Manuel Azaña estaba desenado irse de veraneo, el 5 de julio mandó a Santander a su secretario personal para que organizase todo para su inminente llegada y, sobre todo, comprobara que la pintura estaba seca. Medio siglo antes, Amadeo de Saboya estuvo a punto de morir la primera noche de sus vacaciones, porque acababan de pintar el palacio que le ofrecieron en Santander, y se intoxicó mientras dormía.
Encerraba cierta ironía que el presidente de la República fuera al centro de veraneo más marcadamente monárquico de España. Santander se había puesto de moda gracias a Isabel II, allí, pese a la intoxicación, pasó Amadeo los únicos buenos ratos de su breve reinado, y sobre todo fue el sitio favorito de Alfonso XIII, o mejor dicho, de su esposa, la reina Victoria Eugenia, que impuso Santander como corte de verano porque no soportaba a su suegra, la reina madre María Cristina, y ésta veraneaba en San Sebastián.
Todo el mundo político, fuese de izquierdas o de derechas, tenía el mismo anhelo de salir de Madrid que el presidente Azaña, porque la situación en la capital de España resultaba insoportable. No podía uno ni sentarse en una terraza a tomar una horchata. Si creen que lo de ametrallar las terrazas de los cafés lo inventaron los terroristas islámicos en la terrible matanza de París de 2015, están equivocados. El invento fue en Madrid en julio de 1936. El día 3 murieron así dos falangistas que tomaban el fresco en una terraza de la calle Torrijos (hoy Conde de Peñalver); el día 4 ametrallaron a dos militantes del sindicato socialista UGT en otra terraza de la calle Gravina.
Suma y sigue, Madrid era una constante vendetta desde que el 14 de abril de ese año 1936, quinto aniversario de la proclamación de la República, militantes de izquierda matasen a un alférez de la Guardia Civil llamado Anastasio de los Reyes, y su entierro se convirtiera en una película de apaches, como cuando los indios tienden una emboscada en el desfiladero. Desde los andamios de las obras que jalonaban el recorrido, los de izquierdas le disparaban al cortejo fúnebre, y desde abajo los de derechas respondían al fuego. Al final del desfiladero, en la calle O'Donnell, los Guardias de Asalto, bajo mando de un oficial socialista, se lanzaron a la carga contra el entierro y su jefe, un tal teniente Castillo, dejó medio muerto a un joven carlista. Ojo a ese nombre que será protagonista del verano.
Madrid era una constante vendetta desde que el 14 de abril de ese año 1936, quinto aniversario de la proclamación de la República, militantes de izquierda matasen a un alférez de la Guardia Civil
Entre los pocos que habían adelantado el veraneo estaba Indalecio Prieto, jefe del sector moderado del PSOE, que se marchó a su Bilbao natal con su hija, dejándole el campo libre en Madrid a su rival y enemigo Largo Caballero. Este dirigente, proclamado "el Lenin español", jefe del sector del POSE partidario de la revolución violenta, ya había intentado la rebelión armada contra la República en la fallida Revolución de Asturias del 34.
También estaba de vacaciones en Alicante José Antonio Primo de Rivera, jefe de la Falange, el partido fascista español. Además, eran vacaciones pagadas por el Estado, porque estaba en la cárcel. Detenido al poco de formarse el gobierno del Frente Popular, lo habían trasladado en junio de la Cárcel Modelo de Madrid a la de Alicante, donde gozaba de un régimen más que benévolo. De hecho, desde la cárcel alicantina José Antonio participaba en la preparación de la rebelión militar, manteniendo una fluida correspondencia con "el Director", es decir, el general Mola, a quien ofreció 4.000 militantes armados para el golpe. Era tanta la impunidad con la que conspiraba desde su celda, que el general Mola incluso le comunicó, sin temor a ser descubierto, la fecha del alzamiento.
