El régimen político del 78, dicen, ha llegado a su fin. La transición no fue el relato entusiasta que alguien prometió. De ella queda esta democracia, que es poca y de mala calidad. El futuro todavía existe. Pero para encontrarlo hace falta una redención en mitad de la tragedia. Así lo afirman el analista político Javier Benegas y el economista Juan M. Blanco en las páginas de Catarsis (Akal, 2013), un ensayo que retrata la decadencia política de una España a la que hoy le aprieta la corona y se le descose el traje, ya prieto e insuficiente, de la Constitución.
Dividido en once secciones y 61 capítulos que pueden leerse en orden independiente, Catarsis plantea un análisis sosegado, que no insípido. No son liberales austríacos, afirman Benegas y Blanco, sólo piden una reacción colectiva. Por esa razón no hay espacio en sus páginas para los entusiasmos ortopédicos, tampoco para las afirmaciones que intentan presumir de inteligencia con el anuncio del apocalipsis. Ni fatalismos ni indignación: ciudadanía. “El que un país sea fiable no depende sólo de los gobernantes sino de las decisiones, acciones y actitudes de cada uno de nosotros”, sostienen.
Recuperando referencias teóricas poco conocidas –o simplemente no traducidas- en España como el Premio Nobel estadounidense Douglass C. North, John Joseph Wallis o Barry R. Weingast, Benegas y Blanco plantean una manera de comprender el desmoronamiento de un sistema político que aseguró la convivencia, pero no la libertad, tal y como sostiene Jesús Cacho en el prólogo del libro.
Del mito trágico a las élites extractivas
La lectura de Catarsis es, por decirlo de alguna forma, episódica. Se compone de escenas bordadas con un fino hilo del que resulta un tapiz nacional: una estampa completa que comienza por desmantelar el mito trágico de la España abocada al fracaso y que recorre los desaciertos políticos sin eludir responsabilidades, ni siquiera las individuales.
“El origen de los problemas no se encuentra en las personas sino en un incorrecto diseño de las instituciones"
Contradiciendo al Ortega y Gasset de La España invertebrada (1921) que achaca las debilidades españolas a un cierto determinismo vinculado a sus raíces visigodas –“germanos alcoholizados de romanismo, un pueblo decadente”-, Benegas y Blanco espantan el oscurantismo y se plantan en una lectura sin tragedias ni mal fario: “El origen de los problemas no se encuentra en las personas sino en un incorrecto diseño de las instituciones, la organización política, la economía y la capacidad tecnológica”.
De esa noción empírica, objetiva, de sistema –y no de destino- surge la idea de la Transición como cuerpo colectivo. Se trató, insisten, de un artefacto político urgente, concebido como un apaño, un consenso aparente –que no real- del que surgió una democracia sin los mecanismos de control más elementales y que sucumbió ante el “oportunismo político” y los intereses de minorías. “El sistema tenía que colapsar porque estaba mal diseñado, no porque las personas fueran propensas al fracaso”, insisten. En una estructura cerrada, sin separación de poderes, el voto cada cuatro años es insuficiente.
“El sistema tenía que colapsar porque estaba mal diseñado, no porque las personas fueran propensas al fracaso”
La primera restauración borbónica de finales del XIX, construida sobre la alternancia de dos partidos, afirman Benegas y Blanco, no resolvió los problemas, los aplazó. Estallaron, décadas más tarde, en la Guerra Civil. La segunda restauración borbónica, nacida en 1975, tampoco consiguió soluciones. Aportó años de estabilidad y cierto crecimiento económico, repartido también en dos facciones, pero sin un sistema adecuado de contrapoderes. Todo quedó, insisten, en la creación de un aparato que permitía la distribución minoritaria del poder bajo la que crecieron caciquismos y cotos. ¿Un ejemplo? Las autonomías: “A cambio de aceptar la corona, los nacionalistas recibirían manga ancha para actuar en sus territorios según su voluntad”. No faltan datos para ilustrar el tamaño del paquidermo: en 30 años las administraciones autonómicas promulgaron más de 100.000 leyes, normas y regulaciones, sumamente complejas, incoherentes y contradictorias.
Describen Benegas y Blanco un régimen político que construyó una épica tan heróica como sospechosa, que llegó incluso a protegerse al tomar la previsión de construir sus propios tabúes: la Constitución es intocable y con ella el Rey, los partidos y las autonomías. “En la mejor tradición del depotismo ilustrado, los partidos políticos se reunieron, discutieron y consensuaron aquello que era mejor” ... para ellos. No es democracia, es partitocracia.
A través de un recorrido por ideas específicas de la ingeniería política doméstica, es posible ver cómo durante años se propagó la identificación de la figura de la Restauración juancarlista con la democracia. Atacar al Rey o a la Constitución era, a su manera, una crítica a la democracia. En medio de aquella euforia, ¿quién iba a atreverse?
"Durante años se propagó la identificación de la figura de la Restauración juancarlista con la democracia"
Cuentan así Benegas y Blanco cómo mientras una clase política se dedicó a mantener la fidelidad a los suyos –políticos, empresarios, intermediarios, lobistas- otros estamentos, la prensa y los intelectuales -por motivaciones materiales o incluso temor a ser tachados de antidemócratas- renunciaron a su papel de conciencia crítica de una sociedad. “Pocos cayeron en la cuenta de que la democracia consiste precisamente en lo contrario: en el pensamiento libre”, escriben.
Una prensa dependiente de las ayudas oficiales y el clientelismo político; la poca transparencia en el entramado resultante de las relaciones entre políticos, medios y empresarios; la espectacularizacón de la información, trasnformándola en cotilleo a veces y ocultación en otras, clarifican algunas perversiones ciudadanas, siendo la más potente la confusión incestuosa entre lo público y lo privado. El peso de las empresas de las administraciones públicas como anunciantes -que en apenas cuatro años llegaron a superar los 1.400 millones de euros en la publicidad de sus propios logros-, hizo que los grupos de comunicación privados empezaran a depender cada vez más de la inversión pública a la vez que se sumaban al pacto político tácito.
Se clarifica así el mecanismo de control ideológico, burocrático e institucional que el régimen político nacido en el 78 puso en marcha. Grandes obras, comunicadas a bombo y platillo, dieron forma a la idea del Estado del Bienestar como una “superestructura construida a base de cemento y granito, que se pueda ver y tocar, poblada por funcionarios y políticos, a la que desviar ingentes cantidades de dinero, lo que equivale a dar de beber a los ciudadanos sirviéndoles el agua en un colador”. Describen así los autores una sociedad en forma de embudo en la que muchos buscaron “acomodo laboral indefinido para sortear las incertidumbres de la vida”.
"El poder político y económico en manos de una reducida elite, argumentan Benegas y Blanco, genera continuas y graves crisis económicas"
Y es justamente de este razonamiento de donde surge una de las ideas más potentes de Catarsis: el carácter cerrado del sistema político (pacto entre clase política y grupos empresariales) y la influencia que esa estructura ejerció en la relación entre desarrollo institucional y desarrollo económico. El poder político y económico en manos de una reducida elite, argumentan Benegas y Blanco, genera continuas y graves crisis económicas. ¿Ejemplos? 1990 y finales de la primera década del siglo XXI. El mundo no se acabó entonces, como no acabará ahora. Lo que de verdad importa, afirman, es que hemos tropezado con la misma piedra en distintos tramos del camino.
“Nuestros sucesivos gobiernos, todos ellos a medio camino entre la socialdemocracia y la más estricta tecnocracia, con sus acongojados miembros y sus intempestivas decisiones, son lo único que se interpone entre nosotros y el abismo”, afirman. Sin embargo, es evidente que ha fallado algo más que la clase política. De ahí que Benegas y Blanco insistan en una idea: “Hay que despertar de este sueño, donde el Estado, lejos de ser un acogedor colchón de plumas donde dormir la siesta y tener dulces sueños, se ha convertido en el lecho de clavos donde se tumban los faquires”.
España SL y la Ley del Embudo
Citando el ensayo The Natural State: The political-Economy of Non Depevelopment, Benegas y Blanco recurren a North, Wallis y Weingast para explicar la relación entre desarrollo institucional y desarrollo económico. La tesis de los norteamericanos explica la evolución de la sociedad desde lo que denominan el Estado Natural o un Sistema de Acceso Restringido hasta el Sistema de Libre Acceso. En el primero imperan el reparto de las rentas, las relaciones de tipo personal, los privilegios y las barreras que impiden la libre competencia; en el segundo, el de Libre Acceso, predominan las relaciones impersonales, institucionalizadas, la libre competencia en la política y la economía, el mérito, el esfuerzo y la igualdad de oportunidades.
En una democracia de baja calidad, como la que se produjo en España a partir de 1978, se manifiestan rasgos de los antiguos Estados Naturales: sistemas cerrados, exclusivos, que utilizan lo económico como herramienta para consolidar la estabilidad y continuidad de las élites gobernantes. Un sistema de grupos concretos reciben privilegios y derechos que el resto no tiene, a cambio de su apoyo a la coalición gobernante. De ahí nace en España esa aglomeración de poder que se expresa no sólo en la política, sino en sectores estratégicos como la energía, las comunicaciones, la ingeniería, y la información.
"En una democracia de baja calidad, como la que se produjo en España a partir de 1978, se manifiestan rasgos de los antiguos Estados Naturales"
La concentración económica y política española, propia de un Estado Natural, ha tenido según Benegas y Blanco un proceso cada vez más fuerte en el sector financiero. El problema, afirman, comenzó con la politización de las cajas de ahorros, unas entidades que no tenían un propietario perfectamente identificable y sobre las que se avalanzaron partidos políticos, sindicatos y patronal: comenzó entonces la concesión poco rigurosa de créditos a amigos o relacionados, sueldos millonarios y estratosféricas dietas. Un bocado tras otro que creció desproporcionadamente durante la burbuja inmobiliaria. Y es justamente de allí de donde brotan los costes económicos y los daños colaterales de la corrupción. “España es un Estado pastel que se reparten unos pocos. Y cuando todo va bien, hay migajas para el resto. Y cuando no, nada. Así de simple”.
Juan Carlos I subido al lomo de Babieca
“La imagen televisada del Rey el 24 de diciembre de 2012 durante el tradicional mensaje de Navidad, manteniendo la verticalidad con ayuda de un mueble escritorio, fue quizá la metáfora más reveladora de cómo el Régimen surgido de la transición se resistía al cambio”, escriben Benegas y Blanco en la sección del libro dedicada al papel de la Corona en la vida política española. Y se centran justo en esa alocución real para demostrar que el peso de la monarquía ya no descansaba en la osamenta de Don Juan Carlos, quien subido a su Babieca, como el Cid ya muerto, salía dispuesto a ganar la batalla.
El Rey, la cara visible del Régimen confeccionado en 1978, acusa en el análisis las cicatrices y magulladuras de su proceder. Un monarca no ejecutivo que sin embargo operó durante años en la vida política y económica española. Alguien que dio acceso y plena libertad a un personaje como “la supuesta princesa” Corinna zu Sayn-Wittgenstein, “una rubia de revista que, según ciertas noticias, habría participado en gestiones como representante oficiosa de España y cobrado sustanciosas comisiones a compartir con su cercano amigo”. No en vano se preguntan Benegas y Blanco cómo un hombre que subió al trono con un exiguo patrimonio hoy atesora una fortuna valorada en 1.800 millones de euros.
Aunque España necesita un relevo urgente en la jefatura del Estado, plantean los autores, “una abdicación lampedusiana, la del cambio sólo aparente”, podría poner al Príncipe Felipe “a los pies de los caballos”. “El reinado de Juan Carlos I ha menoscabado gravemente el prestigio de la monarquía en un país que cree muy poco en los derechos dinásticos. Su hijo ya no es el hombre que, supuestamente, trae la democraica bajo el brazo, sino otro con pretensiones de reinar sobre un defectuoso sistema político”.
Catarsis es un libro honesto, escrito con inteligencia y elegancia. No hay grumos en su prosa y es posible afirmar, sin duda, que renuncia, por completo, a la infeliz práctica del oportunismo que suele apoderarse de quienes se proponen escribir sobre la realidad económica y política española. Es un volumen que propicia la relectura y despierta la curiosidad de la consulta. Por eso, en alguna medida, reseñarlo supone el riesgo de simplificarlo, porque en estas páginas, Javier Benegas y Juan M. Blanco no se limitan a dar cuenta de la demolición. España tiene futuro, aseguran, pero conseguirlo requiere de una regeneración completa. Hace falta, está claro, una Catarsis, el acto necesario y urgente de la compasión y redención.
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