Cuando se declara una guerra, por ejemplo la invasión de Ucrania, lo más opaco de la vida cultural y política sale al descubierto de forma brutal. No es que se aparquen debates que podrían haber alimentando las polémicas de Twitter para mayor gloria del ego del que participa de ellas, sino que desvela los posicionamientos más profundos en la vida pública, como hemos podido comprobar en Vozpópuli.
Puede que lo que esté ocurriendo en Ucrania nos ayude a superar ciertos debates que se enquistan en las redes, pero que luego no operan en la realidad. Ni siquiera los que se sitúan en algunas posiciones las mantienen cuando estalla una guerra. Hay un realineamiento absoluto que suspende la oposición entre rojipardos e izquierda woke, o entre neoliberales y socialdemócratas.
Estamos leyendo a influencers de las redes sociales que ayer hacían charlas sobre nuevas masculinidades llamando a empuñar las armas, otros que clamaban contra las naciones enfundarse la bandera ucraniana con orgullo, liberales que defendían la libertad de prensa aplaudiendo la censura de medios de comunicación, anarcocapitalistas entusiastas de la mano invisible apoyando el incremento del gasto público, ecoansiosos que ayer se preocupaban porque Rosalía apareciera en un videoclip con una moto, hoy muy tranquilos ante la perspectiva de una escalada bélica que podría conducir a la autodestrucción nuclear.
La guerra en Ucrania ha supuesto un realineamiento de los posicionamientos políticos de casi toda la esfera pública. Lo que ayer era intolerable (pactar con Vox, la defensa de la civilización occidental…) hoy se vuelve mainstream y aceptable. Y lo que ayer era políticamente correcto (los discursos buenistas, la paz, el feminismo, el diálogo entre diferentes...) hoy es totalmente outsider y hasta sospechoso de ser proPutin.
Lo más curioso es que todo esto se hace en nombre, justamente, de la realpolitik, de lo que de verdad importa, en una imposible pirueta en la que lo que sostenían con solemnidad en sus debates “como lo más importante” pasa a un tímido segundo plano a la hora de la verdad, que es la hora de la guerra.
Las guerras nunca aportan nada bueno, pero al menos de esta podríamos salir un poco más honestos a nivel intelectual. No es un tema de asumir contradicciones, como hacemos todos, sino de asumir que ciertos posicionamientos son sustantivos en la percepción cultural y política de los acontecimientos y no deberían ser falsamente negados cuando se abren discusiones.
Principios que se tambalean
Empecemos por el principio. Ha existido un enorme debate sobre la soberanía y las banderas. Luchas encarnizadas sobre si tenemos que apostar por la globalización, la apertura de fronteras, sobre si ya no hay naciones (solo mercado e individuos) o sobre si tenemos que afirmar el Estado-nación. Estos debates, que han servido para publicar numerosos libros, llenar salas con conferencias, disputas acaloradas en las redes, se han disuelto con la agresión rusa sobre Ucrania. ¿En nombre de qué se impugna la invasión rusa? Solo puede impugnarse en nombre de la soberanía territorial de un país.
El desplazamiento masivo de tropas implica enormes costes medioambientales, pero recurrir a este argumento suena frívolo, porque, efectivamente, es frívolo
Primer mazazo de realidad, si usted defiende a Ucrania es porque usted cree en la existencia de la nación ucraniana. De hecho, las naciones no son identidades cerradas, están abiertas y pueden encarnar los más altos valores de la humanidad. La soberanía de Ucrania puede ser sinónimo de democracia y dignidad para mucha gente, frente a los que piensan la idea de soberanía y bandera como neorrancia.
Segundo mito que se ha caído con la guerra: la mano invisible del mercado. Este ya se conocía por las experiencias de la I y II guerra mundial, pero no deja de ser sorprendente como los adláteres de las privatizaciones y de la auto-regulación del mercado no han tardado ni medio segundo en reivindicar el aumento del presupuesto público militar para financiar la(s) guerra(s) por venir. Algunos, como el conocido economista Xavier Sala i Martin, antaño apóstol del libre mercado, llama incluso a las expropiaciones de bienes privados de los oligarcas rusos
El corazón de lo que implica esta idea es que los mercados no existen de forma natural, no son producidos biológicamente ni son una realidad antropológica del ser humano. Son construcciones públicas vía instituciones y, también, vía guerras. No existe ninguna separación entre Estado y Mercado, forman parte de un conjunto. Por eso la política es importante, porque todo mercado está regulado. La pregunta es en favor de quién.
Tercera víctima de la guerra: el ecofeminismo. Ningún dirigente europeo ni ningún cuadro está recurriendo ni al ecologismo ni al feminismo para evitar la guerra, o para oponerse a la invasión rusa. El desplazamiento masivo de tropas y el uso de artillería pesada implica enormes costes medioambientales, pero recurrir a este argumento suena frívolo, porque, efectivamente, es frívolo. Una verdad incómoda: quien quiera evitar una guerra recurriendo a la contaminación que genera la guerra será ridiculizado, y con razón. Al final, lo importante es la vida de las personas.
Ha habido intento de recoger el ecologismo como arma bélica, en el sentido de que el ecologismo puede trabajar favorablemente en un escenario de guerra gracias a la producción propia de energía (no dependencia de terceros). No obstante, fundar el nuevo ecologismo como herramienta para la guerra es contradictorio, pues la finalidad de la guerra es autodestruirnos generando enormes costes humanos y medioambientales. Ponerse al servicio de las guerras no parece la mejor promesa de futuro.
Sin políticas de la identidad
Por último, está el tema de ciertos feminismos (no todos, por suerte). Durante estos días, hemos leído y escuchado a feministas justificando la guerra, llegando a decir que es una guerra justa y apoyando el envío de armas a Ucrania, como la Presidenta de la Comisión de Igualdad en el Congreso de los diputados Carmen Calvo. Es más, hay referentes del feminismo que han dedicado programas a infantilizar los posicionamientos pacifistas, como Ana Pastor en sus especiales de El Objetivo sobre la guerra en Ucrania.
La guerra es una cosa masculina. Representa toda la masculinidad clásica, por eso Vox tiene tan buen acomodo en los discursos bélicos. Esto no quiere decir que sea solo para los hombres biológicos, ya que el género no es biológico, sino que reproduce todos los atributos y valores asociados a la masculinidad (heroicidad, valentía, arrojo a la muerte, insensibilidad, determinación, fortaleza física y mental, racionalidad…). Cuando estalla una guerra, se pone en circulación la exaltación de estos valores. Por eso se llamará cobarde al pacifista, por eso se tenderá a pensar que es una persona “floja” o, peor todavía, “poco realista” si defiende la paz. Nadie ha escuchado que Zelenski llame a resistir para defender ni los derechos LGTBI ni el feminismo, pese a que se le asocia a las democracias liberales.
En conclusión, la guerra de Ucrania ha enterrado oposiciones políticas en nombre de un bien mayor. La pregunta queda abierta, ¿Es ese bien mayor lo nuclear de la política, su verdad última y lo que articula definitivamente los posicionamientos de cada uno? Si lo es, tendríamos un gran primer consenso para debatir, luego, con mayor honestidad.
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