Lev Tolstói (1828-1910) fue un individuo del todo particular, único. Así lo constatan todos los testimonios de la época. También sus abundantes cartas y diarios. Las inolvidables obras literarias del autor ruso condensan, además, toda la potencia del pensamiento e incluso de la filosofía con las peripecias propias de cualquier vida humana. De hecho, su último escrito conocido, El camino de la vida (Acantilado, 2019), es una suerte de almanaque que reúne cientos de citas y meditaciones en las que Tolstói bien podría pasar por filósofo y donde reflexiona sobre la muerte, los gobiernos, la paz, el castigo, la holgazanería, el esfuerzo, la compasión, la alegría, la religión, el amor o la eternidad.
Con el paso del tiempo, el joven Tolstói (impulsivo, lascivo y muy amigo del juego y los burdeles) fue convirtiéndose en el abanderado y más firme defensor de los derechos del pueblo llano. Un comportamiento que contrastaba con su en ocasiones despótico modo de manejarse en asuntos maritales,. Con apenas veintitrés años, en 1851, anotaba en su diario: “Primero me dejé seducir por los placeres mundanos, y después sentí nuevamente un vacío en el alma […]. Todo sucede al azar; ahora, creo, he encontrado una idea íntima y una meta constante: el desarrollo de la voluntad”. Desde Vozpópuli recomendamos su lectura.
Por otro lado, llegó a ser un convencido e implacable protector de la vida contemplativa alejada de la ciudad. El bullicio de las grandes urbes embota la cabeza e impide llevar una existencia que no se encuentre sometida a estímulos de toda clase. En una entrevista concedida en 1896, Tolstói confesaba –en un tono que recuerda mucho a Rousseau– que “Es imposible la felicidad sin la luz del sol, con la ruptura de los lazos del ser humano con la naturaleza. En otras palabras, la vida fuera de la ciudad, bajo el cielo abierto, al aire libre, en la aldea, es la primera condición de la felicidad terrenal”.
Es más fácil escribir diez libros de filosofía que llevar a la práctica una sola regla", escribió
En la segunda mitad de su existencia, tras haber paladeado los horrores de la guerra y ya poseedor de gran fama literaria, Tolstói se mostró implacable en la mejora de la situación vital de sus siervos, a quienes inculcaba el interés por aprender a leer y escribir. Como él mismo sostuvo, “Los poderosos del mundo parecen grandiosos únicamente a las personas que están de rodillas frente a ellos. Basta con que la gente deje de estar de rodillas y se ponga de pie para que vea que los que les parecían grandiosos son personas iguales a ellos”. Para ello, erradicar el analfabetismo era un punto central y, así convencido, creó una escuela de campesinos en la que intentaba comunicar el amor por el cultivo de sí mismo.
Aunque la pasión juvenil nunca lo abandonó, e incluso en sus años de madurez se vio poseído por diversos impulsos seductores, contra los que luchó severamente en su fuero interno. Incluso dudaba de su fortaleza: “Es más fácil escribir diez volúmenes de filosofía que llevar a la práctica una sola regla”.
Tólstoi y el sentido moral de la existencia
Sea como fuere, Tolstói viajó incluso a Alemania (donde estuvo establecido durante una temporada su hermano Nikolái) para empaparse de las más novedosas corrientes pedagógicas, de cara a aplicarlas en su hacienda. Salvo por la noche, cuando regresaba a su casa para descansar en silencio, Tolstói vivió los últimos años de su vida con la frugalidad de cualquiera de sus trabajadores: “Abandoné las condiciones de lujo en las que habitaba. Tales condiciones me privaban de la posibilidad de comprender la vida; para entenderla no debía pertenecer a la minoría privilegiada, sino al sencillo pueblo trabajador, que crea la vida y le da sentido”, anotó en su librito de memorias Confesión.
Tolstói siempre supo que nunca sería uno de ellos. Que su condición acomodada, de buena familia, nunca le permitiría que sus trabajadores lo tuvieran como a uno más, aunque gracias al contacto permanente con los trabajadores del campo cayó en la cuenta de que “la felicidad consiste en vivir para los demás; eso está claro”. Y ¿para ello qué se necesita? “¿Qué deseos pueden satisfacerse siempre, al margen de las circunstancias? El deseo de amor y el de autosacrificio”. En 1853, escribía en su diario: “La confianza en uno mismo y la seguridad no dependen de una situación brillante, sino del éxito que se obtenga en el camino elegido, sin importar lo insignificante que pueda ser”. Aunque, bien lo sabía Tolstói, no siempre se puede elegir el propio camino…
En Así era Lev Tolstói, volúmenes indispensables que Acantilado publica bajo la experta mano de Selma Ancira, reconocida especialista en el autor ruso, aparece este proteico Tolstói en todo su esplendor. Para éste, la existencia encierra un sentido moral y así lo dejó reflejado en todas sus novelas. En Guerra y paz damos con el que quizá sea su credo fundamental, que moduló de diversas formas a lo largo de su vida: “¡Qué contento estoy de haberme dado cuenta al fin! ¡Sí! Todo, excepto ese cielo infinito, es vanidad y engaño. No hay nada, nada más. Pero, en realidad, no existe ni ese cielo. Lo único real es la tranquilidad, la paz. ¡Alabado sea Dios!”.
La música como placer colectivo
En la tercera y última entrega editada, Así era Lev Tolstói (III). Tolstói y la música, aparecen diversos testimonios que nos acercan al gusto del escritor ruso por este arte, sobre el que había escrito profusamente en su diario y al que aludía de esta manera apenas días antes de su muerte: “La música, como todo arte, pero sobre todo la música, crea el deseo de que todos, la mayor parte posible de gente, participe del placer que uno experimenta. Nada muestra con tanta fuerza el verdadero significado del arte”. Una concepción que, sin duda, había extraído de sus atentas lecturas de Arthur Schopenhauer (1788-1860), quien influyó notablemente en las ideas de Tolstói sobre la filosofía, el arte y la compasión como única vía de redención y ayuda mutua.
Me parecía un gran conocedor del corazón humano que descubriría de un solo vistazo todos los secretos de mi alma”, temía Tchaikovski
Sobre su afición al la música (“La amo por encima de todas las artes”, llegó a afirmar), cuenta Wanda Landowska, célebre pianista y clavecinista polaca que estuvo hasta tres veces de visita en Yásnaia Poliana, que Tolstói era “una persona extraordinariamente musical y a menudo él mismo se sienta al piano y toca a cuatro manos con su hija. Le gusta sobre todo la música clásica: Haydn y Mozart son sus compositores favoritos. No todas las obras de Beethoven son de su agrado”. Al escritor ruso le costaba entender que ciertas obras musicales “duerman en las bibliotecas y el público siga sin conocerlas”: la música es un elemento clave en la educación del ser humano porque “nos transporta a otro mundo”, sostenía en sus ya bien entrados ochenta años.
Este postrero volumen de la serie Así era Lev Tolstói podría sugerir que, quizá, aquel permanente acercamiento a la música po respondía a un impulso por transportarse a –y morar definitivamente en– ese “otro mundo”: un universo en el que las pasiones tocan sin dolor y las emociones se experimentan sin exaltación. El hijo mayor de Tolstói, Serguéi, cuenta en que la afición de su padre era tal que no eran pocas las ocasiones en que se sentaba al piano tres o cuatro horas al día: “A veces, cuando nosotros los niños nos acostábamos a dormir, mi padre se sentaba al piano y tocaba hasta las doce de la noche o la una de la mañana, en ocasiones a cuatro manos, con mi madre”.
Tchaikovski, Gorki, Unamuno...
El mismísimo Tchaikovski llegó a reunirse con Tolstói en la década de 1870, con quien confesaba haberse sentido algo incómodo, porque aquel hombre “me parecía un gran conocedor del corazón humano que descubriría de un solo vistazo todos los secretos de mi alma”. Y cierra su testimonio con emoción: “Posiblemente jamás en mi vida me haya sentido tan conmovido y tan halagado en mi autoestima de compositor, como en el momento en que, al escuchar el andante de mi primer cuarteto, a Tolstói, que estaba sentado junto a mí, se le llenaron los ojos de lágrimas”.
En este nuevo volumen de la bella colección de Acantilado también hallamos originales e íntimos testimonios que nos acercan al Tolstói más humano: “cautivaba a todo el mundo con su alegría infantil y sus originales ocurrencias”, comenta en sus remembranzas Alexandra Alexéievich Tolstaia, pariente de nuestro protagonista. Tolstói se mostraba como un apasionado conversador que no tenía reparos en exponer su parecer sobre cualquier asunto, pues “aspiraba constantemente a iniciar la vida de nuevo”, y el diálogo es, siempre, una manera de (re)comenzar la vida.
En las notas del también escritor Maxim Gorki (1868-1936), leemos que a Tolstói le interesaba charlar sobre Dios, el campesinado y la mujer (su impulso libidinal permaneció incólume hasta el final de sus días), y trataba la literatura como cosa ajena a su existencia. Le gustaba hacer preguntas difíciles y maliciosas, a la manera de un niño travieso, y era aficionado a jugar a las cartas, hasta el punto de apasionarse si la baza no le era favorable. Era de naturaleza alegre y deseaba compartirla con sus semejantes.
Como nuestro Miguel de Unamuno, Tolstói sintió hasta el final de sus días una tensión que, a juicio de Gorki, “carcomía su corazón”: la idea de Dios. “A veces –recuerda Gorki– parece que no fuera una idea, sino una resistencia tirante que él siente sobre sí mismo. Habla de esto menos de lo que quisiera, pero piensa en ello siempre”. Y es que, como el propio Tolstói escribió, todo consiste a fin de cuentas en una cuestión de fe: “La fe es el conocimiento del sentido de la vida humana, gracias al cual el ser humano no se aniquila, sino que vive. La fe es la fuerza de la vida. Si vivimos es porque creemos en algo. Sin fe sería imposible vivir”.