Cultura

Sorolla o el pintor de la luz, la familia y las clases humildes

Más allá de su increíble obra pictórica la vida de este pintor me hace tener fe en que hay formas de crear sociedades justas, ricas en un sentido material, intelectual y espiritual

Las casualidades que nos trae la vida no nos lo ponen fácil a la hora de luchar contra nuestras inercias y obsesiones. Entre las múltiples que padezco hay pocas confesables, una es la de escaparme al Museo Sorolla cada vez que me paso por Madrid. Normalmente, excuso mentalmente mi reincidencia recordando la gran maestría del pintor valenciano y la paz que se respira en los jardines del recinto. Para mi última visita al museo no necesité justificaciones extra: la exposición temporal que hay hasta junio vuelve imperativa la visita pues está centrada en la infancia, uno de los temas emblemáticos del artista junto con las escenas marítimas.

Descubrí a Sorolla muy temprano por una de las causas más efectivas para que los niños se interesen por asuntos que, en teoría, son para adultos: por aburrimiento. Mis padres tenían una colección bibliográfica de grandes maestros de la pintura colocada en la balda inferior de una estantería que llegaba hasta el suelo.

Una tarde de tedio comencé a sacar diferentes ejemplares, observando con curiosidad y extrañeza las imágenes que aparecían en ellos. De ellas tengo escasos recuerdos que me hacen sonreír al evocarlos desde la perspectiva adulta. Me gustaría poder ver la cara de extrañeza que recuerdo haber sentido observando los enanos del tomo de Velázquez. Me familiaricé con el sentimiento de morbo al acudir una y otra vez al Saturno devorando a sus hijos de Goya: ¿por qué me atraía provocar intencionalmente el pavor que me producía contemplar esa imagen?

La relación con el tomo de Joaquín Sorolla fue, sin embargo, distinta. El primer motivo es completamente circunstancial: soy de Valencia y la maestría del pintor de mi tierra es tal que cualquiera que visita Levante y contempla después sus cuadros queda impresionado por la exactitud y belleza con la que quedan capturadas esa luz y colores tan específicos de esos parajes.

Recuerdo haberme dicho “ah, esto sí lo conozco yo” al observar sus cuadros. Es bastante probable que de haber sido yo de San Sebastián esas imágenes me hubieran resultado indiferentes, entre otras cosas porque los paisajes del norte de España no los llegó a dominar Sorolla con el mismo acierto que los de su tierra natal.

La segunda circunstancia que favoreció que estrechara vínculos con este pintor fueron las ganas de imitarle, entre otras cosas porque -en mi ingenuidad- creí que su estilo impresionista resultaría más sencillo de ejecutar que el figurativo: “Es imposible que pueda dibujar como este Velázquez y sus enanos y señores montando a caballo, pero quizá sí puedo copiar estas mujeres paseando por la playa. Unas manchitas por aquí, otras por allá, y listo.”

Gracias a esos intentos -evidentemente fallidos- comprendí en primera persona lo que Picasso resumió en una sencilla frase: “Aprender a pintar como los pintores del renacimiento me tomó unos años; pintar como los niños me llevó toda la vida.” Si con cuatro pinceladas un impresionista es capaz de representar una figura humana es porque antes ha conseguido dominar el dibujo, la anatomía humana y sus proporciones, los ángulos, las perspectivas, el color e infinidad de factores de los que no solemos ser conscientes y que llevan a muchos a afirmar del arte impresionista y del movimiento abstracto aquello de “bah, esto también lo hago yo”.

Sorolla, familiar y mal comprendido

La figura de Sorolla me atrae también porque no encaja en ninguno de los estereotipos que solemos asociar con los artistas: el del ser doliente y contrariado, o el vividor que exprime voluptuosamente los placeres mundanos que suele traer consigo la fama. El pintor valenciano, por el contrario, fue un hombre muy familiar, entregado a su mujer y a sus hijos y a quienes retrató constantemente. Este aspecto de la vida de Sorolla aparece especialmente reflejado en la exposición temporal, gran parte de los protagonistas son sus propios hijos. Sorolla retrató una y otra vez escenas domésticas que llegan especialmente al corazón de aquellos padres felices de serlo.

El cuadro “El columpio” rinde homenaje a las mujeres de clases humildes encargadas de cuidar niños ajenos

Quienes visiten la exposición podrán disfrutar de uno de los cuadros más emblemáticos, "Madre”, que muestra a Clotilde -su musa y esposa- reposando en la cama exhausta tras dar a luz, junto a la recién nacida Elena. Al lado de este óleo se encuentra “El primer hijo”, una acuarela exquisita de su mujer dando el pecho en la alcoba del bebé, una escena intimista y cargada de ternura. En ella se ve la cuna de madera que adquirió el matrimonio haciendo un gran esfuerzo económico, mueble que la familia conservó y que el museo exhibe en esa misma sala, una pieza de carpintería muy bella.

Gracias a su éxito Sorolla logró una posición económica holgada, aunque no por ello olvidó sus orígenes humildes. Conservó siempre un compromiso social que suele señalarse con el famoso cuadro “Trata de blancas”. En la exposición temporal queda recogido este rasgo que admiro del autor en el cuadro “El columpio”, donde podemos ver un bebé durmiendo en un remedo de cuna-balancín y vigilado por un aya. En esta obra Sorolla hace un homenaje a las mujeres de clases humildes encargadas de cuidar niños ajenos. .

El mismo museo refleja el compromiso del matrimonio con la sociedad, pues el edificio es el antiguo hogar del pintor y su esposa. La casa pasó a ser propiedad del Estado por decisión de ella, quien la donó tras la muerte del pintor como parte de una fundación benéfica y docente. Si Sorolla llegó a ser un artista legendario no fue sólo por su indudable talento sino también por todas las becas que recibió para poder desarrollarlo: el pintor quedó huérfano a los dos años y quienes se encargaron de criarlo pertenecían a una clase social muy humilde.

Quizá éste es el motivo por el que tengo especial devoción por Sorolla; más allá de su increíble obra pictórica la vida de este pintor me hace tener fe en que hay formas de crear sociedades justas, ricas en un sentido material, intelectual y espiritual, y que esas formas no se reducen a las dos simplificaciones ideológicas dominantes: un libertarismo que cree ingenuamente en la figura del hombre hecho a sí mismo, o el socialismo desbocado y confiscatorio que no confía en la capacidad de la sociedad civil para apostar por el compromiso social desde el convencimiento propio, sin necesidad de violentar la libertad individual.

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