El discurso más nocivo contra un colectivo o una minoría suele ser aquel que trata de disfrazarse de aliado: quien más puede hacer daño a alguien es quien afirma sibilinamente que todo lo que hace lo hace por el bien de los violentados y discriminados, que sus intenciones son buenas y puras, que su único impulso es una preocupación genuina. Empecemos esta crítica por ahí: yo puedo comprender perfectamente los motivos que llevarían a alguien a escribir Un daño irreversible, el ensayo de Abigail Shrier publicado por Deusto “sobre cómo una epidemia transgénero estaría seduciendo a las niñas”; puedo entender que alguien se preocupe por la infancia, que cuestione los efectos secundarios de tratamientos, que unos padres se preocupen por sus hijos. Lo que es imposible de entender es que un discurso antitrans se blanquee como una simple preocupación. Esto es lo que hace el texto, en ningún caso un ensayo riguroso, sino más bien un panfleto lleno de trampas y ataques arbitrarios. Seleccionemos algunas.
Se equivocará, en primer lugar, quien busque en este ensayo una recopilación rigurosa y más o menos científica de estudios sobre lo trans, porque los momentos más persuasivos (entiéndase: los más tramposos) vienen de anécdotas o barrabasadas diversas, o bien de cosas que la autora intenta camuflar.
¿Ejemplos? Cuando habla de una familia con dos madres “sin ningún componente ideológico o activista”, que afirman “no tener ningún amigo gay o amiga lesbiana, porque [sus] amigos son simplemente [sus] amigos, normales”, que llevan a su hija a un instituto sólo para chicas, como si en todas esas afirmaciones no hubiera ningún presupuesto ideológico; cuando emplea como argumento que pocos hombres trans (es decir, asignados hembra al nacer) recurran a la faloplastia por pensar ella que el pene es precisamente “uno de los rasgos que definen la hombría”; cuando insiste otra vez en que, por no tener pene, “sus identidades masculinas serán frágiles; un rápido viaje al urinario y se acabó la fiesta”, al mismo tiempo que pretende afirmar que no tiene nada en contra de los hombres trans adultos y que respeta completamente sus identidades —siempre y cuando afirmen, en el fondo, que son mujeres—; cuando se lanza en diatribas contra “la ideología de género presente en las escuelas”, que consiste en que se explique a los niños que existen personas gays, lesbianas, bisexuales o trans.
O cuando dice, en un pasaje particularmente ignorante, que el hecho distintivo del tratamiento hormonal de masculinización es “el dolor”, simplemente porque se realiza a través de una inyección intramuscular, que lleva consigo una cantidad ínfima de dolor en el lugar de la inyección, como cualquier otra técnica similar… y evita decir que hay testosterona que se aplica mediante un gel, tópicamente, sin molestia alguna. No lo evita porque no lo sepa, porque después hace referencia a ello, colando sin embargo que “la testosterona inyectada es la verdadera prueba de fuego”, hecho completamente inventado por la autora. Lo que sucede es que, en el primer momento de hablar de esos tratamientos, contarlo todo no le interesa.
Manipulación 'antitrans'
Afirma no tener nada en contra de las identidades de las personas trans adultas. Luego dice, al mismo tiempo, que lo trans, “como cuestión científica, es un galimatías […] Es biológicamente absurdo sugerir que el cerebro de una niña —con cada célula estampada con cromosomas XX— podría habitar en el cuerpo de un niño”, ignorando todo tipo de desarrollos en neurociencia sobre la inexistencia de cerebros claramente codificados por sexo, más bien con caracteres compartidos entre todos y variaciones incluso dentro de un mismo sexo… ¡estudios a los que ella misma hace referencia en otros momentos!
La autora decide ignorar que las estadísticas de personas que se arrepienten de los tratamientos o cirugías relacionadas con lo trans es muy inferior a cualquier tipo de cirugía estética
Abigail Shrier se sitúa a lo largo del ensayo por encima del bien y del mal. Arguye que todas las indicaciones de los médicos y de las asociaciones psicológicas del mundo, si no están de acuerdo con lo que ella dice, deben formar parte de un entramado, conspiración o cábala del lobby transgénero, con el cual los científicos —salvo los 'antitrans'— estarían compinchados. Dice que la APA —insisto: la APA, la American Psychology Association… que algunos conocerán porque marca el estándar de citación en publicaciones académicas— se ha tragado de lleno la ideología de género. Afirma que a quienes no se hace el suficiente caso es a los padres y que se atiende demasiado a las recomendaciones de los expertos. Cuando cita algún experto, lo hace siempre hablando de entrevistas o estudios muy discutibles —como lo son las fuentes del estudio que habla de la “disforia de género de rápida aparición”—, y buscando tendencias muy específicas: aparecen dos veces psicoanalistas junguianos para darle la razón sin atender a otras ramas de la psicología.
Cuando habla de dar una explicación a la homosexualidad, dice que la explicación más viable para la mayor probabilidad de homosexualidad masculina en hijos sucesivos es que algunas madres producen anticuerpos —¿qué?— que atacan los antígenos específicos del varón —¿cómo?— y obstaculizan en el cerebro del feto la diferenciación sexual. Usa una y otra vez términos completamente desacreditados por la ciencia, como el de “transexualidad homosexual” y “transexualidad autoginofílica”. O se alegra, como una buena noticia, de que los padres de un chico transexual indio hayan concluido que su introducción en la cultura occidental fuera un error, y que él ahora haya dejado atrás su identidad trans al volver de vuelta a la ciudad donde tiene parientes indios.
