El pasado martes y miércoles tuvo lugar la quinta edición del ciclo Letras en Sevilla, dedicada este año al debate "Toros sí, toros no: ¿cultura, tradición o barbarie?". A quienes no conocen el mundo de la tauromaquia suelen llegarles con mayor facilidad los argumentos que se esgrimen para prohibirla.
Llegarles en un doble sentido de la palabra. Por un lado, los medios ofrecen mayor visibilidad al fenómeno antitaurino. Por otro, los argumentos utilizados suelen apelar al juicio moral desde los sentimientos, estrategia que, por otro lado, no nos resulta novedosa en esta era del moralismo sentimental que nos ha tocado vivir.
Por todo esto Vozpópuli ha querido entrevistar a Chapu Apaolaza, uno de los grandes defensores de la lidia en nuestro país (recordemos que las corridas de toros son tradición también en Hispanoamérica, Portugal y parte de Francia). Apaolaza, además de ser portavoz de la Fundación Toro de Lidia, es toda una "institución" en Pamplona: cuesta imaginar vivir los sanfermines sin su participación en el encierro, sin encontrarlo recorriendo las calles de la ciudad o sin su presencia en televisión comentando todo aquello relacionado con la fiesta.
Nació el día del famoso chupinazo de San Fermín… Pero no en Pamplona, sino en San Sebastián. Tiene una larga carrera como conferenciante, escritor y periodista que combina –me pregunto de dónde saca el tiempo- con un gran amor a los caballos, a los perros, a la naturaleza y al deporte: equitación, surf y skate. Esposo devoto, enamorado no sólo de su mujer sino de sus tres hijos. Si algo nos deja claro es que sabe exprimir al máximo la vida y así lo transmite en persona. Sin más preámbulo, les dejo la conversación que tuvimos sobre la fiesta nacional.
Pregunta: Venga, Chapu, comencemos fuerte: explícanos los argumentos que sostienen los antitaurinos, sin deformarlos o ridiculizarlos.
Respuesta: El antitaurinismo es una manifestación del animalismo que pretende terminar con la tauromaquia en cuanto entiende dos cuestiones fundamentales. La primera se centra en el animal. Según su creencia, el toro y el resto de animales tienen derecho a la vida, la libertad, etcétera. Estos derechos contravienen su sacrificio en la plaza o el juego con toros en encierros y otras tauromaquias tradicionales en las que el toro “no ha decidido estar”. La segunda se centra en el espectador. El antitaurino no ataca sólo el hecho de que el animal se sacrifique, sino que además se ofende porque haya gente que asista a las corridas, pague por ello y de alguna manera albergue en la plaza sentimientos que consideran intolerables.
Esos son los dos argumentos centrales que vale la pena considerar. Además de esto, el movimiento antitaurino vierte una buena cantidad de estereotipos, como el del aficionado violento y sádico, propenso a la violencia en su entorno. Dibujan al espectador como anciano (por lo visto deben de considerarlo negativo), desposeído de sensibilidad por no mostrar empatía ante un espectáculo que consideran desagradable. También entienden que el aficionado es mayoritariamente de derechas (incluso de ultraderecha) y consideran esta razón como un argumento a favor de la prohibición. Se dan otras acrobacias argumentales basadas supuestamente en las estadísticas. En base a estas se deduce que los toros son minoritarios -y por ello deben prohibirse- o que están subvencionados artificialmente.
En Las Ventas lo mismo se encuentra uno votantes de Vox que de Podemos
P: Mucha tela que cortar. Empecemos por los estereotipos sobre el aficionado. ¿Qué le dirías al lector sobre el mundo del toro para que tenga una visión más cabal sobre éste?
R: Sobre el aficionado al toro le diría que no es nada en general. Si uno trata de categorizar a un colectivo siempre termina metiendo la pata. Estos intentos forzados por etiquetar sólo se dan alrededor del toro. Nadie se plantea cómo es la gente que escucha a Chopin o acude a las exposiciones de pintura. ¿Se atrevería alguien a decir que son gafapastas? Los toros siguen siendo una fiesta popular, y con esto sólo me refiero a que en ella están representados todos los miembros de la sociedad, de lo que es el pueblo.
En una plaza de toros coinciden en igualdad jerárquica el de derechas y el de izquierdas, el hombre y la mujer, el veinteañero 'cayetano' y la moza rural. El marqués, el policía, el cura, el sindicalista, el escritor, el jubilado y el niño de teta… Te diría que en Las Ventas lo mismo se encuentra uno votantes de Vox que de Podemos, aunque a los de Podemos se lo ponen cada vez más difícil. Votar a Podemos, me refiero.
Si lo ampliamos a la dimensión real de la fiesta de los toros e incluimos encierros y otras tauromaquias tradicionales, tirando por alto te diría que lo que tienen en común los que allí acuden es que son gente capaz de mirar la muerte de frente. Aunque probablemente estemos estereotipando de nuevo.
P: ¿No crees que esta falta de definición es un problema? No me refiero sólo a cómo es el aficionado y sus motivaciones, sino a lo que es la corrida de toros en sí misma. Desde la categorización de lo que es una cosa podemos hacer juicios morales. O determinar que no tiene mucho sentido hacer juicios morales sobre eso que se estudia.
No hay dilema moral alguno en permitir que haya gente aficionada al crochet pero sí lo podría haber sobre el espectáculo de gladiadores de la Roma antigua. ¿Crees que para enfrentar el debate sobre la lidia ayudaría si se considerara la tauromaquia un deporte, una tradición, una fiesta popular o una mera afición?
