia y degeneración de la cultura occidental.

Hay quien ha pensado en Roland Barthes como un malvado posmoderno culpable —junto a sus compinches de la french theory— de toda la decadencia y degeneración de la cultura occidental. A quien cosas así afirma, le decimos: ¡con gusto, felicidades, y disfruten de lo votado! A veces nos tomamos demasiado en serio a nosotros mismos, y nos tomamos demasiado en serio la literatura, y nos tomamos demasiado en serio la filosofía, cuando muchísimas cosas se reducen a hablar de cierta manera como si fuera un jueguito para niños. Lo serio está fuera, en las cosas del comer, en la factura de la luz. Lo lúdico anda por aquí: en lo arbitrario, en las risas, los juegos de rol, la interpretación. Sade, Fourier, Loyola (1971) es un libro muy arbitrario de Barthes, porque lo que une a los autores es algo que podría casi extenderse a mil otras series de tres: son “clasificadores”, “taxonomistas”, inventan lenguajes. Si queremos entenderlo, digamos, más bien: Barthes juega. Ahí podemos empezar a divertirnos. Porque quien se somete a ciertas reglas, como demuestra el escrito, se somete también al placer y al placer de la sumisión.

Barhes no es sólo un autor complicado: es divertido —como cuando cita a los libertinos y puritanos para decir que comparten la frase “Escondan sus coños, señoras”— e irónico, cruel, frecuentemente con un estilo ya no enrevesado sino bello, cuidadosamente dispuesto, con páginas que se parecen a la orgía de Sade —“llenas de espacios blancos, puntos de suspensión, lenguaje vacilante, con agujeros”—, pero en forma de orgía de ideas, y folios extensos “de gran disertación filosófica”, pareciendo en ocasiones un diccionario de conceptos o neologismos, como el precioso 'porno-gramática'.

Sus tres objetos de estudio: el marqués de Sade, el socialista utópico y filósofo francés Charles Fourier, san Ignacio de Loyola. ¡A jugar!

Recluirse para inventar un mundo

Para que acontezca lo que sucede en los textos de Sade —seré elíptica: ¿qué es lo que acontece?—, dice Bartes en su libro, hace falta que estemos todos encerrados: que emerja una sociedad completa y autárquica “dotada de su propia economía, de su moral, de su discurso y de su tiempo, con horarios, trabajos y fiestas”. El relato de Sade, a fin de cuentas, es el mismo que el de la degeneración que sigue a todo “encierro”, nos la cuente El ángel exterminador, BoJack Horseman o El señor de las moscas. Podríamos incluso pensar en Robinson Crusoe —llevado a la novela filosófica por Michel Tournier en la sexual y extraña Viernes o los limbos del Pacífico— como otro encierro distinto, la invención de un mundo nuevo desde el aislamiento casi total, la imposición de una ley y una razón a otro espacio de conquista. Y ese mismo encierro que lleva a la degeneración —o a la verborrea— es una de las primeras características que señala Barthes como compartidas entre las tres figuras fundamentales de su ensayo, allá donde se cruzan sus vetas.

Sade busca 'saturar eróticamente los cuerpos': el triunfo de una orgía que no difiere mucho de la de la Familia Arcoíris con sus 200 personas follando al aire libre en La Rioja

Sade, Fourier y Loyola son para Barthes tres hombres aislados que inventan un lenguaje propio y lo multiplican con el fin de ordenar el mundo. Lo que los separa de los filósofos es que no inventan un lenguaje con el simple fin de hablar del mundo de una manera específica, sino con la intención de crear otro mundo, ponerlo en práctica, teatralizarlo. En Sade, la teatralización es la clave de la erótica, que siempre está codificada, construida, hablada: las posturas más diversas de la perversidad sexual “se disponen, se ejecutan como escenas, se componen por actos libidinosos, se ordenan”. Barthes llega a calificar los intercambios libidinales en Sade como algorítmicos, con clasificaciones numéricas estrictas y muy diversa combinatoria de figuras… en los cuales el objetivo es “Llegar a la mayor cantidad de posturas realizadas al mismo tiempo” y “saturar eróticamente los cuerpos”: el triunfo de una orgía que no en mucho difiere de la de la Familia Arcoíris con sus doscientas personas follando al aire libre en La Rioja, aunque sin dejar nada a la improvisación.

En el origen estaban los jesuitas

Loyola ocupa el lugar más enigmático dentro del libro, como una bisagra o pliegue: Barthes especifica que “no sabemos nada de la vida de Ignacio de Loyola”, por la contradicción entre sus dos hagiografías, la Leyenda áurea del siglo XV y la moderna, donde el cuerpo está y no está presente. Por enigmático, es también el más fundamental: aquel que establece las normas que regulan “horarios, posturas, regímenes”, multiplica la estructura de los textos como si fuera un arquitecto del lenguaje. Por retomar las palabras de Barthes, Ignacio de Loyola “divide, subdivide, clasifica, numera en anotaciones, meditaciones semanales, puntos, ejercicios, misterios, en una operación parecida a la del creador del mundo que separa el día y la noche, el hombre y la mujer”: el escritor que fija sus taxonomías es, al final, asimilado a cualquier otro demiurgo. Y la estructura está también presente en el libro de Barthes: el capítulo dedicado a Loyola es, con diferencia, el más disciplinado, regio.

Una tríada, todas las tríadas; un trío, todos los tríos

El final es un retrato de las Vidas —como las vidas de santos, pero sin la de Loyola, como guiño, como juego— de Sade y Fourier. Y son vidas formadas por una colección de anécdotas cortas y bien curiosas: en el caso de Sade, el miedo al mar o el fetichismo con las pelucas de Sartine, uno de sus perseguidores. En el caso de Fourier, su odio a las ciudades viejas, sus años de vejez rodeado de gatos y flores, su cadáver arrodillado entre macetas. La última nota, que casi cierra el libro, da la respuesta a lo que podía habernos parecido una elección arbitraria: ¿por qué, tras un jesuita y tras Sade, colocar a un socialista utópico?

La respuesta no es sólo la voluntad taxonómica. Podríamos decir que los tres nombrados se encargan de regular esferas distintas, que permiten fácilmente la comparación tríadica: la relación espiritual, pero también rutinaria; la reproducción sexual, pero también la creación; la vida política y la configuración como sociedad, pero también la organización de las pasiones. O libido sciendi, libido sentiendi, libido dominandi. El escritor maldito, el filósofo utopista y el santo jesuita no son sólo taxonomistas, no inventan solamente lenguajes: multiplican sus lenguajes basándose los unos en los otros. Y así acaba Barthes, con el último dato, el más importante para Loyola: “leyó a Sade”.

Posmodernia y lo arbitrario

Me parecería interesante escribir por primera vez sobre Sade en una columna que lleva un título inspirado en Sade sin hablar nunca directamente de Sade, hacerlo a través de otro, hacerlo empleando a quienes lo han leído y cuentan la experiencia de su lectura: multiplicar el juego de espejos. Diría alguien que después de Sade la representación del sexo adquiere una dimensión teatral, con lo ya mencionado antes: la postura, la disposición, las escenas. Pero algo en mí se resiste a aceptar que Sade invente eso, y yo sigo pensando que tan solo clasifica aquello que de verdad hay en el mundo; si Sade inventa algo, sólo puede ser la lengua de Sade, un sadismo alejado de toda versión banal y bastarda divulgada por los diccionarios, una forma de vivir hablando, comiendo y follando como decía —que no como hacía— el marqués que hablaba, comía y follaba.

Detrás de los prejuicios, y concibiendo que es sano tener la menor cantidad posible de ellos, la filosofía posmoderna se nos revela como una mirada interrogativa al mundo, un extrañamiento… lo cual es justo lo que se supone que ha de ser la filosofía desde sus principios premodernos. En señalar los puntos que unen a Sade, Fourier y Loyola hay una chispa de genio o una simple genialidad, una gran facultad de la imaginación puesta en obra. Y la obra, circular, se vuelve sobre sí misma: Barthes expone a los grandes taxonomistas arbitrarios inventándose él su propia taxonomía arbitraria… y lo hace, cómo no, por placer.

Posdata

Consejo de Julieta a la condesa de Donis para “inventar el placer”

  1. Ascetismo: privarse de ideas libertinas durante quince días.
  2. Disposición: acostarse sola, con calma, en silencio, en la oscuridad más profunda, y entregarse a una pequeña polución.
  3. Liberación: todas las imágenes, todos los desvíos rechazados durante el período de ascetismo se liberan en desorden, pero sin excepciones: se pasa revista.
  4. Elección: entre tantos cuadros que desfilan, uno se impone y provoca el goce.
  5. Boceto: es necesario entonces encender las velas y transcribir la escena en un cuaderno.
  6. Corrección: tras haber dormido y dejado descansar el primer boceto, volvemos a fantasear con el argumento que habíamos lanzado sobre el papel, añadiendo todo lo que puede reavivar la imagen, ya un poco gastada por el goce que ha otorgado.
  7. Texto: se forma un cuerpo escrito de la imagen así retenida y aumentada. Lo único que queda es “cometer” esa imagen, ese crimen, esa pasión.

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