Es el único ministerio que funciona. Ha conseguido convertir a Lope de Vega en trending topic, que Velázquez se mosquee con un joven Picasso al que parece entusiasmarle más la pintura de Goya que la suya o que Isabel II se quede boquiabierta ante una pantalla de cine. Sí, puede que este sea el único ministerio que funcione, porque consigue lo que el hombre ha buscado durante siglos: volver al pasado; ser capaz de hacer lo que los Dioses de La Ilíada y que no es otra cosa que viajar en dos direcciones: hacia la muerte y de regreso de ella. Todo eso es posible; y no en una novela histórica, una entrega a lo Bradbury o en una versión culta y original de un manuscrito de Dan Brown. No. Esto es posible en el organigrama del Ministerio del Tiempo, la serie creada para RTVE por Javier Olivares -y su hermano Pablo Olivares, ya fallecido-, y que esta semana ha estrenado, a lo grande, su segunda temporada.
Es el único ministerio que funciona. Ha conseguido convertir a Lope de Vega en trending topic o que Velázquez se mosquee con un joven Picasso
En esta oportunidad, la patrulla que integran Amelia Folch -la primera mujer universitaria en España, interpretada por Aura Garrido- y Alonso de Entrerríos -el soldado de los Tercios de Flandes condenado a muerte en 1569 y encarnado por Nacho Fresneda- tendrá que viajar al siglo XI para aclarar qué hay detrás del hallazgo de unos restos que supuestamente pertenecen al Cid Campeador. Si ya existen otros en la catedral de Burgos, a quién pertenecen estos ¿Acaso hay dos Cid? ¿Cuál es el verdadero y cuál el falso? Amelia y Alonso se dirigen al pasado para descubrirlo. Y lo harán -por orden expresa del jefe del Ministerio- acompañados por Ambrosio de Spínola , capitán general de Flandes y comandante del ejército español durante la Guerra de los Ochenta Años. Semejante peripecia desplazará de la trama a Julián (Rodolfo Sancho), el enfermero del Samur que no se repone de la muerte de su esposa, y que abandona temporalmente la patrulla a la que se incorporó en la primera temporada.
La conjunción de Spínola con un Cid que se metamorfosea en mercenario y héroe, pero también en relato fundacional, personaje histórico y leyenda, hará las veces de metáfora sobre quiénes escriben la historia y quiénes la transforman en leyenda y, lo que es peor todavía, abre espacio para la amarga reflexión sobre qué hace España con sus más valiosos hombres y mujeres. La búsqueda del Cid Campeador verdadero y del Cid un impostor propicia ese juego donde la ficción se propone no sólo contar algo, sino convertirse en el continente de una idea, al más puro estilo de la ‘novela realista’ pero intervenida con los mecanismos de la ciencia ficción, el relato fantástico y por supuesto el glamour y la calidad cinematográfica de una televisión que ha encontrado en las series una versión mejorada de la novela por entregas. No en vano más de uno asegura que la verdadera literatura la hacen hoy los guionistas… ¿Y no fue así siempre? ¿No fueron guionistas los dramaturgos y novelistas de antaño? ¿O es que en el siglo XX la novela se secó por completo? Y aunque eso pueda parecer harina de otro costal no lo es… Las cosas en el Ministerio del Tiempo ocurren con el mecanismo de la ficción dentro de la ficción, esa operación del manuscrito encontrado que se vuelve contemporánea al verterla en el guiño CSI, es decir, una modernización de la novela de aventuras o incluso del thriller.
La conjunción de Spínola con un Cid que se metamorfosea en mercenario y héroe, hará las veces de metáfora sobre quiénes escriben la historia para transformarla en leyenda
Entonces, decíamos: el Cid real y el Cid impostor. De dónde salen uno y otro. ¿Cómo se dan cuenta en el Ministerio del Tiempo de que uno suplanta la identidad del original? Pues justamente –y ahí vuelve a entrar en juego el relato como estructura y leit motiv- porque el Cid con el que se topa la patrulla se atiene demasiado a su leyenda. Sí, la versión que ellos conisguen recita el Cantar del mío Cid –gesta escrita a posteriori y con modificaciones- y no lo que en principio realmente sucedió. Eso hace a Amelia sospechar: el Cid no podría glosar, vivo, su propia leyenda. Así descubre que quien aparenta ser el guerrero es en verdad funcionario del Ministerio del Tiempo -interpretado por Sergio Perís Mencheta-, que decide suplantar la identidad de Rodrigo Díaz de Vivar durante 20 años para corregir un error que él mismo provocó: la prematura muerte del héroe. Enviado desde la España de 1961 con la intención de filmar al Cid, este funcionario propicia su muerte, ya que al distraerse por el ruido de la cámara, el Cid original es atravesado por una flecha perdida. Eso supone una catástrofe: todavía quedaba pendiente el episodio la batalla de Valencia contra los musulmanes. La Reconquista –la gran hazaña- se vería despojada de su episodio culminante.
