“No hago películas para hacer obras de arte. Ruedo películas para poder pagar las facturas”. Así se despachaba en uno de sus clásicos comentarios el eminente John Ford. Quizá por esa falta de pretensiones que siempre le acompañó colmó las pantallas de séptimo arte, al contrario que otros obsesionados con alcanzar algo sublime y que se estancan en la mediocridad. John Ford fue un magnífico director de cine, pero también alguien en peligro de extinción en nuestro tiempo: una persona humilde.
Estamos rodeados de ególatras. Será el marketing, las redes sociales, la propagación del individualismo frente al colectivismo… No lo sé. Pero de lo que no hay duda es de que no cabe un Narciso más entre nosotros. “Darse importancia” se ha convertido en el deporte favorito de una sociedad en búsqueda permanente de rumbo.
Maestros como Ford son hoy más necesarios que nunca. “Ha dicho usted que alguien me había definido como el gran poeta de la epopeya del Oeste, y yo no sé qué es eso. Yo diría que es una gilipollez”, apuntó en una ocasión. Este mismo sábado se celebran los Goya, y no esperen ninguna declaración en este sentido fordiano: “Nunca pensé en lo que hacía en términos de arte, o esto es grande o estremecedor, o cosas por el estilo. Para mí siempre fue un trabajo”.
Más bien al contrario. Nos saturarán con discursos no ya políticos, sino trascendentales, en ese inevitable tic del artista de sentirse el ombligo del mundo. Como Eduardo Casanova pidiendo que se gaste más dinero público en subvencionar películas españolas mientras se sigue sin aprobar una ley que de apoyo económico a los enfermos de ELA.
A medida que los directores aspiran a ser más que nunca artistas, las plataformas y salas de cine se colman cada vez más de productos inentendibles para torturar a los cada vez más exiguos espectadores del séptimo arte. Sí, John Ford hace mucha falta hoy en día, porque sobra prepotencia y narcisimo.
En el libro sobre John Ford de Peter Bogdanovich, editado en España por Hatari Books, le pregunta:
-Su imagen del Oeste, con los años, se ha ido haciendo cada vez más triste…
-Quizá, no lo sé; no soy psicólogo. A lo mejor es que estoy envejeciendo.
John Ford tiene algo de Miguel de Cervantes. Solo quien dio a luz a la gran obra maestra de la Historia de la Literatura podía comenzar el prólogo de la misma apelando a su falta de talento: “¿Qué podía engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios…?”.
No son tiempos para los humildes, pero los humildes seguirán marcando el destino de los tiempos. En un acto que cubrí recientemente para el periódico, uno de los asistentes se acercó para darme la enhorabuena y mostrar su admiración por mi trabajo. Había quedado muy impactado por la velocidad de mi mecanografía, y apuntó que él era torpe para esos menesteres. Le di las gracias y me dio su nombre. Poco después descubrí que aquel hombre era un eminente científico que incluso había llegado a presidir la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. Que alguien tan honorable valorase en algo a un juntaletras como yo me conmovió.
El espíritu de John Ford sigue impregnando ámbitos de la sociedad. Está en aquel científico, pero también en la amiga de mi madre –a quien todos llaman ‘la titi’ en el pueblo. Es quien regenta uno de los pocos bares que quedan y todos los domingos prepara una paella que goza de gran éxito. Cuando murió mi tío, tuvo el detalle de llevarnos la paella para que mis abuelos y la familia comieran sin tener que cocinar aquel día. Lo hizo sin darse importancia. Sin ni siquiera entrar en casa. Llamó a mi madre, se la entregó en la calle, casi a hurtadillas y se marchó.
Este mundo necesita más John Ford, más gente que no se da importancia, más actos nobles en la oscuridad y menos mediocres en primera plana.