Castillo y Calvo Sotelo
A Calvo Sotelo también le urgía salir de Madrid, incluso de España. Se sentía con razón en peligro, y había decidido no ir a Comillas, en la provincia de Santander, donde siempre veraneaba su familia, sino a Estoril, en Portugal. Pero como cabeza de la oposición parlamentaria no podía irse hasta el 20 de julio, cuando terminasen las sesiones de Cortes. Calvo Sotelo era el líder del llamado Bloque Nacional de las Cortes, y sesión tras sesión recitaba acusatoriamente los desmanes que se producían en España. La censura del Frente Popular, utilizando la Ley de Defensa de la República, impedía que la prensa informase de lo que estaba pasando, de modo que las intervenciones de Calvo Sotelo en las Cortes se habían convertido en la fuente de información sobre las alteraciones de orden público que el gobierno no podía, o no quería controlar.
Las denuncias del parlamentario soliviantaban a los diputados de izquierda, que le llamaban de todo. El 11 de julio volvió a exponer el caos en que vivía España, y la Pasionaria le amenazó de muerte. El historiador e intelectual republicano Salvador de Madariaga presenció el debate y lo contaría así: “Calvo Sotelo pronunció también un discurso … Cuando volvió a sentarse, entre aclamaciones y protestas de unos y otros, Dolores Ibarruri, la Pasionaria, del Partido Comunista de las Cortes, le gritó <<¡Este es tu último discurso!>>. Y así fue”.
Al día siguiente, 12 de julio, cuatro pistoleros falangistas, tras mucho tiempo buscándolo, localizaron a otro que no había podido salir de vacaciones, el teniente Castillo, el que mandaba la Guardia de Asalto que cargó contra el entierro del alférez de los Reyes. Le esperaron por la tarde a la puerta de su casa y allí lo mataron a tiros. En la crónica enviada por su corresponsal en España, el periódico izquierdista inglés Daily Worker llamó al asesinato de Castillo “el Sarajevo español”, en referencia al atentado que provocó la Primera Guerra Mundial. Pero todavía no había terminado la jornada del Sarajevo español.
Suma y sigue. Esa misma noche, o mejor dicho, en la madrugada del día 13, al filo de las 3 de la mañana, partió del cuartel de la Guardia de Asalto de la calle de Pontejos la expedición que debía vengar a Castillo. Iba un coche con cinco oficiales uniformados de la Guardia de Asalto, y una camioneta, la número 17, cargada de guardias y unos hombres de paisano: un capitán de la Guardia Civil llamado Condés, compañero de armas del teniente Castillo en la Guerra de África, y camarada en la ideología revolucionaria –ambos intentaron apoderarse del Parque Móvil de la Guardia Civil de Madrid en la Revolución del 34, y luego fueron juntos a la cárcel- y un señorito de buena familia que había salido rojo, Luís Cuenca Estevas, nieto de un general, consumado pistolero que ya había asesinado al estudiante falangista Matías Montero.
En unos minutos llegaron a la calle Velázquez nº 89, domicilio de Calvo Sotelo, donde el sereno les abrió el portal y los policías de la escolta oficial del jefe de la oposición, les dejaron pasar sin objeciones, como es lógico. Los policías no llevaban orden judicial, aparte de que Calvo Sotelo invocó su inmunidad parlamentaria, pero cortaron el teléfono para que no pudiera hablar con el Ministerio de Gobernación, y se lo llevaron. Al identificarse Condés como oficial de la Guardia Civil, el político se tranquilizó algo, pero de todas maneras le dijo a su mujer: “Ya sabrás de mí si éstos no me matan antes de media hora”.
No viviría tanto. Lo subieron a la camioneta y antes de pasar cinco manzanas, a la altura de la calle Ayala, Cuenca Estevas, el nieto de un general, le pegó dos tiros en la nuca. Luego lo llevaron al cementerio del Este, donde lo dejaron diciendo que era un sereno asesinado por unos delincuentes.
El veraneo del 36 estaba llegando a su punto álgido.
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