No es lo que parece; es algo mucho peor. La escena del domingo de Pascua en la Catedral de Palma, ese vídeo de algo más de dos minutos en el que la heredera al trono de España aparta de un manotazo el brazo de su abuela -la reina emérita Sofía- mientras su madre se interpone en la foto, es algo más que confeti o carnaza. No es el micrófono abierto de quienes se ven obligados a sorber la ración de antipatía a la que están predestinadas todas las familias. Tampoco el reparto tragicómico de los arquetipos parentales, esos que funcionan muy bien en los chistes sobre las cenas de Navidad, pero no en las fotos de Estado.
Esto no es la tormenta del gineceo real. El tamaño de ese desplante no cabe en la crónica rosa que se relame al glosar los despojos de Zarzuela
La instantánea de aquel enfrentamiento –tensión, decían algunos; rifi-rafe, otros- fue al comienzo minusvalorado, como si de un chascarrillo cuñadista se tratara. Incluso fue despachado con unos pocos párrafos en las ediciones impresas de las principales cabeceras, al día siguiente de su difusión. En las redes sociales y tertulias el asunto quedó como un potaje, al fin plebeyo, que sus personajes degustaban alzando el juego entero de cucharas de plata. Una especie de guiso al que unos quitaban hierro y otros añadían tropezones de frivolidad y mal gusto. Que si no es para tanto. Que si Juan Carlos, abdicado, atónito y despojado de borboneo, huyendo de la polémica cual abuelo que arrastra su cadera rota. Que si el rey Felipe VI, maniatado por la sorpresa del marido mandilón, incapaz de reaccionar ante la ferocidad de su mujer.
El episodio del domingo de Pascua que trascendió a la opinión pública no sólo relata la tirantez entre la suegra humillada, la nieta emponzoñada y la nuera que se pasea como quien micciona para marcar los límites de su reino, más que para evitar una foto que amenace la privacidad de su hija. Esto no es la tormenta del gineceo real. Lo que ocurrió entre doña Sofía, la reina Letizia y la princesa de Asturias no demuestra que la realeza se vuelva real cuando baja al fango de las claustrofobias familiares. El tamaño de ese desplante tampoco cabe en la crónica rosa que se relame al glosar los despojos de Zarzuela. Es algo mucho peor.
Letizia camina calzada en las alturas de su propia frivolidad, para evitar la foto que doña Sofía desea hacerse con sus nietas. El déjame hablar, en bucle, de una Leticia ahora despojada del Ortiz
La secuencia de los dos vídeos -el del enfrentamiento dentro de la catedral y la coreografía absurda de una familia que se ignora entre sonrisas al salir del templo- componen un oscuro retrato que ya habría querido pintar Goya. Sólo hay que mirar. Letizia, que camina de lado como una torre de Pisa, calzada en las alturas de su propia frivolidad, para evitar la foto que doña Sofía desea hacerse con sus nietas. La reina consorte improvisa un paseo gallináceo que delata instinto rapaz. Luce una sonrisa a la que no la acompañan los ojos, demasiado ocupados en ver quién hace qué. Mandar, claro. El déjame hablar en bucle de una Letizia ahora despojada del Ortiz. Mientras tanto, rezagado y alisando su corbata, el rey -despojado de aquella auctoritas del discurso del 5 de octubre- intenta evitar el esquinazo a los eméritos que protagonizan su mujer y su hija, la heredera.
La imagen, que buena parte de los españoles ha visto una y otra vez, muestra cómo Letizia se acerca con la rigidez del oponente. Pasa la mano por el cabello de la princesa de Asturias -más que acariciar parece que quiere arrancárselo-, mientras riñe a Sofía, quien forcejea para mantener su sitio y coloca la mano en el hombro de su nieta para, una vez más, dejarse retratar. Es la primera vez en mucho tiempo que aparecen en un acto público todos juntos: los eméritos y los reinantes; los destronados y los herederos de una corona ya rota de tanto estamparla contra el escándalo -Botsuana y caso Nóos incluidos-. Entonces ocurre lo peor: la princesa de Asturias aparta el brazo de doña Sofía con brusquedad. Acaso porque el marcaje de su madre la empuja a hacerlo o porque ignora cosas que nadie se ha molestado en contarle. ¿Quién educa a la heredera?, se pregunta quien observa la imagen.
