Cuando llegó a Rennes, Velibor Colic tenía 28 años y una bolsa militar llena de libretas y ropa agujereada. Sólo conocía tres palabras en francés: Jean, Paul y Sartre. Era escritor, con algunos libros publicados y un premio literario; había sido periodista, o al menos conducía un programa de Jazz. Pero aquel día, justo aquel de 1992, entró en Francia como soldado, mejor dicho, como un soldado desertor del Ejército Popular Yugoslavo, en el que había sido enrolado en contra de su voluntad, en 1991. Tras huir durante semanas para salvar el pellejo, Velibor Colic se presentó en la Oficina Francesa de Protección de los Refugiados y Apátridas (OFPRA). Una mujer de gruesas gafas lo miró a él y a la intérprete que lo acompañaba para completar el trámite.
-Hay guerra en su país –dijo la señora-. Es triste ya lo sé, pero ahora no es la guerra lo que nos interesa. Estamos aquí para que me explique por qué usted, Velibor Colic, pide protección al Estado francés y asilo político. ¿Cuáles son sus razones personales?
Colic tuvo la impresión de ser Sherezade, de que la historia de su vida anterior era sólo un cuento tenebroso donde las ciudades, las personas y los libros volvían a arder, que perdía su trabajo; que la milicia paramilitar volvía a buscarlo. Que todo volvía a empezar. Así lo escribió, hace ya más de diez de años, en Manual del Exilio. En las páginas de ese libro, que hoy publica en español el sello Periférica, Velibor recuerda lo que ha sido y lo que ha dejado de ser. "Que fui soldado en contra de mi voluntad. Que estuve a punto de morir varias veces. Que me encerraron con tres mil hombres más, musulmanes bosnios, serbios y algunos 'traidores' croatas como yo en un estadio de Slavonski Brod. Que me convertí en traidor, que ya no represento nada para nadie. Antes de la guerra, yo era un hombre y ahora soy un insulto". Así arranca esta historia, así.
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Son las nueve de una mañana de marzo de 2017. En Madrid, en el número catorce de la calle Valverde, un hombre de un metro noventa sale del ascensor de un hotel de diseño a grandes zancadas. Atraviesa el lobby dando vigorosos mordiscos a una manzana. Mastica con fuerza, como si en lugar de una fruta desayunara piedras. Velibor Colic se disculpa por el improvisado tentempié y corresponde al saludo besando la mano de quien sostiene Manual de exilio. Cómo aprobar su exilio en 35 lecciones. Él, dice, es de la vieja escuela.
El libro acaba de ser publicado en España, justo en la fecha en que se cumplen 25 años de la independencia de Croacia y Eslovenia, el prólogo de la Guerra de los Balcanes, ese episodio que redujo a cenizas los manuscritos, la casa y la ciudad de Velibor. Uno que llevó a la tumba a más de cien mil víctimas y convirtió a 1,8 millones de personas en desplazados.
Hombres y mujeres que, como él, tuvieron no sólo que escapar de la muerte sino inventarse una nueva vida. Velibor salió de Yugoslavia como escritor, soldado y traidor. Le tomó décadas y páginas (muchas páginas), llegar a la almendra de sí mismo. "En aquellos años estaba enfadado con el mundo, hoy no", dice con una risa ciclópea, casi tabernaria. Esa carcajada de quienes llevan impresa en la voz las vidas extintas que han quedado en el camino, como pieles arrancadas.
-Cómo aprobar un exilio en 35 lecciones. Sí, lecciones llenas de una amargura que se hace todavía peor gracias a su ironía y humor.
-Mis amigos siempre se han enfadado conmigo, porque yo tengo una visión más optimista que todos que ellos. A veces quisiera decirles: ¿Qué os ocurre? ¿Preferís vivir en 1916 o 1917? La acidez del mundo se mantiene, pero no es una excusa.
-En algo tuvo que ver la escritura¿No? Después de 25 años, ¿cómo lleva su destino al ponerlo por escrito?
-Cuanto más envejezco, más cómodo me siento con la escritura. Quizás porque ahora sé que no tengo cuarenta años delante para decir todo lo que tengo que decir. Mi relación con la escritura es la de un combate nunca perdido, pero nunca ganado. Estamos en un oficio de volver a comenzar constantemente, una y otra vez. Yo lo llamo mantenerse joven pero, bueno, mi ex mujer decía que yo nunca dejaría de ser un inmaduro –Velibor expectora una carcajada-. Es mi ex mujer, ¿qué va a decir?
-En Manual de exilio echa mano de un sentido del humor que pretende desdramatizar las cosas, y aunque en un comienzo lo consigue, el humor echa sal en la herida.
-En la literatura, como en la vida, defiendo la idea de que no hace falta ser triste para ser serio. Al hablar de mi exilio lo desdramatizo, porque es mío, es mi historia. No me atrevería a desdramatizar el exilio de los otros.
-¿Qué es este libro?
-Este es un libro marxista, ¡pero por Groucho Marx! En el fondo, aunque intento relativizar, creo que también hago las preguntas esenciales, al menos esenciales para mí, en el tema del exilio. En Francia no sólo te piden que te integres, sino también que te asimiles. ¡Es lo que decía Sarkozy. Es lo que yo llamo pasar la esponja del olvido: arrancar y borrar el pasado que tenías. Ellos no se dan cuenta, pero es tremendo pedir ese nivel de integración.
-¿También usted pasó la esponja mojada del olvido? ¿De verdad consiguió arrancar por completo el hombre que fue?
-Esa es la gran pregunta. Hace unos días, en Burdeos, una mujer me dijo: ha conseguido usted su exilio. Sí, señora, le respondí, pero no se imagina usted el precio que he tenido que pagar. Para que mi exilio fuera un éxito tuve que renunciar a mi lengua materna. Ahora hay una gran polémica en Francia con respecto al tema de la migración. El trabajo de integración de los refugiados tienen que darlo ambas partes: si yo hago el 98%, vosotros tenéis que hacer el 2%. Es imposible que le pidas al refugiado que haga el 100% del trabajo. Tiene que ser un proceso doble.
-La relación con el Estado y la sociedad francesa describe una completa situación de invisibilidad: el peso de la burocracia, la deshumanización que ésta infringe.
-Apenas se exagera eso en el libro. La verdad, lo que importa, es una sola cosa: que un hombre sin papeles es un hombre sin rostro.
-Usted ya contó la guerra en Los Bosnios. En cambio, Manual de exilio lo dedicó al largo y amargo proceso de replantarse en otro lugar. ¿En qué idioma lo escribió?
-Yo siempre seré exiliado. El exilio no es un billete de ida y vuelta, el exilio es sólo un billete de ida. Por tanto, el libro del exilio se escribe en el idioma del exilio. Si no me hubiese planteado hacer este libro en otro idioma, no habría existido. La especificidad del exilio está, al menos para un escritor, en el hecho de salir de la lengua materna. Ahora estoy escribiendo mi sexta novela en francés. Yo lo asumo como algo parecido a vivir de alquiler. Ahora ya ni me pregunto en qué idioma voy a escribir, ¡es en francés! Y si además, me publica Gallimard… pues creo que no voy a parar.
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Velibor Colic nació en 1964 en Modrica, una pequeña ciudad al norte de Bosnia y Herzegovina. Un lugar en el que vivía como escritor y periodista hasta que en 1992 fue reclutado a la fuerza para luchar en el ejército; el mismo del que desertó y por cuya ‘traición’ fue perseguido, apresado y torturado. De aquella larga travesía dio cuenta en Los Bosnios, su primer libro fuera de Yugoslavia, publicado en Francia 1994 y reeditado en España (también por Periférica), en 2013.
Entonces, Velibor ya había machacado su espalda en las camas metálicas de los albergues para refugiados; bebido limonada con alcohol comprado en una farmacia; recibido palizas a manos de sus compatriotas y vagado sin rumbo en los parques desiertos de un país en el que terminó reencontrando, o mejor dicho reinventado, su lugar en el mundo. De aquellos días recuerda los largos paseos con un pequeño Walkman en el que escuchaba, sin parar, cintas con música de Lou Reed y los grandes éxitos de Leonard Cohen. "Para no gastar las baterías rebobinaba las cintas con un bolígrafo”" explica.
Una rabia insistente le recorría el cuerpo entonces. Sentía enfado contra el mundo, contra su patria, contra aquellos refugiados que a diferencia de él no habían leído a Hemingwayni a Poe, ni a Cortázar, y contra ese país en el que ahora se hallaba desclasado, desterrado y perdido. En su primera clase de francés para refugiados, al momento de rellenar una planilla donde se solicitaban sus datos básicos (quién era, de dónde provenía, su edad y domicilio), en el espacio en blanco del ítem “Planes en Francia”, Velibor escribió: Goncourt. La profesora dudó. Sí, Goncourt, el Premio Literario. “Muy bien, pero de momento es usted un completo analfabeta en francés”, le dijo ella.
- ¿De verdad escribió Goncourt en aquel formulario?
-Sí, sí, sí… Estoy lo bastante loco como para hacer ese tipo de cosas. Pero… ¿sabes? Me enteré de que esta profesora, cuando se jubiló, dijo que en los 40 años que dio clases, sólo a un alumno se le ocurrió ganar el Goncourt. Y ese fui yo –Velibor remueve el café con una cucharilla que podría triturar con la sola presión de sus manazas-. Ocurre que yo ya era escritor cuando llegué a Francia, había publicado tres libros. El personaje, o yo contado como personaje en Manual de exilio, no busca ser escritor, sino volver a serlo.
-Al hombre que protagoniza estas páginas le falta todo, le cuesta todo: tiene hambre, apenas habla, malvive… Hasta abordar a una mujer le resulta una experiencia áspera.
-Y no es de las menores. En el libro intento abordar y contar los cambios que se sufren, especialmente los que experimenta el cuerpo: el sudor, el aumento de peso, el olor, el frío. Stefan Zweig, que escribió tanto sobre el exilio, habla mucho del alma, pero no del cuerpo. Y así como hablo de los dolores físicos, digo: vale, soy exiliado, pero también puedo enamorarme. La imposibilidad de abordar a una mujer ilustra una imposibilidad que llega a todo. Forma parte de ese frío metafísico, esa imposibilidad metafísica, ese inculto metafísico. En los primeros meses del exilio me sentía insultado y abofeteado todo el tiempo.
-Hasta tal punto que escribe: “Ya no soy un hombre soy una anécdota (…) No soy un hombre, soy un insulto”.
-Y no lo digo porque la gente me insultara. Lo que busca el auténtico exiliado, no el que está de paso, hablo del aquel que admite su exilio, es convertirse en un señor normal, capaz de integrarse. Esa búsqueda de normalidad es la primera batalla que tiene que ganar un inmigrante. Todos los códigos: el lenguaje, las grandes ciudades, las costumbres, la forma de dirigirse a otro, eran bofetadas permanentes. Ese es el insulto, el insulto metafísico.
-¿Qué es lo más grave del exilio: no reconocerse en el país al que llega o no reconocerse en el país del que se ha marchado?
-El exilio tiene muchas facetas. La pregunta del exiliado, o una de ellas, sería … ¿es más importante estar aquí o ya no estar en mi país? Yo estoy en Francia, pero siempre está aquella parte de mí que se ha quedado atrás. Hay momentos en que me pregunto: ¿Qué coño estoy haciendo aquí? Nunca puedes olvidar tu país natal. Es imposible. Por ejemplo, en mi país hablan muy alto. Después de 25 años en Francia, pues yo hablo en voz baja, despacio. Cuando mi padre conversa conmigo, sigue gritándome aunque me tenga al lado. En el tranvía de Sarajevo, en un viaje que hice hace poco, al momento de bajar, los pasajeros que viajaban a mi lado intentaron salir todos a la vez. Claro, se atascaban en la puerta. Yo, ‘el francés’, dije: esperad, salid uno después del otro. Se me quedaron mirando como si dijera una extravagancia. Pero eso es sólo una anécdota, la verdad es que ya no me reconozco en mi país, porque está dividido, desfigurado…
-En marzo se cumplen 25 años de lo que sería el inicio o el prólogo de la Guerra de los Balcanes, ¿qué forma ha tomado la división en la vida de las personas?
-Hace poco la embajada francesa en Sarajevo me propuso ir en la semana francófona. Era un tour por las escuelas de los hijos de los que lucharon en la guerra. Entonces, me dijeron los organizadores, que había resistencia entre los profesores serbios y croatas a que yo fuese. No querían que yo fuera a hablar a sus hijos.
-¿Por qué?
-Porque en Sarajevo están reescribiendo la historia. ¿Entiendes? En Sarajevo yo soy un testigo incómodo. Están reescribiendo la historia, manipulando los recuerdos. Y yo sé lo que ha pasado: lo vi, lo viví. Ellos no leen libros que escribo, pero saben lo que hago y lo que digo en público. Por eso no me quieren.
-Cuando llegó a Francia, decía estar enfadado con todo y con todos, que no sabía dónde colocar su rabia. ¿Y hoy? ¿Qué siente hoy?
-Ya no estoy enfadado con el mundo.
-Hay una anécdota dramática que usted traviste como chiste. Lo de las borracheras de su tío y la maleta. ¿Realmente ocurrió así? ¿No es una licencia suya?
-Sí, eso es cierto. Cada vez que mi tío –que vivía en Francia también- se emborrachaba, su mujer le preparaba la maleta para que no la despertara a la cuatro de la mañana, porque cada vez que su marido bebía de más quería hacer la maleta, quería volver….
-Volver, ya. Qué extraño ese verbo. ¿Adónde? Si ya no existe lo anterior. Aún borracho, alguien quiere regresar.
-El exilio es tema de la literatura desde Ulises. Atraviesa la vida de los hombres y las mujeres. Como ahora, entonces yo llevaba mis libretas a todas partes. Cuando me reuní con mi tío aquella primera vez y escuché a su mujer decir aquello, lo apunté inmediatamente.
-Veinte años después, pocas personas realmente son capaces de entender lo que ocurrió en Sarajevo, de la misma forma en que no se entiende lo que ocurre en Siria.
-Mira, hay tres cosas de Sarajevo que definen, muy simplemente y como su estuviese en un programa de radio donde explicarlo en 45 segundos: en Sarajevo ocurrieron tres cosas. Un genocidio, el que ocurrió en Srebrenica; un urbicidio, la masacre sobre ciudades enteras y donde de cada diez muertos, nueve eran civiles y un memoricidio, que supuso acabar con el recuerdo de todo aquello.
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Aunque esta mañana es la primera de marzo, desde hace algo más de media hora un viento frío atraviesa el Lobby del hotel donde esta conversación ocurre. La corriente azota como un portazo, el que dan quienes abandonan un lugar… o un país, una casa, una estación, acaso una vida. Lo cierto es que sopla una intemperie –las puertas automáticas permanecen abiertas-. Hace rato que Velibor se ha puesto su americana, una prenda azul que disimula las arrugas de su camisa, toda llena de pliegues. Parece que acaba de sacarla de la bolsa militar con la que llegó a Rennes, hace ya más de dos décadas. Pero entonces, claro, sólo conocía tres palabras en francés: Jean, Paul y Sartre. Hoy Velibor es un autor de Gallimard.
Junto a las tazas vacías de café, el ejemplar de Memorias del exilio arde como una cerilla. Esa mecha con la que prenden las historias tiznadas de pólvora. La suya, una de miles. El 31 de este mes se cumplen 25 años del episodio que desató la guerra de los Balcanes, esa tormenta de huesos secos y fosas destapadas. Ese hedor que insiste, como esa risotada que llevan impresas en la voz aquellos que arrastran consigo las muchas vidas de quienes fueron. De quienes, como Velibor Colic están los suficientemente locos como para rellenar con la palabra Goncourt el formulario de un curso de idiomas para refugiados.
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