Escribir la historia de la España contemporánea ha sido una empresa espinosa, escribe la historiadora Pamela Beth Radcliff en la primera línea de este ensayo. Con una dificultad histórica acumulada, así arranca La España contemporánea, un libro que pretende dibujar una nueva concepción de la nación moderna y que abarca desde 1808 hasta nuestros días. En este ensayo publicado por Ariel, la hispanista estadounidense procura situar la historia de España en el panorama global europeo, alejándola de la tensión implícita entre fuerzas opuestas que tradicionalmente han jalonado la visión que sobre ella se ha tenido: entre laicismo y el catolicismo, entre la leyenda negra de ella como país atrasado y la exotización romántica del genio español expresada en la iconografía, por ejemplo, que comenzó Bizet con su Carmen en el XIX y que apuntalaron Hemingway y Orwell en el siglo XX.
El punto de partida de Radcliff es bastante claro. La hipótesis apunta a que en lugar de hablar de una lucha entre dos Españas, una moderna y otra tradicional, los siglos XIX y XX constituyen un período de síntesis. España construyó su propio y accidentado camino hacia la modernidad. Se trató, asegura, de un proceso contradictorio muy distinto del relato aislado que se ha hecho hasta ahora de ese periodo. Según ella, entre finales de los siglos XVIII y XIX las biografías nacionales lucharon por articular dos versiones de la identidad de España: una enraizada en el catolicismo y en la heroica conquista religiosa, y la otra que se centraba en las libertades seculares, tal y como aparecían en la Constitución de Cádiz de 1812. “La concepción de dos Españas en guerra entre ellas parece que quedó confirmada por una especie de aparentemente interminable serie de guerra civiles, que se iniciaron con la primera guerra carlista en la década de 1830 y culminaron con la apoteosis de la Guerra civil de 1936-1939”, asegura Radcliff, quien ha desarrollado su trabajo de investigación a partir de temas como sociedad civil, movilización popular, así como género e historia de las mujeres en España.
Leyenda Negra y más allá
En estas páginas, la profesora de Historia de la Universidad de California plantea que la tradición histórica angloamericana –caracterizada por un anti catolicismo profundamente enraizado- ayudó a crear una profunda y muy antigua hostilidad hacia la historia española. “España se consideraba el país dela Inquisición Intolerante, lo que motivó la Leyenda Negra de la España moderna, un país atrasado a causa del fanatismo religioso”. El reverso de la Leyenda Negra implantada por la Ilustración Francesa fue desactivada por el arrebato romántico, una visión que comenzó con Lord Byron que aclamó a los valientes españoles que lucharon contra la invasión napoleónica, una visión que se popularizó con la Carmen de Bizet y que llegó a sus expresiones más claras en el siglo XX con George Orwell o el mismo Hemingway. Fuese desde un punto de vista negativo de sustrato anticlerical y otro positivo, por no decir pintoresco, España siempre fue considerada en la historia global europea como algo diferente, propone Radcliff.
A través de un arco histórico de más de doscientos años, desde 1808 hasta el presente, la historiadora se detiene es distintos elementos que configuran políticamente España. Llaman la atención algunos rasgos culturales que se mantienen, por ejemplo: el demos como un asunto ‘oral’, que surgió en los ambientes urbanos de final del siglo XVIII y principios del XIX como una serie de pequeños espacios que configuraron la práctica política. Nutridos por una cultura basada en espacios públicos físicos como la plaza mayor y en tradiciones como los grupos de discusión o tertulia, el modo de transmisión en gran parte oral, la dramatización del mundo a través del teatro, las canciones, las imágenes y los rumores, los españoles desarrollaron una concepción política proyectada hacia el otro. Ese elemento, junto con el desarrollo de la cultura del Café o el bar además de la irrupción, entre los años de 1808 y 1814, del periódico y los panfletos, reforzó el carácter discursivo de la cosa pública.
A ese elemento, se suma el papel cultural de la Iglesia en la vida ciudadana y que tuvo como punto de inflexión importante el interludio liberal de 1820 hasta 1823, después de la cual la iglesia se vinculó cada vez más al absolutismo en contraposición al liberalismo. Lo cual quiere decir, según la historiadora, que el proceso de flexibilización y modernización, a medida que decaía la aristocracia y el clero, fue un proceso desigual según cuál región. El papel de la religión también es estudiado por Radcliff desde el punto de vista de la cultura constitucional a partir de las Cortes de Cádiz. Según la historiadora, “la cultura constitucional española aceptaba la religión en lugar de expulsarla.
El siglo XX
El principal prisma con el cual analiza la España del siglo XX son los intentos del paso desde la política elitista liberal del siglo XIX a la democracia de masas. El fracaso de la República en tanto concepto, asegura Radcliff, debe ser visto no como un episodio únicamente imputable a una “tradición del fracaso” española, sino que producto también de unas circunstancias que determinaron ese momento histórico. Según Radcliff, la española fue una de las muchas democracias fallidas durante el periodo de entreguerras. “Incluso las pocas democracias establecidas seguían experimentando con diversas coaliciones, programas y grandes acuerdos que pudieran estabilizar los intereses heterogéneos de sociedades movilizadas dentro de unas reglas del juego compartidas”. No bastaba el voto universal para la consolidación de una república sino la negociación y la capacidad de generar un concierto bastado en las instituciones. Eso fue difícil en todos los países en aquel contexto.
