Voy a defender a Ernest Urtasun, que aquí hemos venido a jugar. De acuerdo, parece un miembro del Frente Popular de Judea, el grupo anticolonialista de La vida de Brian. Se maneja con tres ideas importadas del manicomio universitario yanqui que ya eran malas en los años sesenta, y se ve a sí mismo como un héroe contra una censura que apenas existe fuera de su imaginación. Pero digámoslo todo: tiene una propuesta cultural. Equivocada, ridícula, perversa, divisiva… pero una propuesta. ¿Qué tenemos en la derecha?
El liberalismo de vía estrecha funciona a este lado del espectro como un espasmo, así que a la pregunta de cuál debería ser la política cultural de la no izquierda la primera respuesta siempre será: ninguna. Cerremos el ministerio de Cultura, sequemos la charca de subvenciones en la que abreva el rojerío y dejemos que el mercado determine el valor de los productos culturales. Limitémonos a proteger el patrimonio. Básicamente esta es la idea de política cultural de buena parte de la élite de nuestro país, especialmente en Madrid, que es lo que mejor conozco.
Luego, esa misma élite se queja de vivir en una Matrix progre diseñada por, no sé, Samantha Hudson. Percibe que la cultura delimita lo que es posible en la política, lo que la gente está dispuesta a aceptar, pero prefiere pensar que es todo una conspiración regada con millones de euros. Es urgente explicar que el ser humano no puede vivir en un vacío cultural, nunca lo ha hecho y nunca lo hará. Negarse a tener una política cultural es peor que saltar al terreno de juego descalzo: es permitir que el rival redacte el reglamento.
Como rechazamos dotarnos de una política cultural pero nos sentimos asfixiados por la hegemonía progre, terminamos protestando contra la representación de la obra sobre Alsasua o exigiendo que se cancele una exposición que ofende los sentimientos religiosos. Por supuesto, buena parte de los supuestos casos de censura que la izquierda denuncia en remotos pueblos mesetarios gobernados por Vox son fabricaciones. Pero no se puede negar que al espasmo liberal le sigue un espasmo autoritario, el neurótico resultado de un conflicto interior mal resuelto.
Ahora que Urtasun amenaza con descolonizarnos, podríamos recordar que los museos nacionales son un invento ilustrado tan liberal como nacionalista. Se trataba de acercar el arte al pueblo para propiciar una identidad nacional vinculada a su cultura y a su historia. Con el tiempo, la prosperidad y la secularización, transferimos al arte nuestra permanente necesidad de algo sagrado. Por eso los nuevos apocalípticos golpean y pintarrajean cuadros emblemáticos, y no retablos ni crucifijos. Y por eso el ministro quiere “resignificarlos”: no porque rechace la idea de sacralidad, sino para sacralizar su ideología.
Urtasun contra la derecha
Si la expresión “guerra cultural” significa algo, es el combate por lo sagrado, y una derecha que únicamente sacraliza la libertad está invitando al progresismo tipo Urtasun a entrar hasta la cocina. Naturalmente que un entorno libre y plural es imprescindible para una creación cultural valiosa, pero ojalá en la derecha superemos algún día esta necesidad de ser árbitros en lugar de jugadores. Manifestarse a las puertas de un teatro porque no nos gusta una obra es de malos perdedores. ¿Te molesta la hegemonía cultural progre? Pues ponte a escribir teatro, a producir música, a rodar películas. ¿Qué respondemos los conservadores a nuestros hijos cuando nos dicen “mamá, quiero ser artista”? “Anda, niño, estudia ADE y déjate de historias”. Y es lógico, porque queremos que ganen dinero y puedan vivir tranquilos, pero entonces no nos quejemos ni queramos ganar con la protesta lo que no supimos defender con la propuesta. A la guerra cultural se viene llorado.
Sigue pendiente popularizar lo mejor de nuestra tradición intelectual y política
Lo más importante es que la derecha abrace la creación cultural, para lo que cuenta con una valiosísima tradición española e internacional que, por desgracia, parece ignorar. A continuación, debe dotarse de una política cultural que vaya más allá de la gestión neutral de los imprescindibles espacios de creación. Me permitiré sugerir brevemente algunas líneas sobre las que construir una propuesta.
La base de la política cultural de la derecha tiene que ser popular, comunitaria e interclasista, sin obsesión por el prestigio ni por los premios con los que la industria se da palmaditas en su propio hombro. El punto de encuentro tiene que ser lo español y el español. A lo español hay que mirarlo como legado y de él tomar lo más bello y fértil y proyectarlo hacia el futuro, como hizo Almodóvar, como hace Tangana; no se trata de ignorar ni ocultar lo negativo, sino de dejar de vivirlo como una maldición. El idioma español nos proyecta hacia el mundo y, gracias a la música popular, vive su gran momento. El Festival de la Hispanidad promovido en la Comunidad de Madrid es un buen comienzo. Una cultura del español y de lo español deberá ser festiva en su doble sentido: alegre y vinculada al calendario. Se trata de festejar lo común además (y no en lugar de) lo particular: lo local como parte de lo nacional, y no como oposición. Respecto a la historia, sigue pendiente popularizar lo mejor de nuestra tradición intelectual y política. Si Urtasun quiere hablar de expolio, nosotros deberíamos explicar la peculiaridad del imperio hispánico o las aportaciones de la Escuela de Salamanca y, en general, del barroco español, a la modernidad.
En resumen, se trata de crear, de unir, de compartir y de vivir lo nuestro con legítimo y razonable orgullo, con sana curiosidad y con toda la alegría que se pueda. Y de retratar a los Urtasun como lo que son: unos tristes peleados con su propia identidad, estraperlistas de mercancía intelectual averiada.
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