R: La tauromaquia está catalogada como un espectáculo público y una manifestación del patrimonio cultural con códigos reconocibles.
P: ¿Puedes contarnos qué criterios se usan para catalogarla como patrimonio cultural?
R: La cultura es el conjunto de manifestaciones a través de las que se expresa la vida tradicional de un pueblo. Ahí está la tauromaquia en su forma más amplia. Eso se destila en el caso, por ejemplo, de las corridas: una serie de actores ponen en pie un espectáculo que consumen los espectadores en torno a unas reglas, unos códigos tradicionales y una lectura de lo que allí sucede y lo que allí se expresa.
Es tan sencillo y tan complejo de explicar como la música o el teatro. Aquí se confunde mucho el debate sobre si los toros son o no cultura con la discusión sobre si son o no son arte, que es un tema continuo y antiguo en todas las disciplinas artísticas. Por ejemplo en pintura se ha discutido si un cuadro en blanco es arte, y aquí nos contemplan Hirst, Kandinski, Magritte...
La Unesco habla en la declaración de París la necesidad de proteger la diversidad cultural e incluye expresamente el conjunto de tradiciones, costumbres y creencias que respeten los Derechos Humanos. Es complejo catalogar y defender esto, como lo sería defender la vertiente cultural de Chopin o a Juan Mari Arzak. La equivocación consiste en catalogar las cosas, cuando son sólo los pueblos los que deciden qué es cultura.
P: Efectivamente, son los pueblos los que deciden. Esto nos lleva a la cuestión inicial, puesto que hay grupos de personas que buscan prohibir la tauromaquia y, si lo consiguen, dejarían de ser parte de nuestra cultura ¿Qué refutaciones ofreces al argumento de los animalistas que quieren acabar con las corridas de toros?
R: Es interesante la cuestión. Tenemos una parte de la sociedad que está en contra de un contenido de cultural que le parece moralmente cuestionable o que excede su sensibilidad y puede conseguir que se prohíba. Esto terminaría con el toro, pero con muchísimas otras cosas.
Resultaría revelador preguntar a la gente cuántas de las cosas que hacen tienen un grupo de gente que está moralmente en contra. La gastronomía, por ejemplo. El animalismo que está en contra de los toros encuentra los mismos argumentos para atacar la gastronomía que emplea productos animales. Hay quienes consideran inadmisibles las letras de algunas canciones o los desnudos de los cuadros que cuelgan en las paredes de los museos. El alcohol que bebemos, la ropa que vestimos, los versos, los bailes… Mayor todavía si ampliamos los márgenes del debate a escala global. Hay países y culturas que consideran que las mujeres no deberían realizar entrevistas, y aquí estamos tú y yo.
Claro que los pueblos cambian. El día en que España reconozca a los animales el derecho a la vida se acabarán los toros, pero también los 700 millones de animales que sacrificamos para consumir al año en España.
Lejos de constituir un signo de salvajismo, el juego con el toro es signo de sofisticación
P: Sobre el debate en torno a la tauromaquia me llama la atención que nadie ponga sobre la mesa la cuestión de si merece la pena mantener una tradición cultural en la que la persona que la ejerce pone su vida en peligro. ¿Qué respuesta das a esta objeción? ¿Y por qué crees que los anti taurinos no suelen plantearse esto?
R: Es una pregunta interesante porque pone de manifiesto varias cosas. En primer lugar, la objeción tradicional antitaurina ha girado siempre en torno a esta cuestión: desde hace siglos se consideró inmoral que un hombre se jugara la vida para entretener a otros. Ese es el principal argumento que utilizó la Iglesia Católica en contra de la fiesta de los toros.
P: ¿Qué ocurre después?
R: Más tarde este argumento desaparece conforme se implanta otro marco de pensamiento, y la sociedad empieza a preocuparse por la vida del animal e ignora la vida del ser humano. Aquí se manifiesta una empatía deforme: a los taurinos nos llaman sádicos por sacrificar un animal los mismos que están deseando que un toro le saque las tripas al torero, y se alegran profundamente cuando esto sucede. Estas son algunas de las consecuencias de la creencia animalista.
Por otra parte pone de manifiesto también como a la tauromaquia se le hacen objeciones y se le pasan filtros que otras actividades al parecer no necesitan. Muchísimos deportes y prácticas diversas encuentran su razón, o al menos un aliciente muy importante, en el peligro que suponen para el que las realiza. Un espectador asiste a una carrera de motos no sólo por la habilidad del piloto, sino por el riesgo que supone, el conductor se está jugando la vida. Prueba de esto que afirmo es que si corrieran a 120km/h no acudiría nadie a presenciarlo.
Muchas de las cosas que hacemos encuentran un anclaje en el riesgo que supone para nosotros y eso las hace divertidas. El ser humano es un animal tan evolucionado que ha superado el mayor instinto de todos, el de la supervivencia. Jugarse la vida porque sí, por el arte, por la mera diversión, por probarse a uno mismo o por sentirse vivo… Acercarse a la muerte voluntariamente para después escapar de ella constituye una de las muestras más evidentes del avance del desarrollo del ser humano.
Lejos de constituir un signo de salvajismo -como se acusa a las personas que participan en un encierro o en una corrida- el juego con el toro es un signo de sofisticación. Uno de los alicientes atractivos de la práctica de cualquier disciplina como el skate, - afición que compartimos- se basa en que te puedes caer y te puedes hacer daño. Ese juego es profundamente humano y diría que exclusivamente humano.
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