¿Se acuerdan de la Cannon y las cruzadas antimacarras de Charles Bronson? ¿De los machetazos en la cara de la saga Viernes 13? El estreno simultáneo de Pompeya, Brick Mansions y El heredero del diablo plantea preguntas de insondable profundidad cinéfila. ¿Sigue viva la serie B después de todo?
Entre eventos palomiteros de primer orden, grandes seriales cinematográficos y también muestras de cine de autor petardo, aún se estrenan pequeñas muestras de cine de género (aceptemos Pompeya como tal cosa) que tratan de mantener el pabellón de la dignidad con modestia, sudor y no pocas lágrimas. Y lo más importante de todo, con la capacidad de escalar a los primeros puestos de la taquilla, haciendo sonoras pedorretas a apuestas mucho más ambiciosas. La serie B -el denostado cine de género y bajo presupuesto- sigue siendo la herramienta creativa capaz de aportar cierta dosis de delirio, humildad y locurón a unas carteleras amenazadas por apellidos vascos televisivos y franquicias teledirigidas.
Regla número uno
El cine con decorados de cartón piedra pervive ahora en forma de espectáculo digital. Pese a haber costado 100 millones de dólares, el póster de Pompeya -la odisea catastrófica del británico Paul W.S. Anderson- muestra a los dos amantes besándose mientras un volcán estalla detrás suyo, algo que da la medida del recato y refinamiento intelectual del asunto. La película, de guión telegráfico -y menos de hora y media de duración- trata de asemejarse a inventos mayores como el Titanic de James Cameron, una maniobra que recuerda un poco a las argucias de productores como William Castle para hacer parecer sus películas mucho más de lo que eran. A juzgar por la taquilla española, al nivel de los últimos estrenos de superhéroes, a algunos ha debido engañar.
Pero hablar de engaño es hablar de, precisamente, William Castle, responsable de cintas como House of Haunted Hill o Trece Fantasmas -ambas, por cierto, recibieron su correspondiente remake- y que acostumbraba a utilizar todo tipo de ardides para atraer al público a los cines, prometiéndoles pánico y horror sin fin con trailers sensacionalistas, esqueletos sobrevolando las salas y enfermeras ensangrentadas escondidas tras las cortinas de los cines. Eran décadas más inocentes, los 50 y los 60, cuando el terror a los rusos y a la radiación permitían todo tipo de derrapes metafóricos.
El susto, ese recurso capaz de reducir el séptimo arte a una atracción de feria ambulante, es el más bello de los trucos para un cine sin pretensiones, puro y despojado, reducido a la más bonita artesanía. Castle, cuya figura fue recordada por Joe Dante -otro que tal- en la injustamente olvidada Matinee (la película, no la discoteca) podría ser nuestra mayor musa, el máximo exponente de nuestra idea de serie B.
Regla número dos
Se trata de un cine anclado al género por encima de todas las cosas. Y para género, el terror. Quizá como si una nueva versión de Castle se tratase, el productor Jason Blum ha logrado con mínimas inversiones convertirse en una de las firmas fundamentales del terror contemporáneo. El remix de encantamientos y posesiones Insidious fue realizado por sólo un millón de dólares y se aupó a los primeros puestos de la taquilla mundial, recaudando más de cien (en una proporción que ya querría para sí Avatar) y generando una franquicia en curso. Aún antes, la saga Paranormal Activity, filmada con cámaras domésticas, logró capturar a un público ávido de sensaciones fuertes con una inversión testimonial. Blumhouse, su productora, prepara ahora lanzamientos como la secuela de La noche de las bestias, una ‘home invasion’ que el año pasado logró repetir la jugada de las anteriores. En todas ellas, eso sí, el terror se esconde al fondo de nuestro pasillo o tras una máscara inexpresiva, como si las arañas gigantes de Castle hubieran emprendido la huida, temerosas de la trastienda de nuestra imaginación.
Todos a la tele. La explotación o exploitation nos ofrece todo tipo de delicias en pelotas, monstruos imposibles y asesinatos sanguinolentos. Los asesinos del fanta-terror de los ochenta -quizá la última de las décadas de oro de ese género- acostumbraban a destrozar campistas en pleno proceso de desvirgue, una advertencia para que las castas jovencitas no se apartasen del camino recto. Ahora, y dejando de lado delicias frikis como La cabaña en el bosque (simplemente, véanla), la reciente revolución de la ficción televisiva más adulta ha desplazado muchos motivos del género para mayores de 18 -últimamente violados en diversos remakes- a la pequeña pantalla.
Motel Bates, Hannibal, American Horror Story, Salem... todas ellas son reelaboraciones catódicas de conceptos previos, en algunos casos concebidas como compendio -como en la exitosa serie protagonizada por Jessica Lange- y sin medirse con la sangre, los desnudos y las vísceras. La apertura de la moderna televisión a este cine de serie B resulta más evidente todavía con el anuncio del futuro desembarco de la saga Viernes 13 en la pequeña pantalla.
Oh, la venganza. Charles Bronson hizo justicia en las calles en toda una colección de aventurillas financiadas por la Cannon -industriosa productora israelí que sembró de éxitos baratos las carteleras de los ochenta-. Fue el caldo de cultivo perfecto para que en la década siguiente Van Damme y demás émulos de Terminator y Rambo hicieran de las suyas en los videoclubs, conformando todo un ejército de intérpretes que ahora han encontrado la manera de sobrevivir presumiendo de arrugas. El género de la yayo-acción, cuyo máximo exponente es la saga Los Mercenarios, seduce a un público más veterano que todavía recuerda esos tiempos en los que un hombre podía solucionar sus problemas con una buena hostia. Quizá el héroe más inesperado de todos es Liam Neeson, quien tras el inesperado éxito de la saga Venganza ha logrado recolocarse como héroe de acción apesadumbrado, reviviendo su carrera con toda una serie de thrillers de acción de presupuesto ajustado y muy, muy rentables.
Si hay B, tiene que haber C y Z. Para trazar el mapa de esta huida hacia la modestia, nada como los mockbusters de la productora Asylum, una desopilante colección de rip-offs que convierte las imitaciones italianas de los setenta en un ejercicio de contención. Los videoclubs han muerto, larga vida al cine de videoclub. Piranhaconda, Megapiraña, Megashark vs. Crocosaurus, Transmorphers, Abraham Lincoln vs Zombies, Atlantic Rim, y por supuesto, la inprescindible Sharknado -de la cual este verano presenciaremos su secuela, con más tornados, bikinis y tiburones- con unos personajes ‘bien anclados en el suelo’ según su director, pululan a gusto por internet, los canales de pago y plataformas digitales. Pero mejor que hablen sus trailers: