Cultura

Vargas Llosa: "Mi primer agente literario fue un cadete del Leoncio Prado"

Sigue siendo un señorito limeño. Uno que puede jactarse de haber escrito La Guerra del fin del Mundo, Conversación en la Catedral y La casa verde. Un señorito limeño a quien el Nobel le sienta bien y todavía le emociona leer Los miserables .

No es el Varguitas de Julia Urquidi. Pero podría. Hoy, a diferencia de otros días, Mario Vargas Llosa tiene dieciséis, veintiún, treinta años. No 76.  Hoy, a diferencia de otras veces, es a  ratos el autor irrevocable y el hombre que recuerda.  Es el anciano de cabellera platinada y el joven de bigotillo que se sentaba en el bar El Jute, en la esquina de Menéndez Pelayo con Doctor Castello, a escribir las páginas de La ciudad muy los perros, su primera novela. “En ese bar había un camarero bizco, que me ponía muy nervioso, porque siempre estaba leyendo por encima de mi hombro lo que yo escribía”, dice.

En ocasión de su asistencia al ciclo El libro como universo, que la Biblioteca Nacional ha organizado dentro de los actos de su tercer centenario, Mario Vargas Llosa responde a las preguntas acerca de sus hábitos lectores. Cede, pacientemente, a la charla plana y monocorde del periodista Sergio Vila-Sanjuán, que escarba sin mucho ingenio en la infancia del Premio Nobel, también en el nacimiento de su vocación literaria, su amor por las bibliotecas y su afición por las cafeterías a la hora de escribir.

Pocos se dan codazos por las frases verdaderamente importantes. Se cotizan al alza los juicios del Nobel acerca del libro electrónico. Hay ansiedad sobre cuán firmemente cree el escritor que estos  amenazan o no la escritura. ¿Traerán o no el fin del mundo codificado en sus pantallas? Para un hombre que escribe a mano  y con pluma todas sus novelas  quizás ésa, justamente ésa, no sea la pregunta del día. Y sin embargo, insisten.

Recuerda en cambio Don Mario la infancia en Cochabamba, arropado primero en la "bíblica" familia materna. Evoca luego los años en Lima, junto a su padre, a quien pensaba muerto y cuya aparición llegó justamente para aguarle su fiesta de niño lector con pintas de serio y letrado señorito. “Para mí conocer a mi padre fue un cambio total en mi vida. Con él conocí la soledad. Pasé de vivir con una familia casi bíblica, la familia de mi madre, a vivir casi solo en Lima con una figura autoritaria, distante, intransigente. Con mi padre descubrí el miedo”.

Y a su padre debe el escritor no sólo el recelo, también buena aparte de su vocación literaria. “Si a la familia de mi madre le gustaba que yo escribiera versos, a mi padre eso no le hacía ninguna gracia. La literatura le parecía de bohemios, de gente que no servía para nada, incuso le parecía poco viril. Y de manera muy cobarde, porque yo le tenía mucho miedo, leyendo y escribiendo le llevé la contraria. Cuanto más le disgustaba a él la literatura más yo me interesaba en ella. Me mandó a una Academia Militar, el Leoncio Prado, con la intención de que dejara la literatura y en lugar de disuadirme, al contrario, me dio tema para mi primera novela”.

Entre risas, cuenta el autor de La ciudad y los perros, de qué forma en el Leoncio Prado leyó uno de los libros que más le marcó y que todavía hoy le emociona, Los Miserables, de Víctor Hugo, así como Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas. Fue justamente en la Academia Militar donde comenzó a escribir, a los 13 años. “Escribía novelitas pornográficas por encargo y también cartas de amor, no para mí, sino para mis compañeros, que me pagaban por escribir sus respuestas. Me pagaban con cigarrillos (…) Tenía un compañero que dice que yo no sabía venderme y que era él quien negociaba el valor de mis cartas. Así que puedo decir que mi primer agente literario fue un cadete del Leoncio Prado”.

Para un autor como Mario Vargas Llosa, quien lleva en su pluma el listón de liberal, existen, sin embargo, frases que dichas por él suenan casi estrambóticas. Al hablar no ya del autor consagrado del boom, tampoco del novelista maduro que se separará muy prontamente de la Revolución cubana y de Casa de América por el Caso Padilla, sino del jovencito que estudiaba en la Universidad de San Marcos, Vargas Llosa refiere sobre sus lecturas marxistas, lo siguiente: “Creo que nunca fui totalmente marxista gracias a mis lecturas de Sartre, que siempre influyó en mí. Recuerdo que en la Universidad de San Marcos, en una discusión con uno de mis compañeros de tertulias, me dijo: Mario… tú eres un sub-hombre”.   

Avanza Vargas Llosa sobre sus imprescondibles literarios. Homero y el Faulkner al que él y la generación del Boom deben tanto. Se detiene en sus meses de arrabal como reportero de sucesos en Perú, con apenas 16 años, y sus dos años de bibliotecario en un acomodado club social de Lima, donde descubrió una colección de literatura erótica celosamente custodiada en un cuarto de lecturas que él no dudó en consultar. "Toda mi cultura erótica se la debo a la oligarquía peruana", dice, con estudiada picardía, el señorito limeño, que esta tarde luce sus 76 con las ganas adolescentes de alguien que se cambiaría, gustoso, por el Varguitas de la tía Urquidi o el delgaducho redactor de France-Press en el París de La Casa Verde y los años sesenta, aunque los periodistas sigan preguntándole por las tablets. Sí, a pesar de eso.

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