Proseguimos: afirma que los bloqueadores hormonales provocan daños irreversibles ignorando que cualquier endocrino, conociendo perfectamente los efectos de medicamentos así, realiza un seguimiento de sus pacientes en los que incluye densimetrías y otros exámenes para comprobar siempre que todo esté correcto. Dice que se busca practicar cirugías y tratamientos muy efectivos en niñas pequeñas, cuando absolutamente nadie ha traído argumentos a favor de operar quirúrgicamente a menores —en la televisión se ha escuchado hablar de supuestas operaciones a niños de cinco, seis o siete años— y cuando la edad mínima para un tratamiento hormonal siempre será la edad a partir de la cual se considera que puede darse un consentimiento informado y autónomo.
Decide ignorar completamente que las estadísticas de personas que se arrepienten de su tratamiento o de cualquier tipo de cirugía relacionada con lo trans es muy inferior a cualquier tipo de cirugía estética que nunca ha entrado en el debate como algo que deberíamos prohibir. Cuando habla del supuesto auge brutal en “cirugías de reasignación de sexo (en personas nacidas mujeres)”, no se refiere a una operación genital, que es lo que da a entender al lector… sino a la mastectomía, la operación de pechos. Es decir: trampea sus estadísticas.
Entiéndase que no he querido entrar en el hecho de que considere a la población trans como una epidemia, que hable de la población trans en términos de contagio o de locura, que diga que ahora ser trans es algo que se estila, está de moda o es deseable, como si por el hecho de que un par de mujeres trans ricas en Estados Unidos salieran en portadas eso significa que la mayor parte del colectivo, en condiciones precarias, no está sometida a una terrible violencia.
Lejos del rigor
Lo que no he querido hacer es venir a escandalizarme directamente: lo que quiero aquí es exponer las trampas que hace Abigail Shrier en su libro. Si se sigue pensando tras lo expuesto aquí que es un texto serio, llámenlo ensayo. Si no, como yo prefiero, porque quien escribe estas líneas ha escrito un ensayo sobre lo trans con vocación de seriedad, que también afronta la cuestión de que hoy en día encontremos más personas trans que otrora, que busca explicaciones, llámenlo panfleto. Incluso las mismas fuentes que consulta, y ella lo explicita, “rechazan su insistencia en teorizar más allá de los límites de sus datos”, se niegan a la especulación sin fundamento de la cual ella participa.
Es fundamental lidiar con el dolor genuino de los padres cuando sus hijos expresan una identidad que no se correspondía con lo esperado, pero este libro no va a ofrecerles respuesta
Podemos aceptar perfectamente que una madre preocupada escriba un ensayo sobre el miedo que tiene a que su hija se equivoque y cometa una decisión terrible. No podemos aceptar que falsifique toda información sobre el tratamiento hormonal, aludiendo a un pánico sobre “qué van a hacer con nuestras niñas”, como si no existieran adolescencias trans en hombres y mujeres; no podemos aceptar que un panfleto así sea vendido como la última palabra en el debate sobre lo trans, o que se diga de él que ofrece todas las respuestas, cuando se contradice a sí mismo de forma constante y sólo utiliza la información que puede resultarle relevante para sacar adelante sus tesis. No podemos aceptar tampoco que un ensayo sobre “la delirante ideología de género que azuza las escuelas” se venda como un ensayo en el fondo protrans o como una articulación progresista. O que se dé bombo a teorías sobre lo trans que llevan más de treinta años fuera de la comunidad científica, más allá de ciertos círculos o casos límite.
Es necesario que se entable un diálogo, por ejemplo, con aquellas personas que deciden volver atrás en su transición. Hace falta dar una respuesta a ese dolor, cuidar a esas personas, acompañarlas. Pero en ninguno de los casos ese 2% puede poner en cuestión las experiencias de aquellas personas trans que no dan marcha atrás. Es fundamental lidiar con el dolor genuino de los padres cuando sus hijos expresan una identidad que no se correspondía con lo esperado, pero este libro no va a ofrecerles respuesta, ni empatía, ni una capacidad para conectar con sus hijos: sólo se instala más y más en su trinchera, prepara un abismo más y más profundo.
Ojalá un diálogo genuino y sincero donde las dos partes se escucharan… pero es difícil querer debatir con quien afirma que el odio viene del lado trans mientras califica lo trans como una epidemia enfermiza, mientras niega —afirmando al mismo tiempo lo contrario, defendiéndose como aliada— la validez o realidad de toda identidad trans y se dedica sistemáticamente a cuestionarlas, presumiendo que ningún menor —y aquí también es tramposa: no habla de niñas pequeñas, habla casi siempre de adolescentes más cerca de los dieciocho que de la pubertad— puede tener autonomía alguna o hablar por sí solo. Si el lector quiere escuchar los argumentos antitrans, que abra el libro; descubrirá que es un lobo con piel de cordero, profundamente dañino, cuyas mentiras habrá que esforzarse mucho en desmontar.
Elizabeth Duval es autora de ‘Después de lo trans. Sexo y género entre la izquierda y lo identitario’ (La Caja Books).