Abundan los entusiastas de los trenes. Yo mismo habría de serlo, porque lo que los entusiasma a ellos debería, en abstracto, entusiasmarme a mí también. Ocurre que el propio carácter, el temperamento, lo que uno es, termina imponiéndose a cualquier teoría, idea, convicción. Predican sus entusiastas que los trenes son el medio de transporte que mejor reúne rapidez, seguridad y comodidad. Lo de la rapidez no lo refutaré, aunque debe considerarse que, entre el desplazamiento desde casa hasta la estación de partida con la pertinente antelación, el trayecto en tren propiamente dicho y el desplazamiento desde la estación de destino hasta el destino verdadero, uno tarda más o menos lo que tardaría si viajase en coche. Lo de la seguridad puede ser cierto también, claro, pero no sé si eso puede seguir sosteniéndose desde que sabemos que subirse a un tren implica el riesgo de acabar en el mismo centro de un incendio. Y lo que sí discutiré, empleando además todas las armas retóricas de que dispongo para imponer mi punto de vista, que en este caso no es un simple punto de vista sino la purísima verdad, es que el tren sea cómodo. No lo es; de hecho, quizá sea el medio de transporte más incómodo que existe, en reñida disputa con el avión, forma superior de barbarie.
Alguno de los entusiastas ferroviarios a los que me refería antes pensará que exagero y estará enumerando mentalmente la lista de comodidades que el tren, dadivoso, ofrece a sus pasajeros: baño, cafetería, «servicio de bar móvil» y un amplio espacio entre asientos. No me convencerán, sin embargo. El tren es cómodo, comodísimo, en abstracto, pero incómodo hasta la extenuación en realidad. Lo he experimentado, lo he padecido en carne propia, cada vez que he recurrido a él para trasladar mis michelines de un espacio a otro.
El otro día, sin ir más lejos, me subí al tren con el firme propósito de escribir en sus entrañas metálicas el artículo de esta semana. Tenía dos horas y media de viaje por delante y había resuelto aprovecharlas trabajando, no sin sentir, naturalmente, una punzada de extrañeza y otra de culpa por mi calvinismo. Pero la realidad conspiró contra esta resolución desde el principio. Cuando llegué a mi asiento, vi que no estaba libre, aguardando sumiso a que yo acomodase mis posaderas en él, sino ocupado por un joven que había considerado juicioso en su día tatuarse ambos brazos y hoy salir de casa con una camiseta de tirantes que dejaba al descubierto la maleza velluda de su sobaco. Irritado, le dije que ése era mi asiento, el 1A, y que quizá el suyo fuera el que daba al pasillo, el 1B. Ya se había levantado para cederme el sitio cuando cometí un error de bulto: comprometido con la cortesía, consciente como soy de que es una de las formas de la caridad, le ofrecí al okupa un intercambio de asientos, esperando íntimamente que participase de mi devoción por la cortesía y me dijese que no. Por supuesto, la devoción por la cortesía no estaba entre las cosas que el buen hombre compartía conmigo y dijo que sí, que le parecía justo y necesario intercambiar asientos. Rehén de mis palabras, le cedí el sitio que había sido mío y que por mi torpeza ya no lo era.
Entregarme a la misantropía
Recién acomodado en el otro asiento, me dije para consolarme que aquello del pasillo tenía sus ventajas. Alto como soy, allí podía cruzar mis piernas sin estorbar a nadie, por ejemplo. No obstante, la realidad destejió pronto la frágil urdimbre de mis ilusiones: aunque en esta postura mi pie derecho no ocupaba más que una parte mínima, ínfima del pasillo, ninguno de los viajeros que pasaba por mi lado lo hacía sin golpearlo. Era como si a la suela de mi zapato se le hubiese adherido un imán.
Primero fue una señorona metida en carnes cuyos brazos semejaban la papada de una iguana; después un hombre engalanado con unos pantalones piratas y unas chanclas de velcro; por último un híbrido entre humano y ogro que había juzgado oportuno cambiar las maletas de sitio con el tren ya en movimiento. Al tercer golpe comprendí que mis esperanzas desafiaban la realidad misma, que en un combate entre aquéllas y ésta siempre se impone la segunda y que lo mejor, en consecuencia, sería que replegase mi pierna.
Devastadas mis ilusiones, me consagré al cumplimiento de mi propósito. Traté de concentrarme en la escritura y por unos minutos lo conseguí: las palabras brotaban ligeras y de algún modo yo había dejado de ser consciente de la realidad que me circundaba; las risotadas, las conversaciones telefónicas, los gritos habían devenido en un inocuo, incluso apacible, rumor de fondo. Pero el encantamiento se rompió antes de que yo terminase el artículo, cuando un hedor atravesó el invisible muro que se había alzado entre mi cuerpo y el espacio aledaño. Desvié la mirada hacia el lugar del que procedía y vi horrorizado cómo una señora abría un bol de plástico que contenía ensalada césar y empezaba a esparcir despreocupadamente su pestilente salsa sobre las hojas de lechuga. Volví entonces a ser dolorosamente consciente de la realidad: los hombres que llenaban el vagón ya no eran figurantes, sino seres activos, seres que parecían hacer cosas con el único propósito de joderme. Un niño lloraba porque su padre le había quitado el chupete. Una señora, dos filas más allá, se pintaba las uñas de amarillo. Un treintañero se había descalzado para apoyar sus pies en el asiento de delante. Un cuarentón acababa de sacarse un moco y jugueteaba con él mientras consideraba si era más sensato comérselo o arrojarlo al suelo. Ignoro qué decisión tomó; las arcadas me forzaron a apartar la vista.
Horrorizado, fantaseé con un infierno que tuviese los contornos de un vagón y concluí que el tren, además de incómodo, es descarnadamente cruel. Como norma general, siempre y cuando me distancie de ellos un espacio razonable, admiro a los hombres corrientes, amo a los niños y bendigo la existencia de seres semejantes a mí. Pero en el tren, donde los niños parecen llorar con estridente ímpetu, donde el prójimo lo es tanto que alcanzo a distinguir la tonalidad del moco que acaba de extraer de su nariz o la roña anaranjada que hay entre sus dientes, no puedo sino entregarme a la misantropía y constatar, ay, que una sensual añoranza de Herodes va apoderándose de mi alma y corroyéndola como lo haría un ácido.
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