Cultura

El suspense de Hitchcock está sobrevalorado

¿Fue el cineasta un adelantado del capitalismo 'woke'?

Si repasamos ese portento llamado Los pájaros podríamos ver, dentro de una riquísima paleta de matices, cómo Hitchcock inaugura en 1963 una nueva forma del miedo inducido, esta vez dirigido a la entera naturaleza, al suelo que pisamos. Lo que antes era un lírico motivo popular, esas aves "que surcan un cielo sin veletas", ahora es un fondo de pavor interminable. Tan cargado de signos maléficos, que apenas tiene ninguno inocente. Como si una inteligencia luciferina estuviera agazapada en cada una de las antiguas criaturas, esperando el momento de pillar desprevenido al hombre y la mujer que pisan y pesan en la tierra. Es difícil separar ese final de Los pájaros, con una multitud de siniestros pájaros en espera, sin saber cuándo y por qué van a atacar, de la muchedumbre inescrutable que para nosotros es la sucia humanidad de las afueras. Y esto tanto en cuanto a nuestro pasado como en cuanto al actual peligro amarillo, moreno o rojo que obsesiona a la insularidad wasp que dirige a Occidente. Se trata de un pánico civil y puritano del que el suspense del autor de Con la muerte en los talones, mucho más perversamente convencional de lo que hemos querido admitir, fue siempre un inteligente servidor.

La ventana indiscreta (1954) es moderna, mucho. Armada con esa elegancia tersa de los trajes, y los peinados, tan característica de aquellas décadas prodigiosas. Hasta el teniente Doyle está más que presentable. Y el conjunto vibrando en la superficie de unos planos saturados, en esa estética pulcra que tanto gusta a Alfred. A mil años luz del neorrealismo, parece que entre los protagonistas no puede haber nadie feo. Grace Kelly (Lisa Carol Fremont), Thelma Ritter (Stella) y James Stewart (Jeff) llenan la pantalla. Hay en esta cinta como una adelantada plenitud pop, muy lejana a la tristeza metafísica de otra "América. La de un Hopper, por ejemplo. Naturalmente, la corrección política puede encontrar motivos de queja. Uno mismo ha visto algunos. Pero no por las posibles imperfecciones, prácticamente ausentes, sino por su casi perverso afán de perfección. ¿Tiene Hitchcock un problema con el vacío, lo imperfecto, lo sucio o indefinido? Lo tiene, tanto o más que el que tiene con las mujeres. Para empezar, ¿por qué su heroínas -Kelly, Hedren, Saint, Novak- han de ser siempre tan rubias, tan impecables, tan apolíneas?

Hitchcock sobrevalorado

No solo eso. Es como si, haciéndose eco adelantado de nuestra vocación contemporánea de transparencia, en Hitchcock todo lo privado fuera digno de atención morbosa, de adoración o de duda. Hasta el elegante detective Doyle tiene que reconvenir a Jeff y recordarle que la vida privada no puede hacerse pública. Late en La ventana indiscreta aquel viejo emblema según el cual los vicios particulares sostienen las virtudes civiles. Hitchcock parece oscilar, ante esa dicotomía, entre la fascinación por los secretos cotidianos y una cierta repulsa hacia ellos. Según la cual (Good newsno news) cualquiera que oculte algo es en principio dudoso. Hace aproximadamente un siglo que Weber sitúa en una aversión a la "cultura de los sentidos" el origen de la ética protestante del capitalismo norteño. Tiene gracia que, siendo tan anticomunista, Hitchcock insinúe en cada compatriota oscuro un potencial bloque del Este, con su laberinto monstruoso.

En el fondo, la incriminación del Otro es el gran leitmotiv de Hitchcock; esto le convierte en una especie particular de perverso

La radiante Lisa, los apuestos Jeff y Doyle se libran en La ventana indiscreta de eso. También la ocurrente Stella, cuyo desparpajo le absuelve de cualquier secreto inconfesable. Ellos son los que están de este lado. El resto, quién sabe. Entre la ética del respeto y su vocación ocasional de fisgón, Jeff vacila. Y no siempre es piadoso con lo que ve y oye en la fachada de enfrente. Las dos mujeres, hay que decirlo, parecen muy armadas, igual que alguna que otra vecina. Los diálogos rápidos, inteligentes y teñidos de ironía, mantienen a los protagonistas en la alta definición que tranquiliza a la cultura occidental. Hasta Lisa, en principio tan pija, es una mujer muy despierta y vestida de matices. Visto lo visto, uno puede preguntarse, ¿había entonces, en la insularidad angloamericana, tanta inteligencia por metro cuadrado? En este panóptico saturado, otra pregunta sería qué hacer con los raros, las gorditas, los feos, los contrahechos, los que se afeitan mal... ¿Van a ser todos sospechosos, como el malvado Thorwald? Quizá el propio Hitchcock, no tan agraciado, sale siempre disfrazado en sus historias para purificarse y no ser digno de recelo.

¿Se pueden insinuar unos límites convencionales en Hitchcock? Es preciso reconocer que en una cuestión clave de nuestra mitología él es un maestro. No solo en el suspense, sino en el terror que provoca la parada, la detención, el reposo. Es como si todo tuviera que estar en movimiento, como esa Lisa dinámica, esa Stella tan locuaz, para vivir libre de pecado. La velocidad es nuestro modo de protección. En la guerra fría y ahora, en la guerra tibia. El reemplazo constante de escenas, modas, palabras y marcas, permite que nunca ocurra nada, manteniendo a raya una indefinición que Hitchcock teme, que usa y desprecia al mismo tiempo. Recordemos que no hay una sola película de terror, tampoco Psicosis, que no comiencen con una parada, una detención accidental del dispositivo tecnológico y social que nos transporta, garantizándonos la seguridad de la circulación. Ni Poltergeist, ni Funny games, ni El resplandor... Ninguna. Para nosotros la quietud es el diablo. También en Hitchcock. Esos planos saturados, ya en Los pájaros, son al mismo tiempo un canto warholiano a la belleza de lo definido. A la vez, son la ventana abierta al suspense de lo que puede haber detrás, al otro lado. ¿Todo lo que está sumergido ha de generar desconfianza? De ser así, Hitchcock sería solo un conservador sofisticado, un adelantado del capitalismo woke. Sin ir más lejos, es infinitamente menos estricto, en cuanto a la ambigüedad de lo vivo Norman Jewison (Agnes of God) que el director de Vértigo. ¿Pesa en este, en su genio, la Inglaterra victoriana?

Esta vez no podemos quejarnos de complejidad, pues el esquema es muy simple. En el fondo, la incriminación del Otro es el gran leitmotiv de Hitchcock. Esto le convierte en una especie particular de perverso. No precisamente por su relación peculiar con las mujeres, sino por su afán de perfección intramuros. Y por su sospecha constante sobre los otros, sean pájaros, rusos o vecinos raros. Es simpático ese final de una Lisa engañando a Jeff, ya doblemente impedido, al simular que lee libros sobre los secretos del Himalaya, cuando en realidad le siguen fascinando las revistas de moda. ¿Lo engañó también ella a mitad de la trama cuando, para vencer sus resistencias, se mete en la intriga? Quizá lo peor es que no, y Lisa también participa de la hobbesiana sospecha sobre la humanidad que recorre el planeta angloamericano.

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