En su Muerte en la tarde (1932) escribió Hemingway, quien sintió por la tauromaquia lo que con el vino -un amor expansivo y furioso-, que en los toros no sólo se aprende a ver el peligro, sino también a estimarlo. Menos entusiasta que el autor de Por quién doblan las campanas, Federico García Lorca se refirió a la lidia con palabras ambiguas: "España es el único país donde la muerte es el espectáculo nacional".
Para los más críticos, los defensores de la fiesta de los toros justifican con arte y literatura lo que, a su juicio, es el cruel espectáculo de la muerte. Acusan a los aficionados de citar sibilinamente a Goya, Picasso, Lorca y Alberti, pero también a Lope de Vega, Quevedo, Larra, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Benavente, Miguel Delibes o el propio Miguel Hernández. Todos, sin excepción, se refirieron al tema. "Como el toro he nacido para el luto y el dolor", escribió el oriolano.
Hoy día resulta imposible hablar de los toros pasándole de lado, y de puntillas, al tema de su rechazo. Entonces cada quien blande a su Picasso o su Alberti por una razón distinta. Sin embargo algo en los toros todavía resulta fascinante, brutal y remoto. Tan bello como perturbador. Una música callada, el acorde que acompaña a esas ganas de matarse, con traje de luz, entre giros y verónicas.
Valle Inclán, quien era aficionado al toreo de Juan Belmonte, llegó a decir: “Si nuestro teatro tuviese el temblor de las fiestas de toros, sería magnífico”. Sin los toros, sostenía el autor de Luces de bohemia, no sería posible explicar la naturaleza terrible y trágica de lo español. Era la idea de muerte, el héroe y la tragedia lo que fascinó al dramaturgo. Gregorio Marañón y José Ortega y Gasset dedicaron textos también a la fiesta brava.
En las crónicas que durante los años veinte –década en la que publicó su primera novela, Fiesta (1926)- envió al Toronto Star, Hemingway describía ya con auténtica devoción la fiesta de los toros, a la que define como una tragedia inevitable y masculina, donde los hombres se muestran “muy hombres” y la muerte encandila a los espectadores con su brillo de lentejuelas a media tarde.
La primera vez que asistió a una plaza, en Pamplona, Hemingway tenía apenas 26 años. Era un joven e inexperto corresponsal que recién descubría la tauromaquia y España. Las retrató a ambas en Muerte en la tarde, considerada por muchos la biblia del toreo, y en la que puede leerse a un minucioso y encandilado cronista que explica al lector desde qué es un tercio de picadores hasta cuál es el mejor lugar de la plaza.
Tres décadas después, en Pamplona, ya entonces amigo y seguidor de Antonio Ordóñez, Hemingway escribió Un verano peligroso: un reportaje que le encargó la revista Life, en 1960, y en el que narra el mano a mano taurino entre Antonio Ordóñez y su cuñado Luis Miguel Dominguín.
Enamorado –imposible no hacerlo- de las banderillas del Fandi, Mario Vargas Llosa escribió que las corridas están, cada vez, más cerca de la danza. “Cuando vuelve coreografía, ballet, y pocos toreros encarnan mejor ese trance”, escribió el Premio Nobel en su artículo de opinión semanal de El País, refiriéndose al diestro David Fandila.
No podemos aquí –no lo pretendemos, es imposible- dar cuenta de todo cuanto se ha escrito sobre lo que ocurre en los ruedos. La lidia sin embargo no agota títulos dedicados a su rara e indescifrable magia. La del hombre y el animal enfrentados a mitad de una tarde en la que alguno de los dos debe morir.
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