He leído estos días muchos comentarios y columnas de opinión sobre la meritocracia. Escritos por gente de derechas, por gente de izquierdas, por gente de centro. Argumentando si existe, no existe, si debería existir o no. Algunos señalaban, muy acertadamente, la diferencia entre mérito y talento. Todos ellos tenían una cosa en común: no tenían presente las situaciones en las que habiendo toda clase de apoyo social, político y económico, habiendo igualdad de oportunidades, habiendo mérito y talento, no se produce éxito. Esto es grave y, además, explica algunas de las cosas que están radicalmente mal en nuestra sociedad. Radicalmente en un sentido etimológico estricto: están mal de raíz.
Matizaré primero por aquello de curarse en salud: estoy plenamente a favor de que -desde la sociedad civil y la política- se pongan todos los medios al alcance para que los niños, adolescentes y jóvenes reciban la mejor educación. Me chirría, eso sí, el concepto “ascensor social”, pues da a entender que hay mayor dignidad en ser directora ejecutiva de una empresa que en ser reponedor en Mercadona. No entraré en esto porque se sobreentiende que el objetivo es tener un empleo digno que nos permita trabajar para vivir, no vivir para trabajar.
Retomo la pregunta: ¿qué ocurre cuando, a pesar del esfuerzo, del propio talento, no sólo no se produce éxito, sino que fracasamos estrepitosamente? Hay un concepto, el del hombre hecho a sí mismo, que muestra que el éxito no depende sólo de cuánto nos esforcemos ni de cuánto talento tengamos. Imaginemos la situación de alguien de familia humilde que ha salido adelante gracias a una excelente educación pública, con becas de estudio. Ha combinado sus primeras experiencias como becario en prácticas trabajando en un bar o de barrendero y consigue, efectivamente, un empleo bastante mejor remunerado del que tenían sus padres. Explota, entonces, una burbuja inmobiliaria. O se desata una pandemia mundial. Puede que tenga un accidente cuyas secuelas no le permitan seguir dedicándose para lo que se había formado toda su vida. Una depresión. Una enfermedad crónica. Su mujer -o su hijo- enferman gravemente y no puede seguir dándolo todo al 100% en la empresa.
Me dirán que para eso está el estado del bienestar y, bueno, éste último está en plena decadencia, pero pongamos que está en todo su esplendor y el protagonista de nuestra historia se apaña como puede con los subsidios. Se apaña. Pero el éxito, el mérito, el talento se esfuman. Entra por la puerta la compasión de aquellos que rodean a nuestro protagonista. Algunos creen admirarlo, ¿cómo es que no se hunde, con tanta desgracia? A otros se les viene a la cabeza la palabra “fracaso”.
Meritocracia: trampa y trampantojos
Si este buen hombre sabe llevarlo con holgura, está feliz y tranquilo, aparecerá el mérito de nuevo en la ecuación, pero con un significado muy distinto: qué mérito tienes, yo en tu lugar de mierda me hundiría en la mierda. Algunos querrán que les cuente el secreto de su actitud pues, a pesar de sus méritos, talentos y éxitos, están de trankimazín y lexatín hasta arriba: por favor, cuéntanos cómo haces para ser feliz, aunque tu vida sea un asco. El mérito, siempre el mérito, que no comparecerá si el protagonista se hunde, entra en depresión, o se vuelve alcohólico. Antes de que llegue a esa situación sus seres queridos le habrán dicho que tiene mérito que conserve su entereza. Pero, les diré un secreto: la gente que lo pasa mal, realmente mal, no quiere mérito: quiere poder trabajar, quiere salud, quiere una vida normal. No quiere que le consuelen diciéndole lo fuerte que es. Del mérito, del talento y del éxito se ha olvidado directamente: no sabe lo que son, ni le importan un carajo.
La vida trae de suyo sufrimiento, algo inherente al ser humano y a lo que le hemos dado la espalda cuando no puede enderezarse hacia una lógica del éxito o, al menos, del bienestar
Y todo esto ocurre porque nos hemos visto impregnados por lógicas materialistas y deshumanizadoras. Incluyendo la gente de izquierdas, por supuesto, no en vano los planteamientos de Marx tenían una visión de las cosas marcadamente económica. Queda muy poco de Marx en la izquierda actual, hay que reconocerlo, pero los que abanderan incoherentemente sus postulados son los mismos que defienden que hay vidas que no son dignas de ser vividas. ¿Por qué? Porque en ellas no habrá mérito, ni talento, ni éxito: sólo habrá vida. Y la vida trae de suyo sufrimiento, algo inherente al ser humano y a lo que le hemos dado por completo la espalda cuando no puede enderezarse hacia una lógica del éxito o, al menos, del bienestar.
A algunos nos espanta que se le pueda poner término a un embarazo avanzado si el niño padece graves patologías. No hay mérito o éxito en unos padres sosteniendo a su recién nacido en sus brazos apenas unas horas o unos minutos hasta que exhala su último suspiro. Sólo vemos ahí sufrimiento o fracaso. Y sí, hay sufrimiento, pero debajo de éste puede -debería- haber mucho amor, mucha humanidad. La trampa inadvertida de la lógica del éxito es que no se contempla que el sufrimiento nos acompaña a todos. Siempre. En ocasiones de formas que nos parecen insoportables. Porque llegan a serlo. Pero de ahí pueden -deben- salir cosas buenas, las mejores: la grandeza del ser humano, que es inconmensurable. El mérito y el talento que conducen a tal o cual puesto de trabajo y su posición social aparejada no le llegan ni a la suela de los zapatos.
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