Comienzan estas páginas con un poema: el que escribiría Avellaneda sobre el autor del Quijote. Pero no es el detractor de Cervantes quien firma estos versos, es el mismísimo Mario Vargas Llosa, que dedica sus ripios al argentino Jorge Luis Borges: “De la equivocación ultraísta/de su juventud/ pasó a poeta criollista, /porteño, cursi, patriotero/ y sentimental. Documentando infamias ajenas/para una revista de señoras/se volvió un clásico/ (genial e inmortal)”. Así comienza el libro Medio siglo con Borges (Alfaguara), en cuyas páginas el Nobel reúne una colección de artículos, conferencias, reseñas, notas y entrevistas dedicadas al escritor argentino.
Dice Vargas Llosa que estas páginas han sido escritas desde la admiración, pero a juzgar por el inagotable repertorio de ironías y piropos envenenados, cuando no navajazos, el lector se encuentra con todo lo contrario, o al menos con una versión bastante agria del elogio. En lugar de Medio siglo con Borges, el peruano podría haberlo titulado Medio siglo soportando a Borges. Por un lado lo llama narrador perfecto, pero se refiere a sus cuentos como círculos fríos y cerrados. Glosa su cosmopolitismo y luego lo tacha de provinciano. Y ya ni hablar del Borges político, contra quien embiste a conciencia. No en vano Vargas Llosa, tan dado al erotismo y la política, describe a Borges como un hombre que temía a la vida y sus menesteres, principalmente “el sexo y el peronismo”.
Además del ponzoñoso poema inaugural, el libro posee un conjunto de ensayos, entre los que destaca el que dedica a la relación literaria entre Borges y Onetti, acaso porque es una excusa para dejarlos a los dos a la altura del betún. Lo mollar, sin embargo está en las dos entrevistas que Mario Vargas Llosa le hizo a Borges. La primera de ellas ocurrió en 1965, en París. Borges no era aún el astro rey que llegaría a ser, pero su obra era apreciada y conocida. Vargas Llosa ya había escrito La ciudad y los perros y despuntaba como promesa literaria. Entonces el peruano se ganaba la vida en la radio y trabajaba en su novela La casa verde, con la que ganaría el Premio Rómulo Gallegos dos años más tarde, en 1967. Sobre esa primera conversación en Francia dice Vargas Llosa: “Aquel Borges que, en aquella visita a París, se resignó a conceder una entrevista (una de mil) al oscuro periodista de la radio-televisión francesa que era este escriba no era aún ese Borges público, esa Persona de gestos, dichos y desplantes algo estereotipados en que luego se convertiría, obligado por la fama y para defenderse de sus estragos. Era, todavía, un sencillo y tímido intelectual porteño pegado a las faldas de su madre”.
"Era, todavía, un sencillo y tímido intelectual porteño pegado a las faldas de su madre”, escribe Vargas Llosa de la entrevista que le hizo en 1965
La siguiente entrevista la realiza veinticinco años después, en la casa del escritor en Buenos Aires, durante el año 1981. En ambas hay lance e ingenio, una esgrima en la que Borges presume de D'Artagnan mientras, en ocasiones, a Vargas Llosa le sale un tono navajero de malandrín. Esa acritud toma forma en cada tema, como si de los asaltos de un combate se tratara: el supuesto desprecio que siente Borges por la novela (eso le obsesiona), la soberbia que le atribuye al autor de Ficciones, su erudición sofista o lo que el propio Vargas Llosa describe como su condición de aristócrata empobrecido. De hecho, el Nobel de Literatura parece obsesionado con la exangüe hacienda del argentino: “Vive usted prácticamente como un monje, su casa es de una enorme austeridad, su dormitorio parece la celda de un trapense, realmente es de una sobriedad extraordinaria”, pregunta Vargas Llosa. A lo que Borges contesta: “El lujo me parece una vulgaridad”. Y como ésa hay bastantes.
Un Vargas Llosa más joven, y en apariencia poseído aún por las ideas de Sartre y el compromiso del escritor, le reprocha a Borges sus posiciones políticas. Sus preguntas suenan más a reproche que a interrogación y sus reflexiones, no del todo alejadas de la verdad, se dirimen en párrafos como éste: “En todo esto hay una coherencia que, sin embargo, se rompe con brusquedad con el apoyo franco que Borges prestó a dos de las dictaduras militares argentinas, la que derrocó a Perón (la de Aramburu y Rojas) y la que puso fin al gobierno de Isabelita Perón (la de Videla). Es un apoyo que no congenia para nada con su identificación con la causa aliada contra los Nazis en la Segunda Guerra Mundial, y con su descripción, tan exacta, en un discurso de 1946, del fenómeno autoritario”.
Borges no se deja atrapar en el pasillo en el que Vargas Llosa intenta meterlo y se libra con ingenio, usando el florete de su ironía. Aún mejores son las respuestas de las que echa mano para exasperar aún más a Vargas Llosa en su alegato de la novela como género literario total. “Pero usted ha sido un gran lector de novelas y un maravilloso traductor de novelas”, le dice Vargas Llosa, espantado, cuando Borges le dice que no admira a ningún novelista. “No, no, Yo he leído muy pocas novelas “, dice el otro, por llevarle la contraria al otro, que insiste: “Sin embargo las novelas aparecen en su obra, son mencionadas o incluso inventadas”. La repregunta se extiende unas dos páginas más.
“El lujo me parece una vulgaridad", contesta Borges a Vargas Llosa cuando éste le reprocha que vive como un trapense
No contento con escarbar como un miura manso, Vargas Llosa se emplea a fondo con el elogio talabartero hasta despellejar a Borges: “Yo recuerdo la sorpresa de mis alumnos , en el Queen Mary College, en los años sesenta, con quienes leíamos Ficciones y El Aleph, cuando les dije que en América Latina acusaban a Borges de ‘europeísta’, de ser poco menos que un escritor inglés. No podían entenderlo. A ellos, ese escritor en cuyos relatos se mezclaban tantos países, épocas, temas y referencias culturales disímiles les resultaba tan exótico como el chachachá (de moda entonces). No se equivocaban”
Un autor del peso de Vargas Llosa, con una obra contundente reconocida con el Nobel (deferencia que a Borges jamás le fue concedida), podía haberse ahorrado este libro en ocasiones faltón, aunque valga decir, cómo no, que para el lector que disfruta de las justas y los lances, este libro es una golosina. Hay verdaderas y oscuras joyas del amor propio del peruano, cuya antipatía por el argentino es manifiesta. Si esto ha escrito don Mario del buen Borges, qué no tendrá deparado para García Márquez, su amigo cercano y compañero de Boom al que le dejó un ojo morado en 1976.