Combatir en la Primera Guerra Mundial, ser reportero en la Guerra Civil, cazar leones en África, pescar en Cuba y enlazar fiesta tras fiesta en España no le sirvió a Hemingway para evitar descerrajarse un balazo de cirujana precisión mortífera. El americano vuelve a estar de moda con los Sanfermines, y su estilo de vida aventurero sigue siendo imitado hasta la saciedad casi un siglo después.
El hombre necesita aventura. Necesita descubrir la isla del tesoro, adentrarse en las minas del Rey Salomón, robar dinero a los ricos para dárselo a los pobres y hasta reinar en alguna que otra tribu si se tercia. Pero alguno se sorprenderá al descubrir que todas estas cosas se pueden hacer sin salir del pueblo. Y no, no me refiero a viajar a través de la lectura.
Para mi abuelo, humilde y pobre como todos en la posguerra, su mayor regocijo era echar una partida de cartas en el bar del pueblo y ganar. Narra como la mayor de las aventuras cuando acompañó a mi madre a Salamanca para estudiar en el internado y apostó su cama frente a la puerta de la habitación del hostal para que ningún maleante osara entrar y hacerle algo a su niña. De la misma forma que se enaltece con su epopeya sobre cómo hizo volar por los aires de un manotazo al más puro estilo Obélix a un macarra que quería quitar a su hija de los coches de choque de la Feria de Plasencia.
Es el sentido de la épica que todos necesitamos para convencernos de que la existencia no es algo plano, insustancial, soso como una triste pechuga de pollo a la plancha. El problema surge cuando la búsqueda de la épica se equipara a la búsqueda de la felicidad, en un insomne divagar por la faz de la tierra en busca de emociones, de ligues, de borracheras, de salseos que llenen el asolador vacío de nuestra era.
El tedio de la Generación Z
El Confidencial publicó recientemente un artículo muy comentado bajo el título 'La angustia de vivir de la generación Z': “Lo peor es que no me pasa nada'. El vacío existencial de toda una generación es un grito a voces que las estadísticas de suicidio no dejan de reflejar. Se habla de la pandemia de covid, de la guerra de Ucrania, de la inflación, de la precariedad... como elementos nucleares de este malestar en la cultura (como lo llamó Freud), cuando en realidad son circunstanciales. El verdadero pesar de las generaciones jóvenes es la angustia existencial, el ejército de hombres en busca de sentido en que se ha convertido la sociedad.
Y los fondos de este problema requieren de una lectura profunda y filosófica sobre cómo los nuevos estilos de vida han privado al ser humano de un asidero, de su salvavidas: la relación con los otros coartada por las redes sociales (los mayores índices de soledad se dan en personas jóvenes, no en mayores), el desasosiego que genera la obligación occidental de triunfar a toda costa (no basta con ser el panadero, hay que epatar y luego venderlo nuevamente en redes sociales) y la desaparición de un futuro estable (el futuro es algo líquido, inasible, todo existe de manera fugaz).
Un síntoma del malestar de nuestros días es la incansable búsqueda de emociones fuertes
La frase de esta representante de la Generación Z me recordó a un pasaje de la biografía de la actriz Lauren Bacall. Se encontraba en México, acompañando a su marido Humphrey Bogart en el rodaje de El Tesoro de Sierra Madre, de John Huston. En una de las conversaciones nocturnas de ambos amigos, regadas con una buena dosis de alcohol, el director les confesó que se aburría constantemente, que nada conseguía sacarlo de su letargo existencial.
Huston era un aventurero, una suerte de Hemingway del cine (aunque cuando se conocieron no se llevaron muy bien, especialmente por parte del escritor) que cazó en África, en Irlanda, cubrió la Segunda Guerra Mundial, coleccionó mujeres, borracheras y hasta tuvo un chimpancé de mascota. Por el contrario, Bogart era un hombre casado, que había estabilizado su vida con Bacall y cuyas mayores aficiones (aparte de darle a la botella) eran ir a cenar a Romanoff's (el mítico restaurante de las estrellas del Hollywood clásico) y navegar en el Santana (el yate que le compró a Dick Powell).
En una de esas conversaciones, Huston llegó a confesar a la pareja que envidiaba su vida. El aventurero envidiaba la vida del casado. Un síntoma del malestar de nuestros días es la incansable búsqueda de emociones fuertes. Hay un ejército de aspirantes a Hemingway que van encadenando estados carenciales, necesidades insatisfechas, parches del buenvivir. Cuando en realidad, el calor del hogar no solo es el mejor de los refugios, sino también una aventura constante.
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