A la edad de Leonor, su abuela, la reina Sofía, había cambiado 22 veces de residencia. Con apenas tres años, en brazos de su madre Federica de Hannover, comenzó un largo exilio al que jamás puso fin... ¿Sabe eso su nieta?
Leonor, la princesa de Asturias, tiene hoy doce años. Acude al cole. Ve películas de Kurosawa. Come verduras televisadas ante la mirada de sargento de su madre y se deja imponer un Toisón de oro de la mano de su padre, el muy preparado sucesor de un reinado que comenzó en transición ejemplar y acabó en desastre. A esa misma edad, su abuela, la reina Sofía, había cambiado 22 veces de residencia. Con apenas tres años, en brazos de su madre Federica de Hannover, comenzó un largo exilio al que jamás puso fin. Mientras su tío Jorge II, el entonces rey de los helenos, era desalojado de palacio y Grecia era invadida por la Alemania Nazi, el padre de doña Sofía, el príncipe heredero Pablo I, viajaba rumbo al Reino Unido mientras ella cogía un barco desde Creta hacia Egipto y luego Sudáfrica.
A sus doce años, después de conocer la errancia, la entonces princesa Sofía ya había regresado a una Grecia destruida por los alemanes y acechada por las potencias que hasta entonces habían tutelado la vida política de ese país, gobernado por una débil monarquía constitucional. Tenía la misma edad de su nieta y, sin embargo, Sofía ya había acompañado a sus padres, Pablo I y Federica de Hannover, a inaugurar fábricas y escuelas; a recuperar monumentos y transmitir algo de sosiego a un país que, de tener, no tenía nada excepto el recuerdo de su grandeza. Sin apenas haber vivido en el sitio donde había nacido, Sofía de Grecia y Dinamarca había tomado parte de la complicada cirugía de una nación arrasada, una en la que a ella le habría tocado gobernar de no ser porque renunció a sus derechos dinásticos para venir a España a reinar sobre la nada, sobre la extrañeza y la larga sospecha que levantaban, desde Estoril, los planes de sucesión urdidos, no sin desplantes, por el franquismo.
Tanto nadar en el plato de la sopa de acelgas que sirvió Zarzuela por navidad en aquel vídeo que mostraba la vida normal de la nueva familia real, para morir ahogados en una carnicería donde los matarifes lucen tacones y vestido de canesú
El vídeo que se hizo viral y dio para horas de tertulia a los charcuteros de la prensa rosa y los coprófagos de Twitter no es, lector, una versión a la baja de las familias que Tolstoi describió como infelices en aquellas páginas de Anna Karénina. Ese vídeo es un monumento a la falta de respeto. Se muestra siempre consideración hacia los años, pero sobre todo a los galones y las cicatrices acumuladas en la piel de quienes llevan esos años a cuestas. No basta la sal gruesa que echa mano de la imaginería de la arpía para escalar una fotografía que deja en los huesos a una institución ya famélica. Tanto nadar en el plato de la sopa de acelgas que sirvió Zarzuela por navidad en aquel vídeo que mostraba la vida normal de la nueva familia real, para morir ahogados en una carnicería donde los matarifes lucen tacones y vestido de canesú. Le llueven ahora pitos y críticas a la reina consorte, desplomada de sus tacones, cuesta abajo en la escalera de popularidad.
La princesa de Asturias ha demostrado no crueldad, pero sí ignorancia. La que ha propiciado quien debería de haberla instruido en la historia de su propia familia. Quien ve a doña Sofía, con el gesto de Piedad viviente y la sonrisa rota de un paso de semana santa al que se le ha desencajado la fe, no puede dejar de preguntarse cuándo el verbo reinar se arruinó en manos de Letizia, alguien que confunde los deberes de Estado con la acumulación de vestidos en su armario financiado con dinero público. La corona de Sofía, que algún día fue de espinas, hoy brilla con la luz pobre de la bisutería que luce en la frente de su sucesora. Sí, hay tragedia en todo esto. Una muy antigua. Una tragedia... de Estado.
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