Hitler se tambaleaba y apagaba las últimas ascuas de su uniforme despedazado. El dictador tenía quemaduras, abrasiones y astillas clavadas en brazos y piernas, y sus tímpanos, como los de todos los oficiales de la sala, habían quedado destrozados. Una enorme explosión había destruido la sala de conferencias de la guarida del lobo, el cuartel general de campaña de Hitler en Rastenburg (actual Polonia). En ese mismo momento el coronel del Estado Mayor Claus Schenk, conde von Stauffenberg, que unos minutos antes acababa de activar la bomba en la sala y estaba convencido de la muerte del tirano, huía en coche hacia el aeródromo más cercano para volar a Berlín y completar el complot.
La muerte del genocida era solo el inicio de la ‘operación Valquiria' que incluía un golpe de Estado para tomar Berlín; desmantelar las poderosas SS de Himmler, acusándolas a ellas de haber intentado dar un golpe de Estado; y hacerse con el mando del Tercer Reich, transformando Alemania en un nuevo estado. La conspiración surgía de la resistencia militar conformada por altos mandos del Ejército en el que confluían muy diversos tipos de intereses pero que tenían como elemento común su oposición a Hitler. Algunos de ellos eran nazis convencidos pero contrarios al exterminio, otros que después de la derrota en Stalingrado consideraban que Hitler llevaría a Alemania a la catástrofe total y muchos de ellos coincidían en una profunda condición cristiana a los que les espeluznaba las masacres de civiles. Una mezcla que viniendo desde posiciones muy conservadoras mezclaba patriotismo y escrúpulos morales. A estos militares había que sumar a algunos integrantes del Círculo de Kreisau, un grupo de oposición civil que llevaba años planificando una nueva Alemania.
Alemania se relamía en agosto de 1941 de haber subyugado Europa con sus tropas paseándose por París, mientras en el este comenzaba con la operación Barbarroja una salvaje guerra que inauguraba el exterminio de la población civil. Las victorias militares de la guerra relámpago presentaban a Hitler como el más audaz genio militar que estaba a punto de someter a la URSS, pero dentro de Alemania ya existían voces que se horrorizaban sobre el asesinato en masa de judíos, en estas primera fase del exterminio, a balazos. Helmuth von Moltke, cabeza del círculo de Kreisau, escribía a su mujer que las acciones perpetradas en el este estaban cargando al pueblo alemán "con una culpa colectiva que jamás podremos expurgar en el tiempo que nos quede de vida y que nunca se podrá olvidar". Estas clarividentes líneas estaban firmadas por el sobrino nieto del mariscal de campo y Jefe del Estado Mayor General Helmuth von Moltke, considerado uno de los mayores genios del arte de la guerra y artífice del auge del poderío militar prusiano.
Moltke y otros integrantes del círculo fueron detenidos en enero de 1944 lo que aceleró los planes de los conspiradores. Desde los desastres en el frente oriental contra la Unión Soviética, muchos de los conspiradores habían pensado en el golpe como una forma de parar la guerra y lograr una paz con los aliados. Aunque en julio de 1944, tras el desembarco aliado en Normandía, las esperanzas de alcanzar una paz pactada eran casi nulas. Aun así, el atentado siguió adelante y se llevó a cabo el 20 de julio.
Tras la explosión, Stauffenberg aseguró por teléfono que Hitler había fallecido, y quienes encabezaban la conspiración en el cuartel general del ejército en Berlín se lanzaron al asalto militar del poder. Pero aunque los conspiradores habían intentado cortar todas las comunicaciones no tuvieron éxito y las noticias de la supervivencia llegaron pronto a la capital. Las distintas versiones entre conspiradores y los fieles que se mantenían leales al gobierno hitleriano hicieron dudar a algunos pesos pesados del Ejército. El mandamás de las SS, Heinrich Himmler fue abordado en su despacho para ser detenido, pero en ese momento se encontraba hablando por teléfono con Hitler, lo que frenó al momento a los militares que iban en su búsqueda como supuesto golpista. Las dos facciones se llegaron a enfrentar en el centro de Berlín, con tiroteos incluidos, llegando a resultar herido Stauffenberg, pero el complot fracaso en unas horas.
Varios detalles arruinaron el plan y salvaron la vida de Hitler. En primer lugar, la reunión, prevista para celebrarse en el búnker subterráneo se terminó realizando en una sala de reuniones. Este cambio fue decisivo puesto que las gruesas paredes del búnker hubieran favorecido una mayor onda expansiva, aunque fue la disposición de los explosivos lo que realmente salvó la vida del dictador. Stauffenberg introdujo la bomba en un maletín que dejó a los pies de la enorme mesa en la que extendían los mapas, pero en el momento de preparar el explosivo solo pudo meter en su cartera una de las dos bombas. Sin un ojo, manco de un brazo y con solo un pulgar y dos dedos en la otra mano, el coronel actuó con lentitud, fue interrumpido por un asistente y no tuvo tiempo el tiempo suficiente para colocar y activar el segundo explosivo. Simplemente habiéndolo metido junto al otro, es más que probable que la detonación hubiera acabado con la mayoría de los oficiales que se encontraban en la sala, en la que tan solo hubo cuatro muertes de 24 asistentes. El otro gran chispazo de fortuna para el dictador fue que uno de los asistentes movió ligeramente el maletín. A pesar de que se encontraba a un escaso metro de Hitler, una pata de la mesa terminó siendo decisiva para aplacar el impacto.
“Aunque se estuviera apagando rápidamente, la autoridad carismática de Hitler, respaldada por Goebbels, Göring, Himmler y Bormann, todavía bastaba para impedir que altos mandos dubitativos como Fromm y Kluge se sumaran decididamente al intento golpista. Goebbels, Hitler, Himmler y las SS actuaron con rapidez y decisión, mientras que los conspiradores lo hicieron de forma dilatoria. No lograron convencer a los suficientes mandos militares cruciales para que apoyasen el golpe de Estado; aunque muchos de los altos mandos sabían a esas alturas que apenas había esperanza de que Alemania ganase la guerra, la mayoría de ellos todavía era presa de una mentalidad castrense rígida según la cual las órdenes emanadas de la superioridad debían ser obedecidas, el juramento que le habían hecho a Hitler era sacrosanto, y matar al jefe de Estado constituía un acto de traición. No fue nada extraña la actitud adoptada por el general Gotthard Heinrici, que en su diario insistía en la naturaleza sagrada del juramento personal de lealtad que él le había hecho a Hitler, como todos los demás soldados alemanes, y se mostraba en rotundo desacuerdo con el complot de la bomba de julio de 1944”, resumió el historiador Richard Evans en El Tercer Reich en guerra.
Todos los conspiradores terminaron muertos, y en total fueron ejecutadas unas mil personas. Además se castigó a algunos familiares como a la mujer de Stauffenberg que fue enviada al campo de concentración de Ravensbrück, mientras que sus hijos fueron internados en un orfanato con un nueva identidad.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación