El cortijo de nobleza terrateniente que seguía siendo Rusia en los primeros años del siglo XX estaba engendrando en sus entrañas un malestar que con los desastres de contiendas de 1905 contra Japón y la interminable Primera Guerra Mundial acabó llevándose por medio a una de las casas reales más antiguas de Europa. Los Romanov llevaban tres siglos en el trono y Rusia seguía manteniendo una economía atrasada y eminentemente agraria. La servidumbre no fue abolida hasta 1861 y no existía una burguesía industrial ni una clase media en la que se apoyara una democracia liberal, presente desde hace décadas en otros países europeos.
Antes de las revoluciones de 1917, algunos motines y levantamientos habían dado la voz de alarma a los autócratas rusos, y el desgaste de la Gran Guerra y el duro invierno de 1916-1917 terminaron por desalojar a los monarcas del trono. Primero se estableció un gobierno provisional que encadenó distintas crisis hasta que los bolcheviques tomaron el poder por la fuerza con la revolución de octubre. El astuto Vladímir Lenin no volvió a cederlo y tras la victoria en la guerra civil, se asentó una dictadura comunista que se perpetuó durante siete décadas. El historiador militar Antony Beevor, superventas mundial por sus estudios de la Segunda Guerra Mundial, se adentra ahora en los cruciales años de la Revolución y la guerra civil rusa entre 1917 y 1921.
Desde la revolución de febrero de 1917, todos los partidos reclamaron al Gobierno provisional unas elecciones a la Asamblea Constituyente que se fueron aplazando una y otra vez. Antes de la revolución de octubre, los bolcheviques criticaron estos continuos aplazamientos al considerar a la Asamblea, el símbolo del poder político del pueblo. Sin embargo, tras alcanzar el poder, Lenin, sabiendo que difícilmente conseguirían una mayoría, comenzó a desprestigiar la cámara en beneficio de los sóviets, los consejos elegidos por la representación directa de los trabajadores. Cuando finalmente se realizaron a finales de noviembre, se demostró que los bolcheviques no contaban con un apoyo masivo y fueron la segunda fuerza con menos de un cuarto de los votos.
Lenin estaba firmemente convencido de que la única forma de controlar la inmensidad rusa pasaba por “lograr una tabula rasa por medio de la violencia que resultara imposible volver al pasado", según señala Beevor. En septiembre de 1917, el líder comunista había escrito que la “guerra civil era la forma más aguda de la lucha de clases” y creía que los bolcheviques siempre conseguirían más apoyo a través de la lucha extraparlamentaria que con el juego electoral. Con solo unas horas de vida, la Asamblea, convocada en enero, fue disuelta por los bolcheviques y durante los siguientes cuatro años, el Ejército Rojo se enfrentó al Blanco en una cruenta guerra.
Checa
En este simulacro de democrático, entre las elecciones y la constitución de la Asamblea, Lenin creó el 5 de diciembre de 1917 la Checa, la policía secreta bolchevique, y puso al frente a Féliks Dzerzhinski. Esta organización combatiría de manera inflexible y durante las siguientes décadas los tipo de “reacción burguesa”. Las acusaciones de “sabotaje” a los rivales de los bolcheviques se convertirán en un interminable pretexto para la erradicación de cualquier tipo de disidencia.
En febrero de 1918, Lenin había autorizado torturar y asesinar, sin juicio ni supervisión judicial. Y la “espada y llama de la revolución” como así se hacía llamar la Checa puso en práctica toda clase de torturas “medievales” como señala el autor. Sus víctimas podían encontrar la muerte hundidos en un barco en mitad del Volga o después de que le arrancaran la piel de las manos después de sumergirlas en agua hirviendo, lo que era conocido como que te “quitaran los guantes”.
Cualquier signo de “aburguesamiento” como una mujer con sombrero o un hombre con el cuello almidonado se transformaba en una sospecha. Las antiguas clases acomodadas, denominadas ahora como expersonas, tenían que vender todas sus pertenencias para conseguir algo de comida y verlos por las calles obligados a recoger nieve o basura hacía el gusto de la Guardia Roja.
En la obra, Dzerzhinski, el líder de la Checa, aparece descrito como un verdadero fanático, dispuesto a darlo todo por la causa bolchevique. Obsesivo e implacable, se mostraba insensible ante cualquier atisbo de traición a la causa revolucionaria. A pesar de esta crudeza, Beevor apunta que no le gustaba mancharse las manos de sangre, dejaba las torturas y asesinatos a sus subalternos; y le maravillaba la poesía, una curiosa combinación de sangre y versos, que también compartirán otros chequistas, con la romantización de la violencia y el sacrificio personal como temática preferida.
La sanguinaria organización publicó antologías poéticas de alguno de sus verdugos con versos que se extasiaban con el crujido de huesos o las sentencias a muerte como los del chequista, Aleksandr Eiduk, que tomó de su propia medicina al ser purgado en 1938:
“No hay gozo mayor, ni mejor música / que el crujido de las vidas y los huesos rotos./ Por eso yo, cuando los ojos languidecen/ y la pasión empieza a bullir tormentosa en el pecho,/ quiero escribir en tu sentencia/ palabras sin temblor: ‘¡Contra la pared! ¡Fuego!’”.
Un año después de llegar al cargo, una borrachera durante el año nuevo de 1919, afloró los fantasmas del líder chequista. Tambaleándose y fuera de sí, rogó a Lenin y Kámenev que lo fusilaran. “¡He derramado tanta sangre que ya no tengo derecho a seguir viviendo!”, vociferaba dentro del Kremlin.
El atentado del 30 de agosto de 1918, del que Lenin salió milagrosamente vivo, asentó el terror como una de las bases del nuevo régimen. Se ha calculado que durante el periodo de la guerra, hasta febrero de 1922, la Checa asesinó a unas 280.000 personas.
Terror Blanco
El terror no solo vino del lado bolchevique, los Blancos demostraron estar a la altura de la crudeza roja. Durante la etapa zarista, la población judía ya había sufrido la vileza de los pogromos fomentados por las Centurias Negras, un movimiento reaccionario y ultranacionalista. Y fue Rusia el lugar de nacimiento de los conocidos como ‘Protocolos de los sabios de Sion’ un libelo conspiranoico que durante todo el siglo XX alimentará el odio antisemita por todo el globo.
En la guerra, oficiales derechistas, cosacos y nacionalistas ucranianos perpetuaron los ataques a la población judía puesto que creían que casi todos los judíos eran bolcheviques, nada más lejos de la realidad, a pesar de ser cierto en algunas cabezas visibles como Trotski. Aunque el señalamiento a este colectivo también era utilizado por los bolcheviques.
La organización militar de los Blancos chocaba con su disparidad política, y a pesar de que contaron con el apoyo de potencias como Reino Unido, Estados Unidos, Francia o Japón, no fueron decisivas para el desarrollo de la contienda. Beevor enmarca el final de la guerra en 1921, cuando los bolcheviques ya controlaban la región del Don, lugar del núcleo de la resistencia Blanca y de los cosacos, y zona muy cercana al principal área de conflicto en la actual guerra en Ucrania.
El historiador concluye que uno de los elementos más decisivos de la derrota de los blancos fue su división interna con grupos tan dispares como los social-revolucionarios y los monárquicos reaccionarios. Recelosos unos de otros tenían enfrente la firmeza ideológica de los bolcheviques, una situación en la que Beevor ve un paralelismo con los republicanos españoles durante la Guerra Civil.
Rusia. Revolución y guerra civil 1917-1921
Editorial: Crítica
680 páginas
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