El otro día leí sendas entrevistas en las que Bertín Osborne y una actriz aplaudida cuya existencia yo sin embargo desconocía manifestaban sus reticencias sobre la expresión "te quiero". Bertín, quizá demasiado viril para una frase tan romántica, señalaba que a pesar de haber tenido "muchas parejas en su vida", a ninguna de ellas le ha dedicado un "te quiero". En la misma línea reflexionaba Loles León, quien aseguraba no haber pronunciado un "te quiero" desde hace diecisiete años y haber vivido muy en paz consigo misma.
Yo, pródigo en "te quieros", comprendo su rechazo, pese a todo. Quizá tras él subyazca una misteriosa estima por la expresión, una firme voluntad de no banalizarla con su uso y de rehuir la frivolidad. ¿Cómo decirle "te quiero" a una persona que ha venido para marcharse, a una que está ahora pero que se esfumará en el preciso instante en que los vientos de la pasión hayan amainado? ¿Cómo rendirnos así a alguien que, igual que quienes lo precedieron, terminará desgarrando nuestras entrañas, haciendo carne picada con la materia de nuestras ilusiones? Bertín y Loles defienden que, por esto, por nuestra vulnerabilidad ante un prójimo cruel, el sintagma no debe pronunciarse en ningún caso; yo defiendo que, por esto, por nuestra vulnerabilidad ante un prójimo cruel, no debe pronunciarse a la ligera. Un "te quiero" es importante, qué duda cabe, y por eso conviene elegir bien a quién se lo dedicamos y cuándo.
Pero hay otra objeción más enjundiosa. Cuando uno ama de verdad, cuando se desvive por otra persona hasta convertirla en el centro de sus pensamientos y de sus actos, el "te quiero" se antoja redundante, innecesario: no cabe pronunciarlo porque el amor ya se manifiesta en las obras. En cambio, cuando uno no ama de verdad, cuando la otra persona es sólo objeto de sombríos intereses ―acaso económicos, acaso sicalípticos― que él traviste de amor para no mostrarse como un canalla, el "te quiero" resultará horrísono como el graznido de un cuervo que profana el silencio sagrado de la necrópolis. En ningún caso hay que pronunciarlo: en uno por superfluo; en el otro por estridente.
"Te quiero" como declaración de intenciones
Comprendo también estos reparos, claro, pero tampoco puedo compartirlos. Hay que denunciar la falsedad de ese tópico que reza que los hechos hablan por sí mismos. No es así. Considero que un acto noble sólo lo es del todo cuando una voz lo ennoblece; que las proezas del héroe sólo se convierten en tales cuando hay un aedo que las narra y un hombre corriente que las escucha; que el amor, además de un corazón que lo sienta y una voluntad que lo cultive, requiere una lengua que lo proclame, aunque sea en una frase tan poco sofisticada, fugaz como un golpe seco, accesible incluso para los indoctos, como "te quiero". Somos animales de palabra; no basta con hacer el amor, también hay que cantarlo.
Nuestro 'te quiero' rara vez será realista
Por otra parte, asumo que nuestros actos nunca estarán a la altura de nuestros "te quieros". Jamás les harán justicia. Falibles como somos, propensos a tropezar setenta veces siete en la misma piedra, dramáticamente inclinados a la peor de las resoluciones posibles en cada circunstancia concreta, siempre mediará un espacio con hechuras de abismo entre las sublimidades que predicamos y las miserias que perpetramos. Nuestro "te quiero" rara vez será realista. Yo, con Bertín y Loles, lo acepto, pero, contra ambos, alcanzo una conclusión más optimista. Ellos defienden que, dada nuestra errática naturaleza, la expresión "te quiero" es indeseable; yo defiendo que, dada nuestra errática naturaleza, la expresión "te quiero" es necesaria. Precisamente porque casi nunca nos conducimos como deberíamos, hemos de recordarle a nuestra amada que ella es la razón de nuestros desvelos, suplicarle que no nos juzgue por nuestros fallos sino por el amor que torpemente le profesamos y dedicarle un "te quiero" que será menos la constatación de un hecho que una declaración de intenciones ―"¡quiero quererte bien"!― entonada a la desesperada.
Mientras rumio el final de este artículo, caigo en la cuenta de que hay pocas bellezas como la de un "te quiero" susurrado en la oscuridad del tálamo instantes antes de que los cuerpos se entreguen al sueño, acaso en los estertores de una discusión áspera, quizá tras una velada de vino, tabaco y risas. Es una lástima que Bertín y Loles hayan renunciado a ella. Es como renunciar voluntariamente a la felicidad, que diría Jabois.
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