Entran entonces en juego muchos elementos: la idea del original y la copia; de la historia y la leyenda; el desdoblamiento del héroe o el mecanismo de quien suplantando a otro se estudia a sí mismo. Nunca una misión funcionarial fue más literaria, más pura y cremosamente literaria. En el Ministerio del Tiempo, un hombre o una mujer son los que fueron, los que están siendo al viajar en el tiempo y los que serán en la versión histórica que quede de ellos. En el Ministerio del tiempo existen los que interpretan y los que son interpretados en versiones simultáneas. Todo eso ocurre con humor e inteligencia en una trama culta y potente. ¿Dónde está el humor? En todas partes, porque Olivares lo espolvorea sobre la trama con recursos como el juego de Terminator –otra vez, ciencia ficción-, la película que asombra a Diego de Velázquez y en esta temporada Alonso de Entrerríos. Pero hay algo más: la peripecia como motor. En este capítulo no se puede dejar de lado que aquello que motiva a enviar a alguien de la España de los sesenta al pasado es un asunto completamente hilarante: documentar a un ignorante Charlton Heston obsesionado con preparar su interpretación del Cid para la película que filmaría sobre la vida del guerrero burgalés con Sofía Loren en 1961.
Menéndez Pidal se entrevista con Charlton Heston
Entre el delirio y la genialidad, este capítulo estruja la urdimbre de la ficción para sacar de ella su propósito esencial, que no es otro salvo la construcción de un relato, ese mecanismo que recoge el paso del hombre a través del tiempo gracias al artefacto de la elipsis, la compresión del tiempo en una versión maleable, irreal pero verosímil. Como en la ficción literaria, mejor dicho como en la ficción a secas, por las puertas del ministerio no pasa el tiempo, por eso Velázquez puede vivir en el siglo XXI o Spínola en el XI. Los viajes en el tiempo –ese mecanismo que convierte la duración de una acción en el relato- tiene un propósito específico en esta serie de televisión: detectar e impedir que cualquier intruso del pasado llegue a nuestro presente -o viceversa- con el fin de utilizar la Historia para su beneficio. Semejante misión requiere de las mentes más lúcidas y las artes más complejas: desde la intuición de quienes supieron entender el tiempo que vivieron, hasta el arrojo para cambiar –como ya lo hicieron siendo mortales- la historia. De ahí que cada miembro de la patrulla se distinga y sea una especie de virtuoso o genio de su época.
En este primer capítulo de la segunda temporada del Ministerio del tiempo, el asunto –la ficción- ha llegado tan lejos, que ha conseguido hacer metaliteratura.
Dicho así, Foucault se llevaría las manos a la cabeza: usando a artistas, guerreros o poetas, la autoridad viaja en el tiempo, ejerce el control, imparte normas entrando y saliendo de los siglos… ¿Qué es esto: la ficción como método represivo? ¿Eso no se hacía ya hace dos mil años con la fábula o con la comedia en el siglo de Oro? ¿Es la ficción una herramienta al servicio del bien colectivo? Visto así, esa lectura resume lo que el hombre busca –y ha buscado durante años- a través del relato: fijar un hecho, aunque ello implique confeccionar versiones mejoradas o corregidas de la realidad o el pasado. ¿No dice Spínola a Entrerríos que su vida no es el lienzo de La rendición de Breda en el que Velázquez lo enalteció sino el vilipendio y la deshonra de quienes le dieron la espalda?
En este primer capítulo de la segunda temporada del Ministerio del tiempo, el asunto –la ficción- ha llegado tan lejos, que ha conseguido hacer metaliteratura. Sí, porque aunque el término haya sido saqueado de sentido por la falta de imaginación y talento de quienes lo perpetran, la metaliteratura no deja de ser lo que ya hizo Cervantes, aquello que se adentra en los mecanismos internos del relato. En un mismo capítulo de esta segunda temporada, el espectador ve al Cid morir tres veces: la primera, en el accidente que ocasiona el funcionario del ministerio; la segunda, la muerte del impostor de aquel que representa al Cid y una tercera y definitiva muerte, la que hace que Rodrigo Díaz de Vivar perviva en el tiempo relevado en la versión icónica que de él se hizo: el hombre que gana su más importante batalla, muerto. Sí, un guerrero embalsamado que triunfa desde el más allá a lomo de su caballo. Si esto no es literatura, entonces apaga y vámonos. Pero claro… ahora la tele ni se enciende ni se apaga, ahora la tele se descarga.
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