“Parece difícil negar que las decisiones humanas están limitadas y forjadas por las circunstancias, por ejemplo, que los partidos socialistas y católicos de la década de 1930 tomaron sus decisiones partir de una visión del mundo diferente que sus homólogos en la Europa occidental de las décadas de 1950 y 1960. Sin duda, todos los actores podrían haber tomado decisiones mejores, pero no todas ellas eran igualmente plausibles en ese contexto específico. Así, se perdieron oportunidades, pero también se enfrentaron problemas de difícil solución”, escribe la historiadora, quien insiste que un ejercicio de comprensión de la historia obliga a dejar de lado los juicios morales y a hacer un análisis comparado que parta del contexto.
Esa misma visión comparada de la historia lleva a Radcliff a analizar la Guerra Civil española desde un punto de vista más desapasionado. “¿Cómo evaluamos el significado de un conflicto sangriento que costó más de medio millón de vidas y traumatizó a millones más? (…) Parece claro que la respuesta se encuentra en algún punto entre los relatos morales en conflicto del fascismo contra la democracia o civilización cristiana frente a comunismo, pero es difícil situar el equilibrio exacto de las fuerzas y no resulta sorprendente que los españoles sigan profundamente divididos”. Sin negar la encrucijada que supuso para España el golpe de Estado contra la República, relativiza que una España en la que hubiese triunfado el bando republicano hubiese recibido apoyo en la Europa de ese entonces. Ninguno de los factores internacionales actuó a favor de la república, ni siquiera por el hecho de haber sido elegida democráticamente. Un elemento de contexto, nuevamente, añade sentido a su análisis: ¿en aquella Europa recorrida por los fascismos era posible?
El mayor atraso y el progreso más veloz
Radcliff analiza el franquismo como un ciclo, es decir, describe el cambio de la economía, la sociedad y la cultura desde la década de 1930 hasta 1970. Para ello, vuelve a recurrir a la perspectiva comparada. España, además de sus profundas grietas políticas, se enfrentaba como el resto de Europa a las consecuencias de una guerra devastadora. Eso produjo que la sensación de atraso y retroceso fuera mayor, no sólo por la acción del régimen franquista de borrar todos los elementos de la sociedad republicana, desde las asociaciones y escuelas seculares hasta la igualdad de género y las culturas regionales, sino también un elemento general de desmantelamiento. A eso se suma una síntesis de situaciones. Tras la victoria de los Nacionales y durante la instauración del franquismo, a las clases existentes, o la noción de tal cosa, se sumó un nuevo orden social de los ganadores y perdedores, que quedó confirmado en el trato vengativo a estos últimos, que quedaron expuestos no sólo a la muerte y a la prisión, sino también a la marginación social y económica continuada en todas las instituciones: la familia, la mujer como rol político, la educación, la esfera pública.
El franquismo, asegura la historiadora, resume el periodo más negro de atraso político y social pero es también el que entre las décadas de los sesenta y setenta incluye la transformación más rápida que haya experimentado jamás la España del siglo XX. La capacidad destructiva del franquismo se debilita en tanto se acerca la década de los setenta, un fenómeno que tiene su expresión específica en la economía y la cultura y que se expresará finalmente la transición política hacia la democracia, que es donde se asentaron unos valores compartidos de consenso que determinaron la convivencia institucional, la creación de un sistema de partidos al mismo tiempo que la restauración monárquica.
La cultura política de esa armonía que describe la historiadora comenzó a cambiar durante el último gobierno (en minoría) del PSOE. “Así, durante la campaña electoral de 1993, el PSOE intentó aumentar sus apoyos al relacionar al PP con el franquismo, rompiendo el acuerdo implícito de no instrumentalizar el pasado. Hasta ese momento había existido una serie de consensos fundamentales entre los partidos principales sobre varios temas básicos, aunque con estilos e intensidades diferentes: el enfoque híbrido de políticas económicas y sociales que combinaban el neoliberalismo y la protección del Estado del bienestar; en un equilibrio inestable; la aceptación del marco constitucional de las autonomías; los parámetros de k la lucha antiterrorista. Sin embargo, asegura que cada partido alimentó las llamas de la disputa refugiándose en discursos simbólicos e identitarios no sólo a través de situaciones como al memoria histórica sino también en la eclosión de conflictos regionales cuyas tensiones quedaron aparcadas, e incluso postergadas, en la Transición. Lo que consigue Radcliff, sin embargo, es arrancar esta tensión del debate estrictamente regional para plantearlo en la clave continental: la realidad europea no escapa a la clave de desmembramiento.
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