El culebrón pop de esta semana ha sido el proceso por plagio contra Shakira y Carlos Vives por su éxito global “La bicicleta” (2016), dirimido en un juzgado de Madrid. Las dos estrellas se enfrentaban al cantante cubano Liván Castellano Valdés, que reclamaba por las similitudes con un fragmento de su canción “Yo te quiero tanto”, de 1997. Los interrogatorios, seguidos con detalle por los medios españoles, no aclaran mucho sobre el conflicto.
Si tecleamos las palabras “Shakira” y “plagio” en Google nos encontramos una cascada de casos que van desde las reclamaciones del salsero Jerry Rivera a las del reguetonero dominicano El Cata, pasando por el episodio de “Waka Waka”, la canción oficial del mundial de fútbol 2010, que todo el mundo identifica con Shakira y en realidad es un himno tradicional de Camerún popularizado el grupo Golden Sounds.
¿Importan los detalles de a quién y cuánto copia Shakira en cada caso? Por supuesto, aunque la mayoría son cuestiones menores de reparto contractual (hay más descuidos burocráticos de lo que parece). El problema cultural que está en juego es mucho mayor y tiene que ver con la actual industria del ocio. Me refiero a un sistema que recompensa a los músicos ricos, poderosos y radicados en Occidente por creaciones musicales surgidas de los guetos del sur del planeta. Y no solo se beneficia Shakira, sino también otras estrellas como Madonna, Diplo o los discjockeys que triunfan cada verano en Ibiza.
El conflicto se entiende mejor con ejemplos. Joao Brasil es un icono de la tecnobrega, género popular entre las capas más pobres de la población brasileña. La falta de una industria musical sólida en los barrios marginados llevó a a esta escena a regalar sus canciones en la calle para atraer público a las fiestas. ¿Qué debió pensar este artista durante la noche de 2012 en que, en mitad de una pinchada, se le llenó el móvil de mensajes de amigos avisando de que Madonna había fusilado su canción “Banana”? La reina del pop la llamó “Give Me All Your Lovin” y llegó a interpretarla en el descanso de la Super Bowl.
¿Recibió el artista brasileño alguna compensación por el saqueo? No, para empezar porque su discográfica (Man Recordings) decidió no hacer reclamación alguna. “Mejor ser amigo de Madonna que enemigo”, declararon. Resumiendo: algunas estrellas disponen de tanto poder, visibilidad y abogados que un artista pobre tiene mucho que perder y poco que ganar en un juicio contra ellas. Mejor agradecer la atención y confiar en que la diva pop de turno te ofrezca la propina de llamarte como telonero cuando su gira llegue a Brasil o donde sea que vivas.
Energía y credibilidad callejera
Visto este caso extremo, se entiende mucho mejor la relación de Shakira con el reguetonero dominicano El Cata. Éxitos globales como “Loca” o “Rabiosa” fueron creados por este rimador de barrio, prácticamente desconocido fuera de su país, hasta que llega la estrella colombiana y le ofrece cantarlos a cambio de que ella fuese incluida también en los créditos (su aportación puede consistir en blanquear un par de rimas macarras para que no moleste a ningún esponsor y sea más sencillo que suene en radiofórmulas).
Sobre el papel, todos ganan, pero quien se beneficia de manera constante es Shakira, que aprovecha su posición de privilegio en la industria para hacer caja con canciones de todo el planeta y firmar jugosos contratos publicitarios con marcas (coches, lácteos, enjuages bucales...) que nunca aceptarían patrocinar al macarra pobretón que compuso canciones. En realidad, desde los años noventa, la industria musical usa la estética y los sonidos credaos en los barrios pobres para animar canciones pop estandarizadas y dar un toque de credibilidad callejera a sus artistas. Nada viste más grabar un vídeoclip en la favela (Michael Jackson) o poner un gueto como decorado (Enrique Iglesias).
