Cultura

Sobre el periodismo de lo cotidiano

Me entero por Twitter de que los medios de comunicación llevan semanas informando de una ola de calor que vendría a corroborar las tesis más hiperbólicas sobre el cambio climático.

Me entero por Twitter de que los medios de comunicación llevan semanas informando de una ola de calor que vendría a corroborar las tesis más hiperbólicas sobre el cambio climático. Calor en agosto, ¡habráse visto! Uno tiene la sensación, no obstante, de que cualquier fenómeno sirve para confirmar las tesis oficiales sobre el cambio climático. Que nieva en Madrid en enero… ¡He ahí la prueba de que nuestro mundo se derrite! Que no deja de llover durante todo el mes de abril… Es por el calentamiento global, sin duda. Que los árboles clarean en otoño… Tenemos que hacer algo ya, oiga.

Naturalmente, muchas personas sensatas han criticado este empeño mediático de ideologizarlo todo, incluso el calor, y de elevar a la categoría de noticioso lo que no lo es en absoluto. Yo me adhiero entusiasmado a las críticas: una ola de calor en el mes de agosto tiene a priori el mismo valor periodístico que, no sé, una estupidez farfullada por alguno de los miembros del gobierno socialecológico y de progreso que nos dimos democráticamente hace un par de años. Pero me adhiero con un matiz. Pese a todo, sospecho que las malas artes de los medios de comunicación en esta cuestión concreta, travistiendo de novedoso lo que es simplemente normal, presentando lo común como extravagante, pueden ayudarnos a reflexionar sobre lo que el periodismo es y sobre lo que debería ser.

El periodista es ese misterioso hombre que valora más el fracaso de un matrimonio roto que el milagro de unos esposos que se juran amor eterno y cumplen su promesa

Mientras maldecía el alarmismo climático de las televisiones, caía también en la cuenta de que hay algo desordenado, casi insano, en la búsqueda periodística de la excepción y la rareza. No termina de agradarme la identificación entre lo noticioso y lo estrambótico. El periodista debería poder referirse al calor de agosto ―alabarlo en una columna, llorarlo en un reportaje― sin necesidad de presentar tal fenómeno como una anomalía. ¿Qué clase de razonamiento nos hace concluir que los periódicos deben rendirse a la novedad y obviar la cotidianidad? ¿Qué monstruosa lógica nos aboca a estimar más noticiosa una ventisca, con todo lo que destruye, que un día soleado, con todo lo que propicia? Si los medios de comunicación pretenden retratar atinadamente la realidad, ¿cómo prescindir de la norma para echarse en brazos de la excepción?

En un pasaje de su novela La esfera y la cruz, Chesterton se extraña precisamente de esto: "La gran debilidad del periodismo moderno radica en su afán de ser una fotografía de nuestra moderna existencia, pues no es más que una foto hecha meramente de excepciones. Damos en grandes titulares que un hombre se ha caído de un andamio. No damos en grandes titulares que un hombre no se ha caído de un andamio. Y este último hecho es mucho más fundamental, mucho más digno de ser tenido en cuenta, porque anuncia que esa torre hecha de misterio y terror que es el hombre aún puede enseñorearse en la Tierra".

Recobrar el asombro para elevar el periodismo

Tras los defectos del periodismo contemporáneo entrevemos un hastío, una desolación. Obvia esos sucesos normales que vertebran la vida del hombre también normal porque ya no percibe, es incapaz de hacerlo, la maravilla que se manifiesta en ellos. El periodista es ese misterioso hombre que comprende la importancia de que un tren cargado de pasajeros descarrile, pero que ignora, a su vez, el prodigio de que un tren igualmente atestado llegue sin incidencias a su destino. Ese misterioso hombre que valora más el fracaso de un matrimonio roto que el milagro de unos esposos que se juran amor eterno y cumplen su promesa. Ese hombre que, con la deletérea tinta de su pluma, eleva el mal y el sufrimiento a la categoría de norma y confina el bien en el infierno de la excepción.

Sin embargo, aunque constatemos el halo de misterio que envuelve al periodista, la rareza de sus predilecciones, no hemos de desconsiderar que ha crecido y que vive en una comunidad concreta. No es tanto la causa de un problema como su síntoma. Si sus reportajes versan sobre la corrupción del PP valenciano y no sobre la sencilla honradez de un taxista, sobre un asesinato y no sobre un nacimiento, es porque los lectores prefieren la tenebrosa policromía de las excepciones a la solo aparente monocromía de la cotidianidad. Cuando los ciudadanos de periódico matutino y telediario a las 21:00 expresan su deseo de "estar al día", están expresando veladamente un inconfesable deseo de chapotear en la ponzoña ajena.

Quizá el remedio a los males del periodismo contemporáneo estribe, primero, en recobrar el asombro por esos pequeños milagros diarios que acontecen ante nuestros ojos y que nosotros ya hemos dado por sentado, o en escribir como Jesús Montiel en su sublime Casa de tinta: "Siguen pareciéndome más interesantes que los telediarios los gatos, las peripecias de las hojas, ese brillo elástico que el agua deposita en las aceras. Todo sigue siendo emocionante. Ignoro el día en el que lo secundario me secuestró".

Cuando hayamos redescubierto la belleza de lo cotidiano, esa belleza que suena como el despreocupado canturreo de un mirlo, repararemos en que las mayores primicias no son precisamente las que aparecen en televisión.

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