"El método de Diplo de saquear ideas ajenas sin pudor es tan conocido que incluso fue expulsado de la fiesta underground Ghetto Gothik en Nueva York por tomar fotos y vídeos"
Volvamos a Joao Brasil. Antes de que Madonna hiciera una canción calcada a su “Banana” se había acusado de plagiar el mismo tema a la artista Nicola Roberts, en su canción “Beat Of My Drum”. Esta pieza está producida por un Diplo, superventas estadounidense que seguramente el ejemplo de saqueador en serie que mejor ilustra la tesis de este articulo.
Hijo de una familia rica de Florida, Diplo estudió antropología y luego decidió hacer unas prácticas en la revista 'Colors' de la firma de moda italiana Benetton. Instalado en las oficinas de Milán, conoce a un joven brasileño que le habla del funk de las favelas, un estilo sencillo y hedonista que le fascina. Viaja al Rio de Janeiro para vivir esas fiestas en directo y vuelve con una 'mixtape' -titulada 'Favela on blast', 2004- donde no acredita a ninguno de los músicos locales. Las quejas por esta falta de respeto le llevan años más tarde a dirigir un documental mostrando el rostro de los creadores de este estilo.
En todo caso, mientras los artistas apenas han mejorado su situación económica, Diplo se ha hecho millonario gracias a sus sesiones, su producción del aclamado disco “Arular” (M.I.A) y sus temas para estrellas pop globales como Madonna y Beyoncé. Casi todo lo que firma se apoya en lo aprendido visitando los guetos del Caribe y América Latina, pero sin referencias a los conflictos que sufren estas zonas.
Su apuesta más exitosa es Major Lazer, un proyecto donde lleva al pop la música de los barrios pobres de Jamaica. La carrera de Diplo ha sido extensamente patrocinada por marcas 'cool' y su nombre ha aparecido muchas veces en la lista Forbes de los músicos electrónicos que más cobran del planeta.
La cultura electrónica se basa en la cita, la remezcla y el sampleo, elementos presuntamente democratizados que al final han terminado reforzando los privilegios de quienes tienen colchón financiero, pasaporte occidental y contactos en la industria de la moda, la publicidad y la música. El método de Diplo de saquear ideas ajenas sin pudor es tan conocido que incluso fue expulsado en 2011 de la fiesta underground Ghetto Gothik en Nueva York por tomar fotos y vídeos. Se le acusó de "imperialismo cultural", una vieja expresión en desuso desde los años setenta que vuelve a tener relevancia en nuestra época (el profesor de la universidad de Virginia Siva Vaidhyanathan la suele aplicar a los oligopolios de Silicon Valley).
Cultura del 'sound system'
Podemos terminar con el caso de los discjockeys. Es importante comenzar diciendo que el origen de esta figura se sitúa en Jamaica en los años cincuenta, cuando los habitantes más pobres de la isla caribeña deciden organizar su propio ocio (no podían pagar el que ofrecía el mercado) sacando a la calle enormes torres de bafles, micrófonos y tocadiscos para montar fiestas callejeras, los famosos 'sound systems'.
Este fenómeno es clave para la música popular del siglo XX, ya que la emigración llevaría el invento a Nueva York (donde contribuyó al nacimiento del hip-hop), Reino Unido (donde fue semilla de las fiestas 'rave') y América Latina (donde alumbra la extensa red de 'sonideros'). Como verán, el origen de esta cultura es afrolatina y caribeña, así como todos sus pioneros, pero cuando abrimos hoy la lista 'Forbes' de discojockeys que más cobran del mundo la inmensa mayoría son chicos blancos universitarios de clase media. Algo falla en la retribución de la creatividad musical.
Géneros como el 'house' y el 'techno' también tienen pioneros de piel oscura que nunca llegan al nivel de beneficios, repercusión mediática e ingresos publicitarios de sus compañeros blancos. Más que un plagio aquí y allá, nuestro problema es que las llamadas industrias creativas (música, moda, publicidad…) tienen un sesgo elitista que beneficia a los artistas más privilegiados. Quizá es tiempo de repensar el sistema para profundizar en la democracia cultural.
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